✿ Capítulo 13 ✿
Luis
Cuando le dije a Margarita que su amiga había venido, se levantó de forma abrupta de su cómodo descanso.
—¡¿PAULA?! —preguntó al tiempo que abría ampliamente sus ojos.
Su pelo parecía el resultado de un electrocutamiento. ¡Qué linda se veía así recién despierta!
—¿Ella no era quien se iba a casar ayer? —dije, incrédulo.
Todavía no estaba convencido de lo que había visto. Pero, si hacía memoria, la mujer que había avistado era la misma pelirroja que nos había interrumpido semanas atrás, cuando Margarita y yo estábamos discutiendo en la calle.
—Una bajita —añadí—, un poco subida de peso, con los ojos achinados, de pelo rojizo, que me recordaba a Magaly Medina(1) por lo chismosa y entrometida que era.
—Pero... ¿estás seguro de que es ella? —indicó mientras se recogía el pelo con una liga. Se acomodó para subir a su silla de ruedas, que estaba al costado de su cama.
—Todavía recuerdo que parecía divertirle mucho nuestra pelea de esa vez, ¿te acuerdas? —Ella asintió—. ¿A qué se dedica?
—Es secretaria en una empresa de fabricación de productos lácteos o algo así.
—¿En serio? Pensé que era periodista de espectáculos del Trome(2).
Soltó una carcajada. Luego me pidió que la ayudara a vestirse. Cuando le alcancé el intercomunicador para que confirmara por sí misma que su amiga la buscaba, parecía que alguien estaba gritando a través de aquél.
—Maggi, ¡ábreme, por favor! ¡Necesito hablar contigo! —Oí con nitidez.
De manera imaginaria, observé que los tímpanos de Margarita salían despedazados de sus oídos e iban a parar al suelo, con una mancha de sangre sobre él. ¡Caray! ¡Cómo gritaba la mujer!
Margarita
—Bueno, creo que las comadres deben hablar.
Luis abrió la puerta principal y la dejó junta. Me dio un beso en la frente y se dirigió a mi dormitorio.
—¿Te vas? —pregunté, algo apenada.
Volteó a mirarme. Regresó hacia donde yo estaba y se hincó para estar frente a mí. Tenía la mirada cansada, producto de despertarse de manera repentina.
—Si te soy sincero, las charlas de mujeres me aburren.
Sentí una leve espinilla dentro de mí, pero esta de inmediato se desvaneció. En estos aspectos Luis era tan típico como cualquier otro hombre que yo conocía, así que no debería sorprenderme. Aparte de que, todavía era bastante temprano. El reloj de mi sala indicaba las 04:44 am.
—Bueno... —dije haciendo un leve puchero, a modo de falso enfado.
Captó mi «teatro». Me acarició el pelo mientras hacía lo mismo con mi mentón, enviándome cargas de electricidad al slo sentir su tacto.
—Y si te digo que todavía tengo sueño, ¿dejarás de hacer ese puchero?
Asentí con la cabeza, pero todavía sin dejar de hacer mi gesto de niña pequeña.
—Parece que nuestras edades se han invertido, ¿eh? —habló con paciencia, como si un padre se dirigiera a su hijo.
Sonreímos. Me besó en la cabeza, acarició mi mano y se alejó lentamente hacia mi dormitorio.
Instantes después, ya Paula estaba en mi departamento. Verla así, con su vestido de novia inmaculado, su peinado para la ocasión y con el velo entre las manos, me desconcertó; pero lo peor era su cara. La tenía muy sucia, con el rímel de pestañas corrido y el lápiz labial de su boca salido de los bordes. Parecía que se lo hubiera estado pintando para hacer la actuación de payaso.
—¿Qué pasó?
—¡Maggi!
Ni bien cruzó el umbral de mi puerta, se acercó hacia mí y me abrazó muy fuerte. Estaba hecha un mar de lágrimas, las cuales mojaron mi pelo, mi hombro, mi cuello y mi rostro.
Después de que se calmara, se sentó en uno de mis sofás, ya más tranquila, como si nada pasara. Me quedé estupefacta, porque esperaba a que respondiera mi interrogante o se desahogara más, pero no fue así. Su semblante cambió en cuestión de segundos, dejándome sin reacción.
En ese instante, Napoleón vino hacia nosotros y le comenzó a lamer las manos.
—¡Hola, chico! —dijo mientras acariciaba la cabeza de mi perro.
Él se echó al piso y se puso panza arriba, el típico gesto que hacía con cualquier persona cuando quería que le acariciara la barriga (menos Luis, por supuesto).
—Pauli, ¿qué pasó? ¿No me digas que abandonaste a Marco en el altar? —le pregunté con lo primero que se me pasó por la mente.
Negó con la cabeza. Se levantó el vestido y, de la liga de su panti, sacó ¡una cajetilla de cigarros!
—¿Me puedes prestar tu encendedor?
Todavía sorprendida, le informé que tenía uno en la cocina. Cuando regresó y se sentó a mi lado, comenzó a fumar sin cesar.
Mientras la observaba inhalar y exhalar el humo de su cigarro, como si este fuera un barco a vapor, estaba dubitativa de preguntarle qué había ocurrido. La tensión en su rostro era tan palpable, que parecía que fuera una estatua esculpida. Napoleón se dio cuenta de la preocupación en el ambiente, ya que se levantó y se sentó sobre sus dos patas, mientras la observaba triste. Él gemía lastimeramente, cada tanto cuando Pauli exhalaba el humo.
