2. Una realidad teñida de rojo y negro

Mi tía estaba demorando. Me pregunté si fue a comprar algunas cosas o fabricarlas. Y, como la conocía, no podía regresar a mis labores en la cafetería o fingiría demencia cuando le pidiera la paga por la limpieza del cuarto.

Había cambiado las sábanas de la cama. Decidí darles un buen uso y me recosté a esperar por ella. Ya estaba anocheciendo, Doris debía estar al tope de trabajo y sólo por eso consideraba marcharme, pero el dinero...

Betsy no era una mala jefa, pero sí algo tacaña. Era el tipo de jefe que hace cosas por ti para luego echarlas en la cara y repetir frases como «Nunca agradecen las cosas que hago por ustedes, en otros empleos no es así». Al principio lograba hacerme sentir mal, fue Doris la que me hizo abrir los ojos.

—Tu tía es una aprovechada —dijo el cuarto o quinto día en el que trabajamos juntas, no recuerdo—. No te sientas mal, es lo que quiere. Exige tus horas extra.

Mi tía no quería pagarme el tiempo extra que estaba haciendo por las mañanas y las noches, decía que era parte del proceso de capacitación. Doris era la que me enseñaba, no tomé un curso ni tuve explicación sobre la elaboración de los cafés, sólo me arrojó al ruedo y esperó que prepare un capuchino excelente con mi nulo conocimiento. Si no fuera por mi compañera de trabajo habría sido imposible.

—Eres habilidosa con las manos, Morgan —halagó Doris en esos primeros días—. ¿Todos los músicos son así con los dedos?

Comprendí el doble rumbo de su insinuación y reí. Era típico que preguntaran cosas así, al parecer, era verdad; a mis compañeros de clases también les preguntaban eso.

No terminé mis estudios en Julliard, perdí mi beca y fue imposible para mi familia continuar costeándolo, pero tuve esa época de estudiante universitaria digna de película. Experimenté fiestas, exámenes más allá de difíciles, crisis existenciales y, sobretodo, felicidad, una estresante felicidad universitaria. Pero perdí todo.

Cerré los ojos. Inhalé hondo y agradecí no ver más sombras por el rabillo del ojo mientras estuve limpiando, quizá el polvo también asustó a las almas en pena.

Escuché un ruido, ¿era la puerta? Intenté levantar los párpados, pero pesaban toneladas y no lo logré. Mis brazos estaban adormecidos, mis piernas colgaban al borde del colchón y las sombras atrás de mis párpados comenzaron a teñirse de rojo con pespuntes negros.

Mis zapatillas bajas desprendían brillos rojizos con el reflejo del alumbrado público de aquella calle en Brooklyn. Scott me contaba sobre su día en el trabajo, procuraba omitir todos los momentos en que fue señalado y repudiado; era un resumen realmente breve.

Su piel también desprendía un tono rojizo, todo en mis recuerdos era así, negro y rojo. No importaba que, de forma consciente, supiera que aquella noche estuvo llena de colores como cualquier otra; en mis recuerdos todo se oscurecía y el único color que destacaba era el del color rojo sangre.

Scott sonreía mientras hablaba, pero notaba que sus ojos estaban inundados de preocupación y tristeza. Él no era malo, no importaba lo que todos dijeran. Mi hermano mayor era el mejor hermano del mundo. Cuidó de mí cuando mis padres debían trabajar y siempre me llevaba regalos cuando veía algo que me gustaba; no podía esperar menos de un hombre porque Scott me enseñó a poner muy alta la vara.

Regresábamos de una caminata por el parque. Necesitábamos ese momento de hermanos antes de la guerra legal que se cernía sobre nosotros; en tan solo un par de días la vida se puso de cabeza y amenazaba con jamás regresar a lo que fue. Nuestros padres ya estaban realizando préstamos bancarios para contratar buenos abogados para Scott, desde entonces mis estudios en Julliard estuvieron en peligro, pero no me importaba abandonarlos si eso significaba mantener a Scott fuera de prisión. Quería que limpiaran su nombre, era imposible que fuera culpable de aquello tan horroroso de lo que lo acusaban.

Él preguntó por mi día, abrí la boca para responder, pero me hizo callar el sonido de pasos apresurados a nuestras espaldas. Miré sobre el hombro, Scott igual, y encontramos a tres hombres con sudaderas y capuchas levantadas que caminaban rápido a unos metros de nosotros.

Mi hermano y yo compartimos una mirada, me tomó de la mano y decidimos cruzar la calle. Los tres hombres nos siguieron.

—Creo que debemos correr —avisó Scott en un siseo que me provocó un escalofrío.

—¿Correr...?

—Sí, Mor. —Volvió a mirar sobre el hombro—. Tengo un mal presentimiento.

