Retorno

Sergei y Misha se sentían asqueados de vivir en Cartagena. Les repugnaban sus gentes y la vida plácida e indolente que llevaban. Les parecían gente débil, blanda, con una sofisticación banal que los ponía enfermos. Esa alegría hueca. De todo, lo que más odiaban era su felicidad. Esa gente estúpida y sonriente era incapaz de sospechar el infierno que suponía vivir en Baikonur.

En Baikonur la vida era muy distinta. En las Zonas No Descontaminadas la gente moría de hambre y enfermedades. La vida era sufrimiento. La verdad es que no se vivía, se sobrevivía, y para lograr la supervivencia sólo había una forma: servir a los poderosos. Sergei y Misha eran hermanos, siervos del gran señor de la seguridad de Baikonur, y estaban allí para hacer un buen trabajo. Gracias a eso, sus pobres padres, Yuri y Valentina, que ya habían superado los cuarenta años, tenían medicinas para sus enfermedades, en un mundo en el que hasta las medicinas más sencillas eran un artículo de lujo reservado solo para unos pocos.

Con gran satisfacción los dos hermanos habrían destruido esta ciudad decadente con todos sus idiotas felices. Habría bastado una pequeña bomba nuclear...

Pero tovarich Mijaíl ya les había criticado por su exceso de entusiasmo. Incluso un pequeño vertido radiactivo había escandalizado enormemente a estos ridículos latinos. A partir de ahora, solo podrían utilizar armas convencionales. Nada radiactivo, y eso era decepcionante.

Además, había un detalle esencial que Misha y Sergei habían pasado por alto. Era una metedura de pata, y es que aquel maldito viejo —que tanto habían disfrutado asesinando— era un nasiano importante, y parece que el muy canalla tenía algo escondido en algún sitio. Había que volver a la universidad y descubrir dónde narices lo tenía. Era peligroso, pero tovarich Mijaíl lo pedía y había que hacerlo.

—Puede haber un poco de radiactividad en la universidad, pero nunca habrá más que en Baikonur —dijo Sergei, el hermano mayor, mientras se rascaba una fea mancha de la piel de su cuello que siempre le picaba—. No me pienso poner el traje protector. Si hay problemas podría ser un estorbo.

Misha asintió, estaba de acuerdo.

—Es verdad, el traje da mucho calor. Pero ahora fíjate en lo que te voy a decir. Esta vez nada de radiactividad. Estos latinos no están acostumbrados. Si hay que matarlos, los matamos y ya está, pero nada de disfrutar.

Sergei no pudo disimular su enojo ante esta posibilidad, pero a tovarich Mijaíl se le obedecía y no había más consideraciones.

Los hermanos Sergei y Misha volvían a la universidad.

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