✿ Capítulo 32 ✿
Luis
Le expliqué a Ada todas las dudas y temores que tenía respecto a lo que sentía por Margarita. Creí que ella me soltaría su típico reproche, pero me equivoqué. Se limitó a resoplar para luego decir:
—Aunque te creas todo un hombre mayor porque estás con Margarita, no eres más que un niño. —Sonrió.
—¡Oye! Ya deja de ofenderme, ¿quieres? Tengo diecinueve años, ya soy un adulto.
—Eres solo un niño. Y me da lástima decírtelo.
Me dedicó una mirada como si un adulto le dijera a un niño qué hacer.
—¿Quieres dejar de tratarme de como un niño? —hablé de mala gana. Me molestaba sobremanera que me tratase como menos un estúpido.
—Cuando demuestres que eres un adulto, te trataré como tal. Por mientras, solo veo que aún eres un niño y bueno, es comprensible. O sea, tienes diecinueve, bien lo has dicho. Veo hasta normal que dudes de muchas cosas. Yo a tu edad todavía no sabía lo que quería. —Bajó la cabeza—. Y me pregunto si, a mis veintiocho, sé lo que quiero —musitó.
—¿Ah? —pregunté enarcando la ceja.
—Pero no estamos hablando de mí que, aunque me duela, se puede decir que lo mío con Humberto no tenía futuro, así que ya no hay mucho que se pueda hacer. Supongo que todo debía acabar así... —habló, triste.
—¡Bruja!
Quise alzar mi brazo hacia ella para abrazarla y animarla, pero me lo impidió.
—Ahora no estamos hablando de mí, ¿ok? ¡Deja de mirarme con lástima! —dijo, tan decidida, que sabía que estaba hablando en serio, así que la obedecí.
Me limité a asentir con la cabeza. Pero quería preguntarle por qué insistía en tratarme como un niño, cuando no era así. Es decir, ¡yo tenía muy claro qué era lo que quería hacer con mi vida!
Desde chico, había sabido que lo mío era la música. Había peleado con mi viejo innumerables veces para defender mis sueños; sin que él supiera llevé los cursos de canto; cada tanto me reunía con mis patas del grupo de rap; si todo iba bien, me podrían llamar a las audiciones que fui; y si no, eso no amilanaría en nada mis deseos de ser un cantante.
En el Perú, en los últimos años se había puesto de moda esos realities en donde la gente hacía castings y participaba de concursos para ver quién era el que mejor voz tenía, a lo American Idol. Al principio, yo no le había dado mucha bola, me parecían una farsa. Pero, con el tiempo había visto que más de un concursante, si bien no era que fueran una súper estrella mundial, tampoco les había ido tan mal. Años después de que saltaran a la fama, en la actualidad podía escucharse en la radio una canción de aquellos o ver algún afiche en donde se anunciaba sus presentaciones en algún bar o discoteca. Por lo que, resolví dejar mis temores; asistiría a esos castings de esos programas para tentar a la suerte y quién sabe, llegar a un gran público y que algún productor musical apostara por mí.
¡Yo sabía lo que quería hacer con mi vida! Y así se lo hice saber a Ada.
—Pero no me refiero a eso, tonto.
—¿Entonces?
—A tus sentimientos por Margarita.
—Ah.
—Pensar que antes cuando me hablabas de tu enamorada... Qué bien supiste engañarme esa vez en tu cumpleaños, ¿eh?
Sonreí al recordar aquella noche.
—Se te veía con los ojos brillosos, como cordero degollado —añadió al tiempo que fruncía el ceño—. Pero ahora, te veo cambiado. ¿Tanto te has desilusionado de Margarita que estás dudando de lo que sientes por ella? —me preguntó encarándome con la mirada muy seria.
—Es que... —entrelacé mis dedos—, simplemente no sé.
—¿Cómo que no sabes? —Su tono me supo a reproche.
—Mira, ella no es la Margarita que yo conocí de niño, ¿ok? Ahora le teme a todo, me saca de quicio cuando primero me dice que sí y luego que no, cuando le planteo alguna salida... le avergüenza estar conmigo —dije con pesar—. La que recuerdo de niño era muy distinta: siempre sabía lo que quería, me regañaba cuando me portaba mal, me aconsejaba cuando tenía un problema y...
Ada me interrumpió con una carcajada.
—¿Es en serio, Lucho?
—¿Eh? —pregunté, confundido. No sabía a dónde quería llegar.
—¿Estamos hablando de la misma Margarita Luque? ¿La bajita, con ojitos negros pequeños, trigueñita, pelo negro ondeado, cuerpo menudito, flaquita y que siempre parece estar temerosa por todo, que ni siquiera es capaz de decir una grosería sin que se avergüence?