Su agarre fue más fuerte, un ligero temblor lo recorrió y pasó hasta mi cuerpo.

Scott tenía miedo, era inaudito.

Apresuró el paso. Me costaba seguirle el ritmo con mis piernas mucho más cortas que las suyas. Él caminaba rápido, yo iba casi corriendo y ya sin disimular que miraba a los tres hombres que nos seguían. De pronto, Scott clavó los talones en el suelo y casi caí cuando tiró de mi mano.

—¿Qué sucede...? —pregunté y miré hacia el frente.

Cuatro hombres encapuchados estaban a mitad del camino, salieron del callejón de un costado.

Eché un vistazo alrededor, éramos las únicas personas en toda la calle y los establecimientos que nos rodeaban se encontraban cerrados.

—Scott... —llamó uno de los cuatro hombres que nos acababan de interceptar—. ¿Es tu nueva víctima?

—Es mi hermanita —bramó él—. No tiene nada que ver en esto. Déjenla ir.

«¿Dejarme ir?», pensé aterrada. No me marcharía sin él.

—Podríamos aplicar un ojo por ojo —dijo otro de los hombres—. Mataste a mi hermana, mato a la tuya.

Palidecí. Mi corazón se cayó a mis pies y apreté la mano de Scott. Era el hermano de Heather, mi excuñada.

—Yo no la maté —dijo Scott—. La justicia me terminará dando la razón, ¡lo saben!

—La violaste y luego la mataste —escupió el primero que habló—. Eso hiciste, cobarde de mierda, no pudiste aceptar que ya no te amaba...

Scott me colocó atrás de su cuerpo, pero no fue mejor. Los otros tres hombres permanecían a nuestras espaldas.

—Soy inocente —insistió Scott con determinación.

Me asomé por un costado de su cuerpo y asentí. Mi hermano jamás lastimaría ni a una mosca, ¿cómo podían creer que haría eso a una mujer?

—¿Tu hermana cree en tus mentiras? —rio uno que había permanecido callado y, acto seguido, bajó su capucha. Lo reconocí de inmediato, era el último novio de Heather, el tipo con el que engañó a Scott—. Tu hermano no sólo la violó y mató, sino que la torturó... Arrancó un pedazo de su...

No pudo terminar, las palabras parecieron petrificarse en su boca.

»Vas a pagar, hijo de puta —finalizó y dio un paso al frente—. Tienes que pagar, imbécil, y la prisión no es suficiente para basura como tú.

A lo lejos se escuchaba el sonido característico de una fiesta, de esas que serían calladas en cualquier momento por la policía, pero no podía ubicar el sitio exacto y tampoco sabría si alguien me escucharía gritar por ayuda.

—¡Él es inocente! ¡Por algo no está detenido! —bramé, aunque no tenía idea del por qué Scott continuaba libre.

—Mierda burocrática —masculló el hermano de Heather—, pero eso lo solucionaremos ahora mismo.

Los cuatro hombres avanzaron hacia nosotros. Scott me volvió a defender con su cuerpo y recordó muy tarde que había otros tres atrás. Uno tiró de mis brazos, mi hermano trató de detenerme, pero un puñetazo en el centro de la cara lo hizo tambalear. Quise resistirme, clavé los talones en el suelo y traté de morder la mano del que me sujetaba. El tipo me propinó un puñetazo en la boca del estómago que ocasionó un ardor seco y robó el aire de mis pulmones. Perdí las fuerzas, mis pies se enredaron entre sí y lo siguiente que sentí fueron las piedrecillas del suelo clavándose en las palmas de mis manos.

Traté de jalar aire, pero sentía que mientras más trataba era menos lo que conseguía meter en mis pulmones. Mi visión se oscureció unos segundos, demoré en ubicar los destellos rojizos de los siete hombres alrededor de mi hermano. Sus brazos se levantaban, sus puños volaban por los aires; entre sus dedos alcanzaba a distinguir el brillo rojo del metal, tenían cuchillos, anillos y no sé qué más para infligir daño extra.

Scott gritaba, estaba hecho un ovillo en el suelo mientras esos tipos estrellaban su furia con los nudillos y lo que tuvieran en sus manos. También lo pateaban y reían con sus quejidos lastimeros. Sus gritos se iban debilitando conforme más aire lograba inhalar, pero entonces me paralicé.

—¡Déjenlo! —Traté de gritar, mas se escuchó como el lamento de un gatito—. ¡Por favor, es inocente!

—Mira lo que te va a pasar —amenazó uno de los hombres, no sé cuál.

El grito desgarrador de mi hermano me revolvió el estómago:

—¡No, por favor!

