✿ Capítulo 2 [Primera Parte] ✿

Margarita

El día de mi última conversación con Luis, me sentí morir. Sabía que él era muy apegado a este tipo de celebraciones. Cuando era niño, hacía la cuenta regresiva en el calendario que adornaba la puerta de su casa. Se ilusionaba muchísimo preguntando a los mayores, yo incluida, qué era lo que le íbamos a regalar para su cumpleaños. Al recordar esto, el pesar de saber que no estaría junto a mi enamorado en su cumpleaños se incrementó.

Cuando mamá volvió a casa, luego de yo hablar con Luis, me preguntó qué me pasaba, ya que yo estaba llorando. Le inventé cualquier excusa, mas no se lo tragó. Esa noche, continuó con sus preguntas. Aún no sabía cómo, pero hice un gran esfuerzo para aparentar que todo estaba bien.

Durante todo este tiempo de «cuidado materno», yo no había tenido oportunidad de comunicarme con Luis. Desde que mamá se había mudado conmigo, ella no había salido de casa, ya que había hecho todas las compras necesarias; quería acompañarme y cuidarme en todo momento. Si bien era un gesto noble de su parte, me provocó una ansiedad tal por no poder sacármela de encima. Y así fue hasta que llegó el día del cumpleaños de mi enamorado.

Cuando el reloj de mi sala marcaba las 18:00 horas., la desesperación me carcomía. La noche se asomaba y no había oportunidad de poder felicitar a Luis.

Con la ansiedad embargándome, se me ocurrió una salida. Fingiría que me dolían los ovarios y le diría que necesitaba unas pastillas con urgencia. Así, obligaría a mamá a ir a una farmacia, con los preciosos minutos de libertad que aquellos significaban para comunicarme con Luis. Pero, mi plan se torció.

—Si te sientes tan mal, debo llevarte a la clínica urgentemente —dijo mamá mientras tomaba las llaves de mi departamento. ¡Dios santo!

—¡No exageres! —acoté—. Con que tome algo, se me pasará.

—No. Estás que te retuerces de dolor. Debe verte el doctor.

—En serio, por favor, solo necesito una pastilla. ¿Puedes comprármela?

—Nada de eso, te llevo a la clínica ahora. Llamaré a un taxi.

Mientras cogía el teléfono de mi sala, la desesperación me desbordó.

—Insisto. No quiero ir a la clínica.

—¿Qué dices? Lo mejor es que te ve vea un médico.

—Repito, solo necesito tomar algo para que me calme el dolor.

—Pero... —dijo mientras me miraba con ojos inquisitivos. Tragué saliva.

—¿Sabes qué, mamá? ¡Haz lo que quieras! —alcé la voz mientras movía mi silla de ruedas con dirección a mi cuarto—. ¡Ya me tienes harta!

Oí que me llamaba, pero la ignoré. Cerré la puerta de mi cuarto, la cual ahogó los llamados de mi madre.

La gran pena que tenía por no poder hablar con Luis hizo que viera a mi madre como la culpable de todas mis desdichas. Y creía estar en lo cierto. Si ella no hubiera decidido mudarse conmigo, no tendría yo que hacer todo este teatro.

Ahogada en mi frustración, sentí que los ojos me ardían, pero me negué a dar mi batalla por vencida. No podía darme el lujo de llorar, porque si mamá me veía así, comenzaría a tener más sospechas de las que ya parecía. Como si me leyera la mente, ella entró a mi cuarto.

—¿Qué te pasa, hija? —dijo mientras se sentó al borde de mi cama.

La observé con desdén.

—¡Estoy cansada de que seas tan extremista con las cosas y me digas continuamente qué tengo que hacer! —grité con un nudo fuerte en la garganta.

Abrió sus ojos muy grandes, luego frunció el ceño.

—Hija...

—Siempre recordándome que te decepcioné por mi divorcio. Siempre diciendo que qué pensarán tus amistades por mi separación. Siempre diciendo que me visto provocando a los hombres... —Respiré profundo. La rabia me había desbordado por completo—. ¡Estoy harta! ¡Harta de que quieras dirigir mi vida y de que me reclames todo lo que hago con ella!

No sé qué más le dije. Ya no pensaba con claridad. Solo la irritación por saber que no podía hablar ni ver a Luis le dictaba a mi cerebro y a mi boca hablar.