En el transcurso del silencio entre ambas, conté que se había fumado cinco cigarros. ¡Dios santo!
Cuando observé que había apagado la colilla del último cigarro en el cenicero y percibí que no tuviese más ganas de fumar —ya que su mirada estaba perdida en la gran ventana de mi sala que daba para la calle— me animé a hacerle de nuevo la pregunta (y esperaba que ahora no tuviera otra evasiva como respuesta).
—Cuando estábamos en la fiesta, me escapé.
Casi me atraganté con la saliva que estaba pasando.
—Pero, ¿de qué hablas? ¿Qu...? ¿Qué pasó? No lo entiendo...
Llevó un dedo de su mano a su boca y empezó a comerse la uña. Napoleón le lamió la mano que tenía libre y emitió un bufido, como animándola para que me relatara lo sucedido.
—¿Fue por tus temores? ¿De casarte? —insistí, pero nada. No quería soltar prenda alguna.
Su mirada estaba tan nerviosa, que por momentos se perdía en el vacío. Una gran desesperación se apreciaba en ella. Nunca antes la había visto así, ni cuando me pidió hablar semanas atrás.
Quise insistir un poco más, pero pareció darse cuenta. Renuente a conversar, desvió su mirada de mí y, de inmediato, volvió a prender otro cigarrillo.
Mi perro bufó de nuevo. Volteó su cabeza hacia mí y me clavó los ojos, como preguntándome el motivo del estado de Paula. Quise comunicarme mentalmente con él, aunque sabía que era absurdo, pero a veces parecía que Napoleón comprendía a la perfección lo que yo sentía. Se acercó hacia mí y movió muy su cola muy ansioso, mientras continuaba gimiendo.
—También estás preocupado, ¿eh?
Cuando estaba dándole caricias a mi mascota y comenzaba a mover su cabecita para tener un mejor ángulo para lamerme el rostro —lo cual se lo impedía, muy decidida— por fin Paula habló:
—¿Me puedo quedar a dormir?
—Por supuesto.
Al escuchar mi respuesta, su rostro se relajó. Apagó su cigarrillo mientras suspiraba, como epílogo de toda la tensión que mostraba. ¿Qué era lo que tanto la acongojaba?
Me pidió que le prestase mi baño para asearse y unas ropas para cambiarse. Aunque sería de dos o tres tallas más grande que la mía, como yo estaba acostumbraba a usar ropas anchas como buzos, no habría problema alguno en que aquellas le acomodasen a su cuerpo.
Cuando me dirigí al cuarto a buscar qué le podía alcanzar, la voz de Luis me sacó de mi concentración:
—¿De qué se queja tanto el pesado de tu perro? No me deja dormir. ¿Está en celo o le has quitado la comida?
Sonreí.
—Ni lo uno ni lo otro. —Estaba a oscuras, intentando buscar la ropa en mi cómoda (aunque la luz de la luna iluminaba medianamente la habitación), ya que no había despertar, a quien creía en los brazos de Morfeo—. Aparte de que no puede estar en celo, está castrado desde hace un año.
—¡Qué mala! —Se sentó sobre la cama—. ¿Por qué le haces eso al muchacho?
—Para evitar el sobrepoblamiento de mascotas.
—¡Qué mierda! —Levantó la voz en el tono de broma tan característico en él—. ¡A un macho no le puedes hacer eso, Margarita! Me solidarizo con él.
Reí. Lo escuché levantarse y dirigirse hacia la pared como un ladrón en penumbras. Toda la habitación se iluminó y me mostró su amplia sonrisa.
—¿A mí también me castrarías?
—¿Queeeé?
Nos carcajeamos, mientras Luis comenzó a intentar hacerme cosquillas como ‹‹una venganza por la defensa del género masculino››. Me defendí de su "ataque" y ‹‹alegué que la castración de Napoleón no le hacía ninguna mella a los de su "club"››. Él finalizó diciendo que, a partir de ahora, sería el vengador anónimo de los machos desprotegidos y terminó derrotando a la "sanguinaria castradora de los machos" —o sea yo— con un breve beso en la boca.
—¿Qué estás buscando? —me inquirió.
Luego de responderle, comenzó a abrir cajones tras cajones para ayudarme.
—¿No hay otra ropa más decente que tengas aquí, Margarita? ¿Aparte de ropa deportiva?
—Ya sabes que me gusta vestir cómoda.
Sacudió la cabeza.
Continuó buscando otra ropa, mientras me mostraba los pantalones buzos que Paula podría usar, a modo de burla, ya que los extendía con sus brazos por el lado de la cintura.
—¡Qué exagerado eres!
—Tu amiga es llenita y tú has bajado de peso últimamente. Pareciera que estuvieras enferma o embarazada.
—¡¿C-Ó-M-O?! —Casi me atraganto con mi saliva.
¿Se habría dado cuenta? Ay, ¡Dios santo! No... ¿por qué? ¡No!
Empecé a experimentar que la cabeza me dolía y todo me daba vueltas. ¡Sentí que el mundo se me venía encima!
✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿ ✿
(1) Magaly Medina es una periodista peruana, que se caracteriza por ventilar chismes de la farándula. Es conocida por tener el pelo teñido de rojo.
(2) El Trome es un periódico barato y popular (su costo es equivalente a 1/7 de dólar americano), que se caracteriza por tener noticias amarillistas.
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