Selene, el primer asentamiento.

Tras dormir unas horas, Sergio los despertó. El electrocamión descendía una pronunciada cuesta.

Estimados amigos, estamos entrando en el cráter Jules Verne, de 140 kilómetros de diámetro.
El suelo está cubierto de una lava basáltica muy oscura.

—Qué extraño nombre para un cráter. ¿Sabes tü quién fue Jules Verne? —preguntó Sofía.

—Ni idea. Lo siento —respondió Jorge encogiéndose de hombros.

—Supongo que si te dedicas a la astronomía, buscas un suelo oscuro y poco reflectante —dijo Sofía.

Queda algo más de una hora para llegar a Selene. Vayan preparándose para la actividad extravehicular, por favor.

Jorge y Sofía revisaron sus trajes espaciales a conciencia siguiendo al pie de la letra los consejos de Sergio, ya que no sabían demasiado sobre el tema. Tras unos chequeos rutinarios pareció que todo estaba correcto.

Al llegar a la base lunar corrieron a asomarse por los ventanales del electrocamión. Selene, el asentamiento de los primeros pobladores de la Luna, se componía de numerosos promontorios de regolito, que rara vez superaban los cinco metros de altura y que en su mayoría solían tener un diámetro de unos  veinte metros. Estaban dispuestos en forma de cuadrícula, geométricamente ubicados, como siguiendo una especie de trama urbana. Algunas estructuras eran más anchas que las demás, posiblemente almacenes o quizá plantaciones.

—¿Y estos montículos? —preguntó Sofía.

—Casi todos son hábitats recubiertos de una gruesa capa de regolito. Los arqueólogos han demostrado que estaban conectados entre ellos por galerías subterráneas.

—Vivían bajo tierra —dijo Sofía.

—Todo ello excavado en este duro basalto. Supongo que no es nada que no puedan horadar unos buenos explosivos.

—Tiene sentido —afirmó Sofía—. Sergio, ¿qué nivel de radiactividad tenemos ahora?

500 milisieverts al año, doctora Tolima.

—¿Eso es muy elevado? —preguntó Gamboa.

—Un piloto de avión que vuele alto en la Tierra de forma regular recibe menos de 2 milisieverts al año. En la órbita baja, a cientos de kilómetros sobre el nivel del mar, donde ya no hay atmósfera, un astronauta recibe 150 milisieverts al año, todavía protegido por la magnetosfera terrestre, es decir, lo que se llama el cinturón de Van Allen. Sin embargo, cuando te separas unos miles de kilómetros nada te protege ya de los rayos cósmicos.

—Es muy elevado entonces.

—Sin protección —Sofía quiso dejarlo claro—, este nivel de radiación mataría a una de cada cuatro personas en diez años. Si la base era permanente, necesitaban refugiarse. Es normal que vivieran enterrados.

—Qué barbaridad.

—Y eso es en condiciones normales. En el caso de una tormenta solar, sin la protección de la magnetosfera terrestre, sería mucho más peligroso...

—Era una época en la que no había antitumorales —Gamboa suspiró—. El mal del espacio entonces era mortal en la mayoría de los casos.

—El espacio es implacable. En el espacio el enemigo es el propio espacio.

No lo entiendo. ¿Por qué no colonizaban la Luna utilizando robots?

—Porque no estaban plenamente desarrollados. Hubo que esperar hasta el siglo XXIII para ver cómo se intentaba hacerlo durante la bien llamada Edad Robótica. Fue solo con el descubrimiento de los antitumorales en la Edad Biotecnológica, ya bien entrado el siglo XXV, cuando se volvió a la colonización con personas, incluyendo humanos.

La pista de tierra que habían seguido desde el polo sur terminaba aquí. Sergio conducía ahora por un camino que circunvalaba el poblado. Cuando llegaron al otro lado tomaron un caminito más estrecho, dirección norte.

Estamos a cinco kilómetros de la necrópolis.

En unos minutos Gamboa empezó a observar pequeños túmulos aquí y allá a los lados del camino que le recordaron mucho los mausoleos que se muestran en la vía Apia, en las afueras de Roma.

Al rato, Sergio estacionó el vehículo cerca de varios enterramientos cubiertos con lápidas labradas con una piedra blanca perfectamente pulida.

Hemos llegado al Tofet de la necrópolis.

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