✿ Capítulo 29 ✿


Margarita

Abrí mis ojos de par en par. Ok, no era que esperara que me confirmase que estuviera embarazada, o quizá sí, pero no por los buenos motivos (todavía la sombra de los celos de aquella noche me embargaba de cuando en cuando). Había leído que mi retraso podría deberse a varios motivos: estrés, cambios hormonales y demás. Sea el que fuera, no debía significar gran cosa del que yo debiera preocuparme.

—Entonces —contesté—, es una falsa alarma, ¿no? Nada de qué preocuparse. —Sonreí tratando de mostrar una falsa calma.

Ella sacudió la cabeza, ¿con lástima?

—Ese es el problema, Margarita.

—¿Qué quiere decir?

—Sí, debes preocuparte.

La doctora inclinó su cabeza hacia mí. Su semblante jovial desapareció para dar paso a uno serio. ¡Esto no me gustaba nada!

Toda mi cabeza me sudaba sobremanera. Apoyé mis manos sobre mis rodillas para secarlas con mi vestido. Todo mi cuerpo temblaba.

—Los niveles de hierro en tu sangre —prosiguió mientras volvía a revisar los papeles que tenía delante de sí— son muy bajos, así como los de vitamina B-12, de folato y de cobre. Los análisis me indican que tienes anemia, ¡por Dios! —Tragué saliva—. ¿Te alimentas bien? —Me miró con preocupación—. Estás muy delgada para tu edad y tu tamaño.

—Bue... bueno, lo normal diría yo. La verdad es que yo... —Ladeé la cabeza, avergonzada.

—¿Sí? —Movió la cabeza para animarme a continuar.

—La verdad es que no le presto mucha atención a mi alimentación.

—¿Te alimentas cinco veces al día?

—¿Cinco? —dije, boquiabierta.

—Por lo menos ¿comes tu desayuno, almuerzo y cena?

—Bueno, me despierto con la hora justa para cambiarme e ir a trabajar. A veces, cuando me muero de sueño, solo me tomo un café en el camino y ya está.

—¿Qué hay sobre tu almuerzo y cena?

—Hay días en que me salto el descanso porque prefiero quedarme a trabajar. Me concentro mejor sin el ruido de la oficina.

Ella movió la cabeza con desaprobación.

—Entonces, ¿nunca almuerzas tampoco?

—¡No, nada que ver! —me apresuré en aclarar—. Hay veces que sí.

—¿Y qué comes?

—Ensalada... frutas... Algo que no sea tan pesado para mi estómago y me dé ganas de siesta en la tarde. Usted sabe, necesito mantenerme con mis cinco sentidos hasta la salida.

—¿Y de cena?

Me encogí de hombros.

—Cuando me acuerdo de comer, pues... —respondí sin pensarlo mucho. Al darme cuenta de que mi sinceridad me había ganado, mis ojos se toparon con la mirada de reproche de la doctora—. Un yogur o una fruta. ¡Es que a veces llego tan cansada del trabajo, que solo me apetece echarme en mi cama, taparme y ver televisión hasta el día siguiente! —exclamé y moví mis brazos tratando de sonar convincente, pero no fue así.

La ginecóloga seguía mirándome con desaprobación. De pronto, se alzó y se dirigió a una pequeña gaveta. Sacó unos papeles del primer cajón de aquel y me los hizo llegar.

—Mira, debes hacer unos cambios en tu alimentación con urgencia. Aquí tienes una tabla que...

Me dio una detallada explicación sobre qué valor de hierro tenía cada alimento, cuáles debía potenciar y cuáles reducir en mi consumo diario; lo mismo para la vitamina B12, folato y cobre. Finalmente, me recetó un suplemento de hierro y demás en los que tenía deficiencia alimenticia, no sin antes decirme que quería verme en tres meses, previos unos nuevos análisis de sangre que debía hacerme para monitorear cómo iba.

Cuando la doctora Arévalo se cruzó de brazos y su mirada de reproche se relajó, aguardé a que me dijera algo más. Sin embargo, no fue así. ¿Eso era todo?

—Eso es todo —habló, como si me leyera el pensamiento—. ¿Algo más en lo que te pueda ayudar, Margarita?

—Bueno...

—Dime.

—Es que usted dijo que yo tenía algo de lo que sí debía preocuparme.

—¡Pero claro! Si no te cuidas ahora, tu anemia puede empeorar a futuro. Hay anemias que son mortales, pero no queremos llegar a esos extremos, ¿verdad?

—Claro —contesté frunciendo el ceño.

Indecisa, me levanté de la silla. Aun cuando sabía que mi cita médica se había terminado, tenía una espinilla clavada: su diagnóstico no terminaba por convencerme.

Ok, no era que esperara que me dijera que yo tenía una enfermedad grave, menos que me quedaba poco tiempo de vida, a pesar del ataque de ansiedad que había tenido antes (¿hasta cuándo dejaría de ser yo tan dramática?). Pero no sé... después de las decenas de causas que había visto en internet, en mi búsqueda de torturarme en un autodiagnóstico, algo tan «simple» como la falta de hierro y demás no me parecían tan importante.