Volvió a recuperar las fuerzas para implorar. No sabía que estaba pasando, sólo podía ver a los hombres rodeando su cuerpo, pero sé que uno se arrodilló sobre sus piernas y lo siguiente que escuché que el gritó más horrible que podría existir sobre la tierra. Scott gritaba con tanta fuerza que algunas luces comenzaron a encenderse en los departamentos de la esquina. Su voz se escuchaba desgarrándose en cada chillido y, luego de los segundos más largos de mi existencia, se detuvieron.

El hombre sobre sus piernas maniobró el cuerpo y lo colocó bocabajo. Logré incorporarme sosteniéndome de la pared.

—Por favor, basta... —sollocé, no sabía que estaba llorando—. Él es inocente, por favor, es mi hermano...

El novio de Heather giró hacia mí y me dedicó una profunda mirada de lástima.

—No lo es. Scott es culpable y no existe castigo terrenal para compensar lo que hizo.

Quise refutarlo, pero enmudecí cuando noté que sacó un martillo de la cinturilla de su pantalón y lo entregó al hermano de Heather.

—¿Qué se siente estar en desventaja para defenderte, Scott? —inquirió éste y lo señaló con el martillo.

—Para, por favor, pa...

No lo vi venir. Fue muy rápido. La mano del hermano se elevó por los aires y luego bajó a tal velocidad que sólo escuché un crujido horroroso.

Y volvió a hacerlo, una, dos, tres veces, no paró.

Mis rodillas fallaron, caí de nuevo al suelo y contemplé en silencio como el hermano de Heather castigaba a Scott por un crimen que creía era imposible que hubiera cometido. Extendí la mano, quería detenerlo, mas no poseía ni pizca de fuerza en el cuerpo. Sólo podía escuchar ese crujido, los golpes y pronto el sonido del martillo contra el suelo.

El hermano de Heather se incorporó, estaba llorando y dijo:

—Estás vengada, hermanita.

«¿Y yo?», pensé con mi cuerpo sacudiéndose, «¿quién vengará a mi hermano?».

—Oye, la puta esa vio todo —me señaló otro de los hombres.

Ellos giraron el rostro hacia el final de la calle. Escucharon primero que yo el sonido de las sirenas de una patrulla; en mis oídos continuaba repitiéndose ese crujido de los huesos y carne rompiéndose.

—Rápido, tráela —pidió el hermano al novio—. No me mires así, estuviste de acuerdo con esto hasta las últimas consecuencias.

—Pero ella...

—¡Hazlo!

El novio de Heather retrocedió y se aproximó hacia mí. Se detuvo a dos pasos, me miró desde arriba y, sin previo aviso, tiró de mi cabello hasta arrastrarme por el suelo. No sentí dolor, estaba entumecida, pero sí traté de soltarme. Continuaba sin fuerzas y mis movimientos torpes no ayudaron.

Me arrojó al lado de mi hermano o lo que quedaba de él. Su cabeza... No había cabeza como tal, era un amasijo de sesos, hueso, piel y sangre; sus ojos estaban aplastados contra el suelo, dos masas blancas embarradas. Y no comprendía, pensé que sólo tenía que meter todo adentro de su cabeza y él estaría bien. Levanté la mano y toqué una masa enrojecida, la empujé hacia las demás.

—La policía está cerca —avisó uno—. Vamos.

—No, esta puta —bramó creo que el hermano. Ya no me importaba—. Yo me encargo.

Fue la primera vez que escuché aquella melodía que me acompañaba desde entonces, todas las noches la escuchaba en el bosque que rodeaba el pequeño pueblo maldito. No era nada que hubiera escuchado con anterioridad, ni lograba identificar los instrumentos musicales que utilizaba, al menos no todos y eso dice mucho cuando has estudiado música toda la vida. Reconocía un piano, violines, trompetas, arpas, pero no los demás, eran sonidos que jamás había percibido en la vida y, de alguna forma, brindaban calma.

Esa melodía abrazó mi corazón mientras intentaba juntar los restos de la cabeza de mi hermano con mi propio rostro recostado en el suelo. La sangre pronto brotó hasta donde estaba, la percibí cálida en mi mejilla a la par de la melodía.

El martillo cayó en medio de nosotros, su sonido me sobresaltó. Después me pisaron, los hombres estaban huyendo y pasaron sobre mí sin importarles, pero seguía entumecida y tampoco dolió.

Las luces rojas y azules de la patrulla iluminaron la noche. La ayuda había llegado. Me incorporé, mas permanecí sentada, y vi a los oficiales correr tras los siete hombres que nos atacaron. No podía ayudarlos, tenía que armar la cabeza de mi hermano para poder irnos a casa.

—Scott...

