Última noche en el Tamoanchan.
Eran las cuatro de la madrugada y Gamboa no conseguía conciliar el sueño. Mañana salían hacia Marte en busca de los miateriosos secretos de los nasianos. Siempre que iniciaba un viaje se sentía inquieto, pero este era especial porque bien podía ser el último de su vida.
Miró a su lado en la penumbra. Sofía dormía plácidamente. Así, acurrucada y desnuda como una niña, nadie diría que estaba acostado junto a una peligrosa asesina.
Se esforzó por mantener la cordura. Se obligó a reconocer que, a pesar de los numerosos indicios, no tenía pruebas sólidas. Esas sospechas terribles que lo atormentaban bien podían ser solo una ilusión. Una ficción.
Se incorporó ligeramente y un dolor le sacudió en su hombro derecho. Miró y vio que aún sangraba un poco. La ternura y el cariño de otras noches esta vez habían dado paso a un amor salvaje. Por algún motivo, ella no era la misma. Hace unas horas, justo antes de alcanzar el clímax, la mirada felina había vuelto a los ojos verdes de Sofía. Fue entonces cuando, en medio de la vorágine, ella le había mordido con fuerza. Tenía que reconocer que nunca la había sentido tan excitada, pero ese algo animal a él no terminaba de convencerle.
Pensó que en el momento crucial había aparecido la Sofía real, esa persona carente de ternura y cariño. Violenta. Tenía que reconocer que era honesto que ella se mostrara tal como era, pero a Gamboa eso le defraudaba profundamente.
Ella podía ser una asesina despiadada y él lo sabía. Era aún peor, porque ella sabía que él lo sabía, y ya no había disimulos. Eso era un problema porque los asesinos profesionales no suelen dejar cabos sueltos. Al menos seguiría vivo hasta que descubriera el último de los secretos de los nasianos.
"De todas las mujeres de todas las ciudades de todos los planetas de este maldito sistema solar, yo me enamoré de Sofía", pensó con amargura, mientras suspiraba penosamente.
Si ella era una asesina sería imposible intentar dialogar con ella para hacerla entrar en razón. Había estado en la escena del crimen de D'Arcangelo. Alguien que hacía algo así no podía estar bien de la cabeza. Con este tipo de personas solo cabía salir huyendo.
Pero debía hablar. Era necesario. Tenía que confirmar sus sospechas. Simplemente, no podía hacerlo en términos humanos. Los argumentos que apelasen a la moralidad, al respeto, la empatía o al sentimiento de culpabilidad eran inútiles. Es posible que no significaran nada para una despiadada asesina, pero, quizás, si su sed de dinero y su ambición eran más fuertes que su deseo de sangre, podría tentarla e influir en ella de algún modo.
Volvió a suspirar. Esto era ya más que una aventura arriesgada, era ya más que una historia peligrosa. Esto era, sencillamente, un suicidio.
Quizás había llegado el momento de adquirir un arma. Castillo podía proporcionarle cualquier cosa que necesitase. Bastaría con pedírselo. Pero luego, ¿qué haría con una pistola en la mano?, ¿utilizarla contra ella? No podía. No podría apretar el gatillo. Preferiría llevarse él el tiro, a ser posible en su punto más vulnerable: en el corazón.
"Ojalá pudiera no quererla tanto", se lamentó mientras tenía la fuerte sensación de que no saldría vivo de Marte.
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