Reí al recordar cuando mi enamorada me contó que su mamá, horrorizada, le dijo que tenía boquita de caramelo cuando la escuchó por primera vez decir «¡Mierda!».
—La que es delicada por todo, ama las flores y...
—Ok, ok —la interrumpí—. ¿A dónde quieres llegar? —dije, impaciente.
—La Margarita que conociste de niño no ha cambiado. Aunque quizá sí. —Ladeó la cabeza y asintió con la misma—. Ahora la noto más decidida, y no es para menos. Con todo lo que ha sufrido en su matrimonio... y la relación que tiene contigo, has sido una influencia para ella, aunque yo creo que más mala que buena. —Sonrió.
—¡Oye! —alegué, ofendido. Ella rio.
—Por ejemplo, me sorprende bastante que Margarita viniera a tu cumpleaños, teniendo a su mamá encima. De chica, le tenía pánico a esa mujer. —Ada puso una cara de espanto—. Y no es para menos. Es súper dominante, tanto que ni el papá de Margarita la aguantaba y le fue infiel cuando ella era niña.
¿Infiel? ¿El padre de Margarita? ¡Esto sí que eran noticias nuevas!
Muy pocas veces, cuando yo era niño, había visto a mi suegro y desde que estaba con ella, nunca me lo había cruzado. En todos estos meses que había estado con Margarita, ella muy poco había hablado de su papá, más era sobre la relación tirante que tenía con su mamá y de lo harta que estaba cuando esta le insistía en que había hecho mal en divorciarse.
—Pero, a lo que voy es que la Margarita que conociste de niño no ha cambiado, para nada. No me equivocaría al decir que la de antes era peor que la Margarita actual; porque es obvio, antes era una adolescente, ahora ya es una mujer adulta y, más que bien, sus experiencias la han marcado.
Hice una mueca confundido.
—¿La Margarita de antes era peor que la actual? —Enarqué una ceja.
Quería hacerle saber que, la Margarita que yo recordaba era amable, tierna y generosa; en resumen, cien por ciento virtudes, que tanto me encandiló de niño, que me había sido imposible no enamorarme de ella.
Ada meneó la cabeza y sonrió muy divertida.
—Dime, ¿cuánto conociste tú de la Margarita adolescente?
—¿Cómo dices?
—Tú solo viste el lado bueno de ella, por ejemplo, el que te mostraba cuando tenía unos detallazos contigo, como regalarte cosas que nuestros papás no podían, pero a lo que voy es que tú solo conociste un lado de ella, el que te enamoró, es cierto, pero solo a la distancia, como alguien inalcanzable, nada más, ¿ok?
—Oye, ¿pero de qué me hablas? —acoté sintiéndome ofendido—, si yo hablaba con ella siempre que venía a la casa.
—Para que te quede más claro todo, yo que soy su amiga y fui inseparable con ella durante muchos años, sé que tiene sus defectos, ¿ok? Todo lo que me has contado que has vivido en tu relación con ella, más que bien, no me sorprende, enano. —Se encogió de hombros—. Para nada.
—¿Cómo así?
La miré, interrogativo. No sabía a dónde quería llegar. Pero, cuando me explicó con paciencia ciertos aspectos del pasado de Margarita, de los que recién me enteraba, me di cuenta de cuán poco la había conocido... hasta ahora.
Sabía que la mamá de mi enamorada era una mujer con mucho carácter, de esas dominantes. Todavía el recordar cuando me reencontré con ella, esa vez cuando Diana me fue a buscar a mi casa, removía en mi interior el nerviosismo de entonces. Peor todavía, la señora me había caído fatal cuando no tuvo reparos en dedicarme una mirada de reproche, en mi cumpleaños, cuando yo le conté los planes que tenía para ser músico. Cuando Margarita me contó que su mamá siempre le recriminaba por su divorcio e incluso le insinuaba que regresara con su exesposo, yo creía que era de esas señoras pesadas, que no perdían ocasión entrometerse en la vida de los demás, pero que solo ahí quedaba. ¡Cuán equivocado estaba!
Según contó la bruja, la intervención de la madre de Margarita en la vida de su hija iba mucho más allá.
Si bien Margarita era muy apegada a la religión y a la iglesia, cuando se integró como catequista para los niños de la Primera Comunión, en su adolescencia, fue a instancias de su mamá. Mi enamorada, como cualquier chiquilla de entonces, quiso tener los fines de semana —días en que se impartía la catequesis— para sí. Mas, no fue hasta que la señora estuvo insistiéndole sin cesar, incluso con amenazarle con no salir los fines de semana durante todo un año, «si era que no cumplía con la tradición familiar».
