✿ Capítulo 21 ✿

Luis

Margarita me dio la espalda. Se dirigía a la puerta para salir, pero la interrumpí:

—¿Tienes algo para beber?

—¿Eh? —preguntó, sorprendida.

—Me ha entrado una sed espantosa. Tú sabes, es verano y uno en esta época se está deshidratando. —Hice una mueca de muerto para que mi actuación de «aparente calma» fuera más creíble.

La convencí. ¡Qué fácil era de persuadir! Ella se dirigió a la cocina mientras me preguntaba «¿Te apetece algo en especial?». Le respondí que si tenía Coca Cola con hielo, mejor.

Mientras esperaba a Margarita, me senté en el comedor. Pude escuchar cómo cortaba las naranjas para hacerse un jugo. En otras ocasiones, la hubiera abrazado por la espalda mientras la besaba por el cuello y la oreja, pero ahora no me apetecía nada. Solo quería tener el tiempo necesario para pensar y saber cómo abordar aquello que me carcomía por dentro.

De pronto, resolví levantarme. Me dirigí hacia la ventana que daba para la calle. Miré al edificio del frente. Algo llamó mi atención. Aunque por mi ubicación no veía con nitidez, distinguí en uno de los departamentos a la señora que yo había descubierto que era infiel a su marido. Eso no era todo: él estaba con ella y agitaba los brazos, exasperado; parecía que alzaba la voz.

El hombre se dio cuenta de que yo lo miraba. Con prisa, fue a la ventana y cerró las persianas, no sin mirarme con odio. Sonreí, ¡como si yo tuviese la culpa de que su mujer le fuese infiel! Sin embargo, pronto la sonrisa se me borró.

Ambos nos encontrábamos en la misma posición, de una u otra manera. A él le era imposible alzar la cabeza con dignidad debido al peso de los cuernos que yacía sobre sí. Aunque, bueno, yo había estado en una situación similar gracias a mi ex; pero, por lo menos, me enteré tiempo después. Se podría decir que aquello no contaba —mi orgullo de hombre ante todo, ¡obvio!—. Pero, todos estos pensamientos desaparecieron: que nos encontrábamos en la misma situación, aunque por motivos diversos y con idénticos resultados.

Aquí tienes tu Coca Coladijo Margarita mientras colocaba la bandeja de las bebidas encima de la mesa de la sala.

La seguí como un autómata. Me senté en el sofá frente a ella. En otra ocasión, me hubiera puesto a su lado, pero ahora, sumido en mis más vagos pensamientos, no se me antojaba hacerlo.

Al cornudo del frente su esposa lo había engañado durante meses, quizá años. A mí, si hacía cuentas, Margarita había me mentido durante semanas.

No sabía cuándo exactamente podría haberse quedado embarazada. Pero, si hacía memoria, no le había visto indicios de tener la regla en las semanas previas. La última menstruación que le recordaba había sido en noviembre... y había sido tan dolorosa como de costumbre.

Ella colocó tres cubos de hielo a su bebida. La contemplé con atención mientras daba un sorbo a su vaso. Me sonrió como si nada malo ocurriese. Meneé la cabeza. Cambié mi vista hacia un lado mientras mi cuerpo se tensaba.

¡Todo había sido tan obvio desde el principio! Margarita no había tenido dolores por su regla en los últimos dos meses. Desde entonces, tomaba bebidas heladas sin inconveniente. Era imposible que, durante estas semanas no le viniese su período sin una buena razón de por medio.

¿Cómo no me había dado cuenta? ¡Había sido un idiota! De pronto, la rabia que se había disipado brevemente volvió a mí y ahora más que antes.

Yo debía afrontar esta situación de una vez. Poco me importaba lo que le afectase a Margarita, si yo no tenía el tino debido para hablarle. Más era la desazón que sentía al descubrir que me había estado mintiendo por días o quizá meses. Y yo, como un idiota, creyendo en un principio que solo era un retraso.

Margarita

—Últimamente tomas cosas muy heladas.

Yo bebí de mi jugo. Alcé mi cabeza para verlo mejor. Luis estaba cabizbajo. Había estado callado por un rato, lo cual me tuvo en vilo. Y cuando, finalmente, habló, me salía con eso y me desencajó bastante.

Luis movía lentamente su vaso. Estaba jugando con los cubos de hielos, como esperando a que aquellos se disolvieran en su gaseosa.