—Margarita, creo que estás exagerando —dijo mientras se levantaba de la cama. La miré, interrogativa—. Solo me preocupé por ti —añadió con una expresión dolida—. Como te vi retorciéndote de dolor, creí conveniente insistir en llevarte a la clínica. Pero, si no quieres, está bien. No iremos.

—Bien —dije, algo tranquila.

—Pero, no es para que me hables en ese tono de voz. Después de todo, soy tu madre y merezco tu respeto, ¿te quedó claro? —Seguía con el ceño fruncido mientras me observaba con una mezcla de tristeza y desaprobación.

Ok, podría ser que se me hubiera pasado la mano. Pero, ya estaba harta toda esta ridícula situación. Aunque, si reflexionaba bien, mi madre no tenía la culpa de mi situación actual. Toda recaía en mí, por mi cobardía al no poder hablar de mi relación con Luis. Y era que ¡toda esta situación era tan absurda!

—Lo siento —respondí con sinceridad, ya más calmada.

Ella asintió con la cabeza, aceptando mi disculpa. En un santiamén, salió de mi cuarto. Se despidió de mí y se fue de mi casa.

Después de pasados unos breves segundos, ¡me di cuenta de la preciosa oportunidad! Rápido, fui a la sala. Cogí mi teléfono y llamé a Luis. Cuando escuché su voz, todo el mal humor que yo tenía se fue en un santiamén.

—¡Feliz cumpleaños, Luis! —chillé de la emoción.

—No oigo bien... ¿puede alzar la voz, por favor?

—¡Feliz cumpleaños! —grité.

—¡Cállense, huevones! —Se oía mucho ruido al otro lado de la línea—. Que no me dejan oír quién de todas mis fans enamoradas me está llamando.

¿Fans? ¿Se había dado cuenta Luis de que era yo quien hablaba y me estaba bromeando?

—¿Fans enamoradas? Oye, ¿qué es eso? —acoté, fastidiada.

Una carcajada, muy típica de él, sobresalió por encima de todo el murmullo que se escuchaba. Arqueé mis labios al escucharlo.

—¿Ahora me oyes bien?

—Creo que sí.

—¿Crees? —pregunté, aturdida—. ¿Sabes quién soy?

—Fulgencia Efracia Austragilda no sé qué más.

Sonreí al darme cuenta de que Luis hacía alusión al nombre ridículo con el que yo me había bautizado en una charla que tuvimos tiempo atrás.

—¡Pesado! —respondí.

Otra carcajada se oyó en el teléfono. No pude evitar reír con Luis.

—¡Feliz cumpleaños!

—Gracias, mi boquita —contestó en un tono de voz grave, entre dulce y pícaro, que hacía que me derritiese de solo escucharlo hablar.

Se oyeron silbidos, chillidos y gritos. Con mucha dificultad, pude descifrar un «Eres un pisado» y «Ya nos va a abandonar por la enamorada», los cuales me dejaban ver que Luis se encontrara en medio de una celebración. Desconocía si mi llamada era inoportuna, pero poco me importaba. No iba a conseguir otro momento para llamarlo a solas.

—¡Cállense, imbéciles! —gritó—. Espérame un rato, Margarita, mientras salgo a la calle. No puedo hablar con tranquilidad con mis amigos al lado.

Otra tanda de bulla, entre los que pude distinguir «Ohhh, cariño, no llores por mí» y «Luchito, dime que me amas, ¿sí?», con la consiguiente respuesta de mi enamorado («¡Dejen de joder, idiotas!»), me describió el divertido panorama que se daba entre él y sus amigos. Sentí ganas de ser testigo de ello.

—Ahora sí ya puedo hablar con más tranquilidad —dijo Luis.

—¿Interrumpo algo? No sabía que ibas a estar tan solicitado en tu cumpleaños. Mejor te llamo en otra ocasión para hablar con más calma, ¿ok?

—¡Qué va! Solo estoy tomando un par de cervezas con los chicos de la universidad, pero ya estábamos terminando. En mi casa me están esperando a las ocho para cenar y apagar las velas de la torta.

—¿Qué torta te van a preparar?

—No sé si te acordarás, pero siempre me ha gustado la torta de fresa para mi cumpleaños y ahora no será la excepción.

—Hoy te endulzarás de fresa entonces.

