✿ Capítulo 28 ✿
Margarita
Pasaron un par de semanas. Luis y yo no nos habíamos comunicado. A pesar de mi tristeza por extrañarlo, aunque los nervios me estuvieran carcomiendo, encaré lo que debía hacer: tenía que confirmar si estaba embarazada o no.
Mi doctora de cabecera me había visto hacía unos días. Al contarle que no me venía la regla hacía semanas y que el test casero de embarazo salió negativo, ella me derivó donde la ginecóloga a su vez que me mandó a hacerme unos exámenes, cuyos resultados me darían ese viernes en la tarde.
Y ahí me hallaba: en la sala de espera de la clínica. La recepcionista nos había informado a los pacientes que la ginecóloga llamó y que se iba a demorar por una operación en otro hospital, con las disculpas del caso.
—Ojalá que la espera a la doctora no sea tanta —dijo un hombre a la recepcionista. Él tenía un semblante jovial—. Pero si es una agradable espera como la de mi esposa —señaló con su mano a una mujer que estaba sentada frente a mí—, no me importaría que se demorara.
—¡Qué exagerado! —lo interrumpió la recepcionista mientras sonreía—. ¿Cuánto tiempo tiene su esposa?
—Le faltan tres meses para dar a luz.
—No creo que la doctora Arévalo tarde en llegar —acotó la recepcionista.
El señor fue donde su mujer y la cogió del brazo. Ella se levantó asombrada. Él hizo el ademán de hacerla girar en una vuelta, como si estuvieran bailando un vals. Finalmente, le estampó un beso en la frente y dijo en voz alta: «Voy a ser padre de una mujercita».
Todos en la sala se echaron sonreír.
Todos a excepción de una persona.
Todos a excepción de mí, que estaba ahí, clavada como un iceberg en el pequeño sofá del living, y a quien la espera se le hacía interminable.
Luego del breve espectáculo, la joven pareja se sentó frente a mí. Él estaba de lo más feliz, revisando un papel de lo que parecía ser una ecografía. Hubo un momento en el que hombre le hablaba a su bebé en la barriga de ella, aunque yo no oía lo que le decía. La cara de bobo que ponía hubiera hecho reír a cualquiera, como a su mujer —que se tapó la boca con la mano para evitar reírse— y a la recepcionista —que veía divertida aquella escena, pero esto me provocaba algo muy distinto.
No podía evitar contemplar a aquel hombre y compararlo con Luis. Aquel estaba tan alegre, tan risueño e ilusionado. En cambio, cada vez que yo lo miraba, solo podía recordar lo sucedido aquella tarde: en donde Luis se mostró tan intolerante, tan incomprensivo, tan... distinto al que había conocido el día que nos reencontramos.
¡Yo debía de estar en la clínica con Luis, como aquella feliz mujer, no como me encontraba ahora, solo acompañada por mis temores e incertidumbre!
Experimenté un gran nudo en la garganta. Era como si una gran fuerza me obligara a expulsar los sentimientos que había tenido durante estos últimos días. Pero no lloraría, ya suficiente lo había hecho sola, cada noche en mi casa desde aquella triste tarde. Me había prometido a mí misma que no exteriorizaría frente a otros la angustia y soledad que me carcomían.
Por algún motivo que no comprendía, desde que me había negado a derramar lágrima alguna delante de Luis, algo en mí había cambiado.
No quería mostrar mi debilidad frente a otros, menos a desconocidos. Así me mantuve, impasible frente a mis sentimientos que querían salir a flote. No obstante, en más de una ocasión estuve a punto de flaquear, tanto que comencé a morderme el labio inferior y a tragar saliva, para así ordenar a mi cuerpo a mantener las apariencias.
Para ayudar a que mi mente se distrajera, volteé mi cabeza a la izquierda. Me topé con una joven, a quien no le había detenido en prestarle mucho detalle... hasta ahora.
Ella a cada rato cogía las revistas que estaban encima de la mesa frente a nosotras. Su pinta se resumía en estrafalaria, en especial, sus botas marcas Caterpillar me recordaron a Luis.
—Cuánto está demorando la doctora, ¿no? —Miró su reloj de muñeca.
