Viaje infernal.
Al volver a su sitio en la cuadrícula, Gamboa quiso prepararse algo de comer. Al pronunciar el nombre de Sergio, se le oyó enseguida por el intercomunicador.
¿En qué puedo ayudarle?
—Quiero comer algo. No sé, lo que te pida la gente —fue su respuesta.
Una pequeña bolsita emergió de los expendedores, quedando unida a la pared por un estrecho pitorro. Estaba casi vacía, pero, de repente, comenzó a hincharse cuando entró el agua necesaria para convertir la comida deshidratada en algo comestible. Finalmente, sonó la voz de Sergio por el intercomunicador.
Servido.
Y, ya sabe, tres raciones al día entran en la tarifa económica.
El resto han de pagarse aparte.
—Gracias, Sergio.
Gamboa tomó la bolsita, que se desprendió fácilmente de la pared del expendedor y empezó a chupar por el pitorro. Serían unos 200 gramos de una crema caliente que no sabía mal, podía tener verduras, puerro de Ceres quizás.
Como representante de Viajes Orión es para mí un grato placer comunicarle que el espacio es zona franca, libre de impuestos. Para amenizar su comida, ¿le interesaría que le hiciese llegar a su intercomunicador un folleto con ofertas muy competitivas de productos exclusivos?
—No, Sergio, no quiero publicidad.
Gamboa se giró y vio que los pasajeros flotando ingrávidos por la nave. La mayoría se habían arremolinado formando grupos en el centro de la cabina en los que hablaban desenfadadamente unos con otros. Algunos reían divertidos, otros gesticulaban al hablar, muchos también chupaban de una bolsita con comida.
Al unirse a uno de los grupos descubrió que no todos los pasajeros eran esos turistas —que tanto le aburrían— que invierten sus ahorros en viajar a la Luna por unos días. De hecho, Gamboa tuvo la oportunidad de conocer a Luis Alberto Macondo y escuchar las viejas historias del pasado, algo exageradas, que relataba. Luis Alberto aseguraba ser descendiente del conquistador Julio César Macondo, uno de los primeros colonos que habían poblado la base de Nueva Colombia, la famosa primera colonia latina de Europa, esa gélida luna de Júpiter.
Gamboa era arqueólogo y —aunque no era su periodo favorito— conocía bien la historia de los conquistadores latinos, esos hombres y mujeres valientes de Colombia, México, Venezuela, Argentina, Perú, Ecuador, Chile, Cuba, Puerto Rico, Brasil y otros muchos países más de la zona que habían iniciado la colonización del sistema solar externo. Fue un periodo del pasado emocionante durante el que nuestra civilización expandió sus fronteras, una etapa de grandes logros y —también hay que decirlo— trágicos fracasos.
Hablaba de su antecesor Julio César Macondo como el que habla de un ser portentoso, homérico, de un héroe casi mitológico. Llenaba su relato de exageraciones desconcertantes que quizá podrían funcionar bien con los turistas, pero que a Gamboa le decepcionaron profundamente. Por supuesto, era inevitable, Julio César Macondo había colaborado estrechamente con el famoso biólogo Dioscórides, el hombre que había pasado a la historia por introducir la Vida en los mares de Europa.
A pesar de su escepticismo, Gamboa se sintió extrañado porque sabía que el famoso Dioscórides aparecía en la lista de nasianos que había proporcionado su viejo maestro, el profesor Víctor Smith. Dioscórides era un nasiano. Otro nasiano famoso más. Los hololibros de historia explicaban que Dioscórides había colonizado el fondo de los mares existentes bajo los hielos de la superficie de Europa modificando genéticamente determinadas especies de la Tierra, pero no describían bien cómo había podido tener éxito —un triunfo tan inesperado como improbable—. Gamboa se preguntó si ese éxito tan sorprendente había tenido algo que ver con el misterio de los secretos de los nasianos. También se acordó de la trágica muerte de del famoso biólogo, que los hololibros de historia siempre habían atribuido a un accidente.
Cuando Luis Alberto empezó a describir una excursión que su antepasado realizó con Dioscórides a las profundidades de los mares de Europa, navegando en un minisubmarino, Gamboa se sintió tan decepcionado por las fantasías poco creíbles con las que Luis Alberto adornaba su historia, que se retiró discretamente del grupo para acercarse al teniente Castillo, que escuchaba atentamente a un joven bien parecido. Se diría que andaba por los veinte, pero en su hablar se percibía la lucidez y la sabiduría de un erudito. Juan Fernández —así se llamaba el chico— viajaba a la Luna gracias a una beca que había recibido para completar sus estudios de posdoctorado. Esas becas eran caras y solo se concedían a los alumnos más excepcionales.