Margarita vino llorando a mi casa para consultarle a Ada qué era lo que debía hacer. Justo ese año coincidía con su último grado de secundaria, por lo que los estudiantes tenían muchos festivales, reuniones y actividades con sus compañeros, y ella no quería perdérselos; así que su madre, al amenazarla, sabía que tenía la sartén bajo el mango. ¡Qué desgraciada!
—Al verla así, no tuve más remedio que decirle que aceptara. —Mi hermana hizo una mueca de resignación—. Incluso, se me pasó por la mente ofrecerme a mí también para ser catequista y acompañarla, pero... los niños y yo... —Me sacó la lengua—. ¡No nos llevamos bien! Al contrario de ella contigo.
Me golpeó la cabeza, agarrándome desprevenido.
—¡Oye, no te pases!
Ella se carcajeó. Se acomodó una de las almohadas entre sus brazos y continuó con su relato. Y ahí me enteré de que la intervención de la mamá de Margarita en la vida de su hija no se había ceñido solo a eso.
En la secundaria, a mi enamorada le gustó un chico de color. Pero, siendo que la madre de Margarita era una estirada de mierda, le prohibió que se juntase con él. Y aunque su hija no concretó nada con el chico, a escondidas se encontraba con él para comer y pasear. Justo una vez que su mamá los vio caminando la calle, la señora se volvió loca. No tuvo reparos en enfrentar a Margarita a la vista de todos, gritarle, insultarle e incluso pegarle, y amenazar al chico con denunciarlo en la comisaría por robo, si era que volvía a acercársele.
—Pucha, nos salió racista la tipa —dije, indignado—. ¡Es ridículo!
Mi hermana sonrió a manera de ironía.
—En este país, ya ves. —Se encogió de hombros—. Todavía recuerdo una mañana que vino Margarita al colegio, con la cara llena de rasguños. Todos nos preocupamos. Le dijo a la profesora que le habían robado, pero a mí me confesó en el baño llorando lo que en verdad había pasado.
Moví la cabeza, enojado. La sangre me hervía. ¿Cómo podía Margarita dejar que su madre tratase de esa manera?
—¡¿Es que Margarita es cojuda?! —grité.
Ada pestañeó varias veces.
—¿De verdad piensas así de ella?
—¿Qué cosa?
—Que es tonta, o bueno... cojuda. Primera vez que te oigo expresarte así de ella —respondió, sorprendida.
Me rasqué el cuello, poco convencido.
—Lo acabo de pensar cuando me contaste lo que le pasó con ese chico. —Me arreglé una trenza detrás de la oreja—. ¿Lo dije en voz alta? —Ella asintió—. Se me escapó. Pero es que... —me llevé las manos a la frente—, ¿cómo puede dejarse tratar así por su mamá? —Sacudí con la cabeza—. ¡Simplemente no lo entiendo!
—Y eso que no he terminado de contarte todo —dijo con el ceño fruncido.
—¿Ah?
Y ahí la bruja siguió contándome aspectos del pasado de Margarita que desconocía.
Al terminar la secundaria, mi enamorada quiso estudiar música. Eso ya me lo había contado Margarita, mas lo que yo no me había enterado era de los pormenores de la reacción de su mamá al respecto.
Cuando su hija se lo propuso, la señora se puso una energúmena. La haló de los pelos y la amenazó con botarla de la casa, si era que decidía estudiar una carrera que «no fuese digna de su familia». Esa tarde, Margarita fue llorando adonde mi hermana para buscar consejo y consuelo. Ada la animó a que la enfrentara, que buscara un trabajo part time para costearse los estudios y buscase el apoyo de su papá, pero estos consejos cayeron en saco roto. Ella le tenía tanto miedo a su madre, que simplemente tuvo que hacer lo que le ordenaba, lo quisiera o no.
—¿Y su papá no podía contradecir a su esposa? —pregunté, indignado—. Quiero decir, era su hija también, ¿sí? ¿Cómo podía permitir que la tratara de esa manera? —pregunté moviendo los brazos, como si tuviera al padre de Margarita delante de mí y le estuviera reclamando—. ¿Acaso no podía imponer orden en su casa y hacer que su mujer respetara a su hija? Si nuestro viejo, a veces cuando grita, en una mamá le tiene miedo.
Ada soltó una pequeña risa.
—Ay, Lucho, él no es como nuestro viejito. Y más cuando tiene semejante rabo de paja. —Hizo una mueca de decepción.
—Si te refieres a que le fue infiel a la vieja esa... —Sacudí la cabeza, fastidiado—. Con ese carácter de mierda que tiene, lo comprendo; hasta yo lo hubiera hecho.
Ella me dedicó una mirada de decepción.
—¿Le hubieras sido infiel a Margarita?
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