—Sí —respondí. Cuando me di cuenta, estaba moviendo mi dedo derecho sobre mi rodilla en señal de impaciencia—. A ver cuánto tarda.
—Yo ya quiero que me digan el resultado de mis exámenes.
—Estamos igual. Me hice un análisis de sangre y una ecografía el otro día. Hoy me darán los resultados. —Me levanté de mi silla—. Voy a ver qué pasa.
Me dirigí donde la recepcionista para que confirmase cuándo llegaba la doctora. Según nos había contado, la ginecóloga le dijo que en diez minutos llegaba.
Cuando volví a mi asiento, un «¡Oh, qué lindo mi niña!» se escuchó al otro lado. La chica y yo dirigimos la mirada hacia la feliz pareja. Ella frunció el ceño.
—¡Qué envidia me dan! —Sus ojos se arrugaron.
Ella esbozó una triste sonrisa. Su mano le temblaba al agarrar una de las revistas que tenía encima de sus rodillas. Sus ojos, a pesar de estar enmarcados por sus sombras oscuras del maquillaje, destilaban un pequeño brillo.
Ahora que lo pensaba bien, ella estaba tan sola como yo. ¿Estaría en mi misma situación?
De pronto, algo dentro de mí se removió. Todo empezó a darme vueltas. Me quedé paralizada. Un sudor frío me recorría por todos lados. La mujer que estaba a mi lado ya no era aquella con la que había hablado minutos antes, era... era... ¡¿Era yo misma?! ¡¿Cómo era posible esto?!
Meneé la cabeza y me restregué los ojos. Traté de respirar profundo. Los nervios por la tensa espera me debían de estar jugando una mala pasada.
Cuando volví a mirarla bien, ella seguía a mi lado. Tenía la mirada acongojada mientras limpiaba sus lágrimas que empapaban la revista que tenía. Mi mano, que antes se quedó estática, al fin reaccionó, pero algo cambió.
Llegué a una cruel conclusión: si la doctora me confirmaba que estaba embarazada, yo estaría sola como esa chica. Y si fuera así, ¿quién me reconfortaría?
Nadie.
No tenía a Luis para que me apoyara. Él ya me había demostrado su inmadurez para estos temas. Mis papás, en especial mi mamá, seguro que me darían la espalda. Ada me reprocharía el haberme metido con su hermano a sus espaldas. Paula, de quien no había sabido nada desde su boda, estaría más enfrascada en sus problemas maritales y fraternales. Mis amigas del trabajo, si bien hablábamos de temas varios, con ninguna yo sentía que tenía la suficiente confianza para que fueran mi soporte en un momento como este.
Mi mano, poco a poco, en una toma de cámara lenta y sintiéndola más pesado que un plomo, volvió a su lugar inicial.
¡Yo no estaba en posición de poder ayudar a esa jovencita! Me sentía tan o más miserable que ella. En tal caso, si le daba mi mano, sería para apoyarla en su hombro, no para hacerle más liviana la pena. Lo más probable era que ambas nos pusiéramos a llorar y captaríamos la atención de los presentes.
Sentí que algo taladraba mi cabeza. Mi cuerpo caía de forma imaginaria, por toda la carga que tenía sobre mí desde hacía días atrás.
En ese instante, algo me sacó de mis cavilaciones. Mi ginecóloga, por fin había llegado. Vi que ella conversaba con la recepcionista, la que le acercó un expediente, que seguro sería la historia clínica de uno de sus pacientes. Pero, sin saber por qué, lo que yo veía en esos momentos comenzó a hacérseme borroso, como extrañas figuras provenientes de alguna película de terror.
Sacudí la cabeza. Cerré mis ojos y traté de limpiármelos. Creía que algo se me había metido en ellos. Cuando los abrí para ver con mejor claridad, ya tenía a la doctora cerca de mí. Ella saludaba a la pareja de esposos al tiempo que les dedicaba una amplia sonrisa. Mientras tanto, observé de reojo a la joven de al lado. Esta se había repuesto de su tristeza y esbozó una leve sonrisa cuando se dio cuenta de que yo la miraba. Traté de hacer lo mismo para devolverle el gesto, pero mi rostro no me respondía. Y en menos de lo que cantaba un gallo, ya tenía a la doctora encima:
—Buenas tardes —dijo la doctora con amabilidad—. Perdón por la demora, Aixa —movió su rostro en dirección de la chica—; Margarita —hizo lo propio conmigo—. Tuve que hacerme cargo de una emergencia.
