Tamoanchan.
Gamboa pensó que era el momento adecuado. El "Tamoanchan" era el típico hotel turístico de la Luna. Su pequeñísima habitación apenas medía dos metros de largo por metro y medio de ancho y de alto. Había espacio para una cama y nada más. En la Tierra habría parecido claustrofóbico, pero en la Luna, donde tanto escaseaba el espacio físico, eran dimensiones normales.
Había un pasillo de habitaciones que daba al aseo comunitario de hombres. En paralelo estaba el otro pasillo con la habitación de Sofía, cercana al aseo de las chicas. La sangre le hervía en las venas al pensar en sus ojos verdes. En el pasado había conocido otras mujeres, pero nunca había experimentado sentimientos semejantes.
Habían terminado de comer y era el momento. Después de que Castillo no hubiera dormido en toda la noche debería estar echándose la siesta. Podría zafarse del teniente y de esa maldita cualidad que tenía para ser inoportuno. A gatas por la estrecha habitación abrió la puerta para salir, intentando no hacer ruido. Tenía que recorrer este pasillo y pasar al otro, en el que estaba ella.
Era quizás inevitable. Aun así, le sorprendió comprobar que Castillo estaba despierto, esperando en el pasillo y se lo encontró frente a él.
—Gamboa, no lo haga.
—Teniente, permítame pasar, por favor.
—Está usted cometiendo un error.
—¿A qué se refiere?
—Esa mujer no le conviene.
Gamboa se sintió muy ofendido.
—Esa mujer se llama Sofía, teniente. ¿Cómo se atreve a decirme lo que tengo que hacer? ¿Qué se ha creído?
—Mi instinto. Ya sabe.
—¡Apártese de mi camino! —le indicó, desafiante.
Castillo se puso a un lado del pasillo, dejando el camino expedito. Al pasar junto a él, el teniente le agarró del brazo con fuerza.
—¡Tenga cuidado! —insistió vehemente.
Durante unos segundos los ojos de Gamboa se clavaron en él con fiereza. Castillo soltó su brazo. Tras superar el obstáculo siguió andando sin mirar atrás.
La 23 era la habitación de Sofía en el otro pasillo. Dio unos pequeños golpecitos en la puerta. Sofía abrió y, sin mediar palabra, sonrió dulcemente.
Entró.
Aquella larga tarde el teniente Castillo la pasó tomando mezcal en la barra del bar del hotel. Después de la siesta sabía que ellos habían salido a cenar algo por el barrio. Ese par de tortolitos le inquietaba y la situación era delicada, porque tenía la certeza, la absoluta certeza, de que algo pasaba con Sofía.
Sólo un mes antes del inicio de estos asesinatos había sido asignada a la policía forense de la metropolitana en Cartagena. Era una chica profesional y amable que realizaba su trabajo con gran perfección. Además, muy guapa. Nada le hizo sospechar en ese momento.
Le pidió otra más al cantinero humano.
Pero es que cuanto más se adentraba en este complicado caso, más se convencía de que algo relacionado con Sofía no encajaba. No había nada concreto. Nada sustancial ni objetivo. Sensaciones. Simples detalles: miradas, sonrisas y cosas por el estilo, pero para él —y su olfato— era más que suficiente.
Había hecho lo imposible para que esos dos no terminaran así, juntos, pero por desgracia sólo había podido retrasarlo...
Y Gamboa no lo veía. El chico era inteligente, educado, con amplios conocimientos. Culto. Castillo se sorprendía de que no lo viera. Estaba ciego, idiotizado, enloquecido por los embrujos de esa mujer.
—Cantinero.
El cantinero se acercó a él con la botella, esperando que pidiera otra más.
—Dígame.
—¿Cómo se libra uno de los encantos de una mujer? —preguntó.
—Quién lo pudiera saber —respondió.
—Es para ayudar a un amigo —confesó Castillo.
—Siempre es para un amigo.
—Claro.
—A ésta invita la casa.
El cantinero le llenó el vaso y luego alcanzó otro vaso para tomarse una él.
—Dígale —continuó— a su amigo que sea fuerte, que se resista.
—Pues no lucha. Está como idiotizado.
—¿Es guapa?
—Mucho.
—Mal, entonces. Esa mujer hará con su amigo lo que quiera. Esto no se lo diga, pero le advierto que va a perder. Él perderá la sensatez y usted perderá a su amigo si se interpone.
Gamboa era la clave. Si alguien podía llegar a entender este caso y conocer los secretos de los nasianos era él, por su preparación, por su ingenio, por su perspicacia. Y eso le hacía vulnerable. Una presa codiciada para cualquier persona sin escrúpulos.
A pesar del entrenado hígado de Castillo, el mezcal iba haciendo efecto. Su imaginación voló al pasado. Él también había sido joven y había estado enamorado.
Se llamaba Luisa Helena y era una morenita con los ojos negros como el azabache. De ese tipo de mujer que cuando entra en un sitio todos se la quedan mirando. Su cuerpo era una escultura de ébano y, además, tenía el don de hacerle reir. Una locura de mujer y él estaba enamorado de ella hasta las trancas.
Sin embargo, uno es lo que es y no puede dejar de serlo. Va en la naturaleza del policía ser policía, como en la del pájaro ser pájaro y la del jaguar ser jaguar.
Iba a casarse, pero un día sonrió y no le gustó su forma de sonreír. Y algo empezó a olerle mal. Y comenzó a pensar.
Instinto. El olfato del sabueso. Era su naturaleza ser policía.
La investigó, claro: descubrió que tenía un abuelo blanco norteño y que la buscaban en Guatemala por estafar a un exnovio. Al parecer los enamoraba, les sacaba el dinero y luego salía pitando.
Desde entonces, hubo alguna mujer más, pero nada serio. Castillo era soltero y no se planteaba otra forma de vida. Y él estaba convencido de que eso le había llevado a ser un hombre libre e independiente.
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