El joven experto en exoplanetas detallaba una sesuda exposición sobre la Vida en el universo.
—Todavía nos queda mucho por aprender sobre la Vida en la galaxia. Aunque desconocemos si se ha desarrollado en los planetas de otras estrellas distintas del Sol, sí podemos decir que la hemos estudiado en profundidad en el sistema solar. Los planetas rocosos que permiten la presencia de mares de agua en la superficie son la ubicación más obvia, pero además de planetas como la Tierra actual y el Marte de hace 4.000 millones de años, hay otros sitios en el sistema solar adecuados, favorables, en los que la Vida florece profusamente, como esos mares bajo los hielos de las lunas de los gigantes gaseosos: Europa, Encélado y otras muchas más. Pero aún sabemos algo más. Aunque son desconocidos en el sistema solar, los teóricos especulan sobre los llamados mundos océano, grandes planetas cubiertos por un océano global de cientos de kilómetros de profundidad. También, en las estrellas enanas rojas se considera que debe haber planetas afectados por acoplamientos de marea que...
A la vez que el joven erudito seguía dando la exposición, Castillo asentía de forma vehemente, pero Gamboa sospechaba que el teniente de policía de Cartagena no estaba entendiendo demasiado de lo que le explicaban.
Mientras admiraba las explicaciones de aquel joven sabio, Gamboa buscó a Sofía entre la multitud, y la encontró rodeada de turistas mareados y con síntomas de estar teniendo un mal viaje. Sin duda se habían enterado de que era doctora y no paraban de visitarla a la pobre, que se la veía un poco agobiada. No estaba pasándolo bien. Se acercó a ella y le sugirió la posibilidad de relajarse un poco y descansar, pero se negó rotundamente. Era una profesional y esa gente necesitaba tratamiento y cuidados. Gracias a sus pastillas muchos pasaron a sentirse algo mejor.
Al llegar la noche de aquel día tan intenso —que había empezado en Quito—, la nave empezó a reducir la luminosidad en la sala de pasajeros. Entonces, cada una de las veinte personas, hacinadas en un espacio demasiado pequeño para que el viaje fuera confortable, fue a su sitio en la cuadrícula, se ajustaron el cinturón y se dispusieron para dormir. Aunque la oscuridad empezaba a dominar la sala, en medio de las sombras Jorge miró a su derecha, donde estaba Sofía, y en la penumbra pudo adivinar la silueta sugerente de su ajustado mono blanco, al más puro estilo de la moda espacial. En unos minutos, cuando sus ojos se habían adaptado a la oscuridad, Jorge fue capaz de ver su rostro y entonces descubrió, sorprendido, que ella también le miraba con sus intensos ojos verdes.
Sin salir de su cuadrado, Jorge extendió su mano en dirección a Sofía y ella le imitó y, en medio de la penumbra, Sofía y Jorge se dieron la mano en la nave Orión-X3 que volaba hacia la Luna.
Y Jorge sintió que no podía ser más feliz.
—Hipatia de Alejandría, tú ya te has dado cuenta de lo que siento por ti, ¿verdad? —susurró.
No hubo respuesta, pero en la oscuridad, sin dejar de estrechar su mano de terciopelo, Jorge vio que ella sonreía ilusionada, con infinita dulzura, prometiendo el Paraíso en sus ojos verdes, y él también sonrió, sin dejar de estrechar su mano.
Pero la magia romántica del momento se quebró de forma absurda al escucharse, nítidamente, sin ningún tipo de ambigüedad, el abrupto sonido de un pedo, y no hablo de un pequeño pedito de esos que salen como pidiendo perdón, no. Lo que sonó fue una ventosidad estruendosa de algún pasajero indispuesto.
Mientras sujetaba la mano de Sofía, Jorge le rogó al espacio que en estos momentos Ernesto tuviera puestos los recicladores a toda potencia para limpiar el aire. Sofía, que había tenido un día muy intenso atendiendo a los turistas mareados de la nave, no pudo más y, contrayendo el rostro de puro desagrado, dijo:
—¡Oh, Jorge! Este viaje está siendo un auténtico infierno.
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