—No se preocupe, doctora —replicó la chica—. Entendemos.
Asentí con la cabeza para adherirme a lo que Aixa decía. No me sentía aún con fuerzas para sostener una conversación coherente. La cabeza seguía dándome vueltas, como un trompo lanzado a cien kilómetros por hora. Mi respiración se aceleraba al tiempo que mi pecho se agitaba.
La ginecóloga le preguntó a Aixa si había estado alimentándose bien. Por ahí oí unas risas de la pareja feliz. A esto le siguieron otras voces, pero ahora ininteligibles. Mis oídos me zumbaban tanto, que su sonido se adueñó de lo que ocurría a mi alrededor. Todo comenzó a verse borroso. De pronto, alguien tocó mi hombro izquierdo, provocando que me sobresaltara.
—Margarita —dijo la doctora—, tú eres la primera —continuó. Ella hizo un movimiento de la cabeza para que la siguiera y se dirigió a su consultorio.
Cuando me levanté para ir donde ella, algo me detuvo. El suelo a mi alrededor eran ondas marinas, que azuzaban sin parar, llevándome con ellas como un remolino que tragaba sin piedad todo a su paso.
—¿Te sientes bien? —preguntó Aixa.
Volteé a verla e intenté sonreírle. Ella se me quedó observando como si tuviera una gran incógnita pintada en su rostro.
Con mucho esfuerzo, di unos cuantos paso hacia donde la doctora se había adentrado. Cuando yo ya estaba dispuesta a coger la perilla de la puerta del consultorio, mi mano sudorosa no me respondía. Era como si una fuerza sobrehumana me impidiera hacerlo. Al bajar la vista hacia aquella, por inercia, vi que me temblaba. En ese instante, la puerta del consultorio se abrió y la doctora Arévalo me recibió muy sonriente:
—Margarita, ¿por qué no has entrado? Pasa, te estoy esperando. Asentí, lento, mientras una gota de sudor caía de mi nariz a mis labios—. Toma asiento, por favor —dijo mientras se acomodaba en su silla y observaba unos documentos, que con seguridad serían los resultados de mis exámenes.
De manera torpe, la obedecí. Luego de sentarme, estrujé mis manos sobre mi vestido y me percaté de que estos sudaban de manera copiosa.
—¿Y...? ¿Y bien? ¿Qué me tiene que decir, doctora?
Ella inclinó su cabeza hacia mí. Su semblante jovial desapareció por completo. ¡Dios mío, esto no me gustaba nada!
Tragué saliva con dificultad. La garganta me ardía.
—Bueno, es difícil lo que te tengo que decir... —La doctora movió unos papeles de las ecografías para verlos de nuevo—. Podría pedir una segunda opinión a una colega, pero por ahora no me cabe duda. —Frunció el ceño.
—¿Qué me quiere decir? —pregunté con mi corazón palpitando a mil por hora—. ¡¿Estoy embarazada o no?!
—No —respondió mientras sacudía la cabeza.
Abrí mis ojos de par en par.
Ok, no era que esperara que me confirmase que estuviera embarazada, o quizá sí, pero no por los buenos motivos (todavía la sombra de los celos de aquella noche me embargaba de cuando en cuando). Había leído que mi retraso podría deberse a varios motivos: estrés, cambios hormonales y demás. Sea el que fuera, no debía significar gran cosa del que yo debiera preocuparme, ¿o no?
Pero... en la mirada de la doctora se veía una sombra que me congelaba. ¿Por qué me veía así? Pero ¿qué ocurría? ¿Qué me estaba pasando?
—Entonces, es una falsa alarma, ¿no? Nada de qué preocuparse. —Sonreí tratando de mostrar una falsa calma.
Ella sacudió la cabeza, ¿con lástima?
—Ese es el problema, Margarita.
—¿Qué quiere decir?
—Sí... sí hay algo de lo que debes preocuparte.
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