Poco convencida, le pregunté de nuevo si eso era todo. Con una paciencia infinita, la médico me confirmó que así era, no sin antes que esperaba con optimismo que mi salud mejorara cuando me volviera a ver. Finalmente, me deseó buenas tardes y me pidió que, antes de salir, dejara la puerta entreabierta para su siguiente paciente.

Como un autómata, la obedecí. Pero, antes de tomar la perilla de la puerta, una mecha se prendió en mi mente: un recuerdo en el que no había reparado esa tarde.

—Doctora...

—¿Sí, Margarita?

—¿Y si yo tuviera problemas de fertilidad...?

Ella pestañeó varias veces sus ojos, confundida.

—¿Y si a eso se debiera que no me ha venido la regla? —añadí.

—¿De dónde sacas esas sospechas? ¿Te lo diagnosticó tu anterior ginecóloga? —Digitó varias veces y miró en la pantalla de su computadora—. Pero aquí no veo nada de eso.w

Sacudí la cabeza.

—No es eso. —De inmediato, cerré la puerta. Rápido, volví a sentarme en la silla, de donde antes me había levantado—. Lo que ocurre es que...

Tragué saliva mientras me rascaba el antebrazo. Me costaba mucho exteriorizar mis peores temores.

Ella entrelazó sus dedos y ladeó su cabeza. Al cruzarme con su comprensiva mirada, me envalentoné para contarle aquello que me había estado carcomiendo durante las últimas semanas.

—Si quieres, podemos hacerte otros exámenes, pero ahora mismo no veo nada que nos haga sospechar que sufras de infertilidad.

—¡¿Entonces por qué mi exmarido, en tan poco tiempo con su enamorada, estuvo a punto de ser papá?!

La doctora Arévalo entrelazó sus dedos. Cuando le conté que con César intentamos tener un hijo durante los cuatro años de nuestro matrimonio, me miró, pensativa.

—Se podría deber a muchos factores, Margarita, pero eso no es un indicativo de que sufras de infertilidad.

—¡¿Entonces?! —pregunté, muy ansiosa, casi gritando.

La ginecóloga frunció el ceño. Era obvio que yo debía contenerme y no hablarle de esa forma, pero ya no podía más. La espina de que algo más me ocurría, y que ella no lo había detectado, no se me iba de la mente y el corazón.

—Como tu médico, debo ser prudente y no adelantarte cualquier diagnóstico, si es que no observo algún síntoma de ello.

—¡Si estuviera la doctora Castillo, me sentiría más tranquila! —acoté sin pensarlo mucho. Me refería a quien fue mi ginecóloga hasta hacía unos meses, antes de que dejara de trabajar en la clínica para irse al extranjero a hacer una maestría.

Rápido, me tapé la boca. Era obvio que yo me hubiera sentido más reconfortada si me hubiera atendido la ginecóloga que me vio durante años, pero eso no significaba que debiera hacérselo saber a su reemplazo, menos de esa manera.

Avergonzada, me desviví en disculparme. Como era de esperar, el rostro de ella se tensó con lo que dijo a continuación:

—Entiendo que puede ser difícil confiar en una nueva profesional, más si soy tan joven como yo... —acotó, muy seria.

—¡No, nada que ver!

—Pero si no te fías de lo que te digo, puedes pedir una segunda opinión sin problema alguno.

Avergonzada, asentí varias veces a todo lo que me decía al tiempo que volví a disculparme. ¡Dios santo! No sabía en dónde esconder mi cara de vergüenza.

Ya cuando salí del consultorio, me apoyé en la puerta y resoplé profundo. Ayyy, ¡Luis me había contagiado su poco tino para hablar!

Cuando llegué a mi departamento, la sugerencia que me había dado la doctora no se me iba de la mente.

¡Ojalá que mi anterior ginecóloga no se hubiera ido al extranjero! Por muy amable que hubiera sido la doctora Arévalo conmigo en las dos veces que me atendió, incluida la cita de hoy, el snobismo de siempre acudir a profesionales con un gran currículo a cuestas era otra de las cosas de las que me había mal contagiado, pero ahora por parte de mi madre.

Sacudí la cabeza cuando me di cuenta de que yo era tan influenciable como una adolescente. No obstante, la médico tenía razón: yo tenía todo el derecho de pedir una segunda opinión médica, y más si mi estabilidad emocional dependía de ello.

Ya no quería volver a pasar por aquel episodio de ansiedad de esa tarde. ¿Lo malo? Es que no sabía a quién acudir. De nuevo mi inclinación por solo acudir a doctores que fueran de mi más absoluta confianza hacía su aparición.

Mientras me hallaba viendo el perfil de Facebook de la doctora Castillo, en donde se veía sus últimas fotos de su estadía en Madrid, y a quien había pensado en escribirle para pedirle una ginecóloga que me recomendara, mi celular sonó.

Como me hallaba aún distraída, no me di cuenta de quién se encontraba a través del hilo teléfonico:

—Margarita,soy yo, Luis. —Su voz sonaba preocupada—. Necesito hablar contigo. ¡Esimportante!

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