—Aunque me gustaría endulzarme de algo más.

—¿A qué te refieres? —Enarqué la ceja.

—De alguien cuyo nombre empieza con M de «Margarita».

Mis mejillas se encendieron al escucharlo.

El resto de nuestra charla distendió entre otras cosas. Me contó que, aunque había tenido ganas de no ir a clases ese día, no podía darse ese lujo, dada la proximidad de sus exámenes finales. También, en «secreto» dijo a su familia que quería le regalasen un nuevo celular. Pero, aunque sentía cierta culpa por el tema del apoyo económico que estaba recibiendo por el tema de su ex, le dio igual. Luis se permitiría esas ventajas por su cumpleaños.

A su vez, que sus amigos del grupo de rap le habían regalado, entre todos, una camiseta original de la selección peruana de fútbol. Mi enamorado se emocionó mucho, ya que no se lo esperaba.

Con esto último volví a sentirme mal. El relajo que me había provocado conversar con Luis desapareció. Me hubiera gustado darle algo por su cumpleaños, siquiera un abrazo, pero no podía regalarle nada. ¡Dios santo!

—Me gustaría que estuvieras conmigo más tarde en mi casa —dijo Luis.

Se percibía desazón en el tono de su voz. Y lo entendí porque también me sentía igual.

—Sabes que no puedo —acoté—. ¿Cómo me voy a presentar ahí? ¿Como tu enamorada? ¡Imposible! Es muy pronto para revelarlo.

—No te digo que lo confieses, ¡por Dios! Pero, no sé... busca cualquier excusa: que deseas volver a cotorrear con mi hermana porque te sientes deprimida por tu ex; que vino un ovni a secuestrarte y te llevó hasta mi casa para celebrar mi cumpleaños.

Sonreí ante lo último. ¡Solo a él se le podía ocurrir semejante cosa!

—Yo que sé —añadió—. Cualquier motivo es bueno, ¿no crees? Lo importante es que estés conmigo en un día tan especial para mí.

—No creo que esté lista. La última vez que estuve en tu casa me sentí muy incómoda, ¿recuerdas?

—Pero eso fue porque estaba Diana. Ahora todo es distinto.

—Lo sé, pero...

—Si estuvieras conmigo ahora, ¡sería el hombre más feliz del mundo! Y no me importaría no verte hasta dentro de unos días, cuando mi suegra se vaya de la «cueva».

De pronto, escuché pasos cerca del pasadizo. Podrían ser de un vecino o de mi madre. Fuera cualquiera de las dos opciones, no podía darme el lujo de averiguarlo y de ser atrapada hablando con mi enamorado.

—Luis, tengo que colgar.

—¿No vas a ir a mi casa? —preguntó, molesto.

—Lo siento. No creo que pueda.

—¿Ni aún en mi cumpleaños? —dijo, triste.

—Discúlpame, por favor —respondí con mucho pesar.

En ese instante, sentí que la puerta de mi departamento se abría.

—Adiós —hablé muy rápido.

Sin esperar la respuesta de Luis, corté la llamada. Tenía miedo de que mamá hubiera oído algo de mi conversación, que me pusiera en aprietos.

—¿Con quién hablabas? —me cuestionó mamá luego de cerrar la puerta. Se acercó y me entregó unas pequeñas pastillas de color rosado—. No sabía cuál es la que tomas, pero le pregunté a la enfermera. Me dijo que estas suelen ser muy efectivas para los dolores premenstruales.

—Gracias —dije mientras cogía las pastillas.

—Y, ¿con quién conversabas?

¡Otra vez con su curiosidad!

—Con nadie en especial. Estaba llamando... —Quería pensar bien con qué me justificaría ahora, pero no se me ocurría nada. Luego, desde donde yo estaba se podía ver la cocina, así que mis labios dijeron lo primero que pudieron soltar—.... al servicio de venta de balones de gas. Estaba hablando justo con el encargado del despacho y envío.

—¿Y con él te tuteas? ¿Y te disculpas? ¿Por qué?

Su mirada incrédula me hizo tragar saliva.

¿El gas? ¡¿Cómo se me podía ocurrir semejante tontería?! ¿Mamá se tragaría semejante cuento? Sus ojos entornados y su frente arrugada parecían responderme que no. ¡Dios santo!




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