Pasé las manos sobre el suelo. Estaba reuniendo todos los restos en donde hubiera quedado su cabeza. Los huesos estaban astillados, hechos añicos y...

Esa melodía continuaba. Traté de buscar su origen y, cuando levanté la mirada, vi a una mujer policía frente a mí contemplándome con una expresión de lástima.

—¿Qué haces...?

—Sólo tengo que meter todo en su cabeza —respondí—. ¿Podría ayudarme?

Ella suspiró y miró hacia donde sus compañeros persiguieron al hermano de Heather y los demás; luego volvió la atención a mí.

—Claro que te ayudaré, ¿sí? Todos te vamos a ayudar, pero primero ven conmigo.

Me sujetó por los hombros y me ayudó a incorporarme. No quería alejarme de Scott, pero la mujer insistió en que pronto regresarían sus compañeros y entre todos íbamos a arreglar la cabeza de Scott.

Tomé asiento en la parte trasera de la patrulla. Ella me ofreció una manta y una botella de agua, cinco minutos después llegó la ambulancia.

—Creo que enloqueció —dijo a uno de los paramédicos mientras venían hacia mí—. Destrozaron a su hermano frente a ella.

—¿Destrozaron? —repetí y desvié la mirada hasta el cuerpo de Scott—. No, él...

La realidad cayó fría y sin piedad.

Scott estaba muerto... ¿Qué le habían hecho esos malditos?

Y comencé a gritar, primero bajo, luego tan fuerte que podía percibir como se desgarraban mis cuerdas vocales. A veces sentía que nunca terminé de gritar, que continuaba gritando, y en mis pesadillas esos gritos me hacían abrir los ojos, como sucedió en ese momento.

Ya no había sólo rojo y negro en mi visión, sino que todos los colores y lo primero que noté era la telaraña del techo que no limpié en el cuarto que mi tía iba a rentarle a un reportero.

—¡Qué susto! —exclamó Betsy—. Otra vez gritaste mientras dormías.

Me levanté de un brinco. Mi tía estaba en el umbral de la puerta en compañía de un hombre que, deduzco, era el reportero.

—Perdón, yo...

Estaba empapada de sudor y agitada, ni el clima frío de diciembre me ayudó. En mis dedos todavía percibía la textura suave de los sesos de Scott y algunas partes puntiagudas, los huesos astillados. La sensación de su sangre caliente en mi mejilla persistía.

—Puedes ir a casa, gracias —dijo mi tía con mirada acusadora. No era la primera vez que me descubría al despertar de mis peores recuerdos.

—Doris...

—Ella se encargará hoy de la cafetería. Vete —ordenó Betsy y, con un movimiento suave de su mano, me borró de su atención para volcarla en su nuevo inquilino—. Es un cuarto pequeño, pero cómodo y tiene la cafetería abajo. La renta incluye los desayunos.

Abandoné rápido la habitación, no sin antes intercambiar una mirada curiosa con el reportero. Me pareció que rondaba los treinta años, era de cabello rubio, ojos verdes y gafas de lectura; a Doris iba a gustarle.

No pude verlo mejor, tampoco quise intentarlo, sólo quería irme a casa. Ni avisé a Doris, recogí mis cosas de mi taquilla personal y escapé por la puerta trasera. Necesitaba respirar aire fresco para sobrellevar los recuerdos del asesinato de Scott.

Doris trató de comunicarse conmigo por el resto de la tarde y noche, pero me mantuve alejada del mundo con los audífonos puestos y escuchando música a todo volumen. No quería escuchar aquella melodía, siempre me sentía así después de esa pesadilla; quería borrarla de mi cabeza para jamás volver a presenciar aquello.

Fue una noche tormentosa en la que casi no dormí porque cuando lograba cerrar los ojos sólo recordaba escenas fugaces bañadas de rojo y negro. La pasé tan mal que, cuando bajé a desayunar, no me sorprendió encontrarme con la cara de preocupación de mi tía.

—¿Ya te enteraste? —me preguntó.

—¿De qué?

Betsy suspiró mientras me servía un poco de café en mi taza.

—Otra muerte, Morgan.

—¿Otra...?

Mi tía asintió y la vi profundamente compungida por la noticia. Ella solía ser chismosa, no de las que en verdad quieren saber por preocupación, sino por simple morbo; eso me preocupó.

»¿Quién...?

—El señor Carter —respondió Betsy—. Su nieta está devastada.

«El abuelito que no tuvimos», pensé.

De pronto, perdí todo el apetito sin importar que el día anterior no probé comida desde el desayuno.

A veces sentía que la muerte me perseguía, intentaba convencerme de que exageraba, pero ahí estaba esa melodía con instrumentos musicales desconocidos.

Y no estaba tan equivocada, sólo que en ese momento no lo sabía. 

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