—Bueno —acoté—, estamos en verano, ¿no?

—Sí —contestó—. Pero el verano para ti empezó hace meses atrás.

Enarqué la ceja. ¿Hacía meses atrás? Pero si apenas estábamos en la quincena de enero.

—Según tengo entendido, el verano empezó el veintitrés de diciembre —le observé mientras trataba de descifrar su juego de palabras.

A veces Luis decía algunas cosas, medio en broma, medio en serio. No sabía si ahora era una de esas veces, pero si así era, no comprendía a qué se refería. Los nervios me estaban cobrando factura y no me permitían acompañarlo en su típico jueguito de bromas tontas para reírnos de todo y de nada.

—Te equivocas. Estás atrasada con la fecha.

Algo en mi interior crujió.

El énfasis que puso en la palabra «atrasada» no me gustó. Todo mi cuerpo se escarapeló. Dejé mi vaso sobre de la mesita de la sala, para que no se resbalase de mis manos y se rompiera en mil pedazos.

«Tranquilízate», pensé. Tragué saliva.

Miré a Luis. Seguía jugando con los cubos de hielo. Parecía estar obsesionado por ver cómo uno de ellos, el más grande, chocaba con los otros dos más pequeños que lo acompañaban. Aunque me pareció que su rostro se tensaba, este pensamiento desapareció. Él se veía entretenido cuando uno de los tres cubos, al fin, terminó por disolverse en la bebida.

—El verano comienza el veintiuno de diciembre —agregó. Me sonrió.

Respiré con intensidad.

Mi conciencia me estaba jugando una mala pasada. Nada en Luis parecía demostrar que estuviese fastidiado o molesto. Era el mismo chico travieso que me divertía cuando se entretenía en cosas tan insignificantes como los cubos de hielo. Era mi sentimiento de culpa el que me estaba torturando y me hacía ver reproches o evidencias en donde no había nada.

De improviso, Luis dejó de sonreír y me sostuvo la mirada. Mi estómago se retorció. Experimenté un sudor frío por todo mi cuerpo. Su mirada, a diferencia de antes que había estado relajada como siempre, atravesaba mi alma. Sus grandes ojos marrones, que normalmente despedían un brillo cuando me contemplaban, ahora estaban sin vida alguna.

¿Por qué me veía de ese modo? ¿Se habría enojado porque yo no sabía cuándo empezaba el verano? ¿O quizá era...? ¡Ay, Dios mío! ¡No...!

Él dejó su vaso a un lado y se paró. Me miró de reojo, con una expresión muy seria, para luego dame la espalda. Puso sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón, algo inusual. Se quedó contemplando el edificio del frente.

Desde que había salido del baño, Luis estaba distinto, muy distinto. Me había dado la sensación de que estaba distante, frío, y lo peor de todo... tenso, a pesar de que trató de esbozar una sonrisa antes de atravesarme con sus profundos ojos. Nada de lo que estaba ocurriendo me daba buena espina, nada.

Yo tenía los músculos tensos. Me toqué mi hombro izquierdo para tratar de darme un masaje para sentirme mejor, pero fue en vano. Por más que lo intentara, mi cuerpo estaba más rígido que una roca.

El pulso de mi corazón era tan intenso, que era el único ruido que podía oírse, a pesar de la bulla de la calle que se filtraba a través de la ventana. Percibí que mis latidos aumentaban de tal manera que, iban a romper todo objeto frágil que hubiera en mi sala.

Mi vista chocó con el cubo de hielo del vaso de Luis, aquel que había sobrevivido a su juego de antes. Contemplé cómo aquel aún no quería disolverse dentro de la Coca Cola...

—¡¿Por qué no me lo dijiste?! —Luis volteó a verme, atravesándome con sus ojos.

—¿Cómo? —pregunté, todavía sin saber a qué se refería.

Cogió su mano izquierda, la metió en su bolsillo y sacó un objeto de color rosado. A medida que se asomaba más, se mostraba tal cual era: ¡la caja del test de embarazo!

Oí un sonido imaginario de vidrios quebrándose en mil pedazos. Mi vista, la cual no era capaz de observar a los fríos ojos con los que Luis me miraba, se desvió para toparse con el cubo de hielo de antes. Este, finalmente, daba su batalla por perdida y se desvanecía en la bebida negra. Era como yo, que tenía ganas de disolverme en lo más profundo de mi mar negro de mentiras y de traiciones que yo había creado.

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