La Valparaíso.

El lanzador de masas electromagnético era un largo tubo de más de 80 km de longitud ubicado en la superficie de la Luna. Como estaba vacío, dentro de él podían ser aceleradas a gran velocidad las masas que querian enviarse al espacio. Para ello, un sistema de levitación magnética impedía que tocasen sus paredes.

Normalmente, las cargas eran aceleradas a algo más de cien veces la gravedad terrestre (lo que los técnicos llamaban 100 g) para enviarlas a cualquier lugar del sistema solar. Era un sistema práctico y muy barato.

Sin embargo, cuando dentro del tubo viajaban personas las cosas se complicaban porque esos empujes tan intensos los matarían al instante. Con seres humanos se imprimía una aceleración muy suave, que solía rondar una o dos veces la gravedad terrestre (menos de 2 g), hasta obtener los 1,68 km/s que se necesitaban para alcanzar la velocidad orbital. A los que estaban acostumbrados a vivir en la débil gravedad lunar (un sexto de g) esto no les gustaba y se quejaban, pero no solía presentar mayores dificultades para su organismo.

—Aquí todo es más fácil—dijo Sofía, cuando entraban en la cápsula del lanzador de masas—. Ni torres ni dirigibles espaciales. No hay atmósfera.

Sofía y Gamboa se sentaron en dos confortables butacas ergonómicas diseñadas para que pudieran soportar aceleraciones moderadas. El arqueólogo no hablaba. Sostenía en sus manos un holofolleto que les habían dado en la agencia de Viajes Orión, la naviera que otra vez había elegido Sofía.

El lanzamiento no duró más de 100 segundos. Era excitante. Esto no era comparable a ese lamentable transbordador Orión-X3 de cuarenta toneladas. La nave en la que iban a viajar era todo un interplanetario de más de mil toneladas, perfectamente equipado para largos viajes de muchos meses.

Y se llamaba Valparaíso.

Por los ventanales de la cápsula fueron viendo el interplanetario cada vez más cerca, desde un punto hasta una nave enorme. Tenía el típico diseño: una nave alargada, algo así como un largo eje de 700 m de longitud. A proa estaba la sala de mando desde la que la tripulación la guiaba. Allí (según el holofolleto), no eran permitidos los pasajeros. A popa, se veían las zonas no presurizadas con el habitual reactor de fisión, los motores iónicos y los voluminosos radiadores. En medio, estaban las zonas donde los pasajeros hacían vida y disfrutaban del viaje.

Pero lo más espectacular de la nave era el anillo que daba vueltas en torno a su eje produciendo una falsa sensación de gravedad, similar en intensidad a la de la Luna, aunque no era más que la fuerza centrífuga que producía el anillo al girar. Era grande, con ochenta metros de diámetro. Su giro majestuoso daba una vuelta completa cada medio minuto.

A Gamboa le fascinaba saber que esta nave del espacio exterior tenía su historia. La Valparaíso era muy antigua. Había sido construida hace doscientos años, en los tiempos de los colonizadores de las lunas de hielo del sistema solar. Algunos historiadores aseguraban que en la dotación de la Valparaíso, en aquel mítico primer viaje a las lunas jovianas, viajaba desapercibido un joven que trabajaba como técnico de mantenimiento. Dioscórides, aquel muchacho reservado, pasó a la posteridad por enseñarnos cómo había que colonizar el nuevo mundo. Un nasiano, por cierto, según los escritos del viejo profesor Smith.

Gamboa estaba muy interesado en conocer aquella nave. Se sentía como si le hubieran dicho que tenía que hacer un crucero por el océano Atlántico a bordo de la Santa María, la nao en el pasado capitaneada por Cristóbal Colón.

Pensó que iba a pisar el mismo suelo que Dioscórides pisó hace doscientos años para llegar a los nuevos mundos de hielo. Solo él supo entenderlos. Para colonizarlos no bastaba con enviar seres humanos. Había, por el contrario, que desarrollar personas no humanas, con intelecto, con sentimientos, pero biológicamente adaptadas a esos ecosistemas tan distintos del nuestro. Los fondos de los mares bajo las cortezas de hielo de aquellos mundos helados ofrecían posibilidades insospechadas. Allí vivían millones y millones de seres no humanos, pero tan personas como cualquier otro.

La vida de aquel joven Dioscórides seguía envuelta en el misterio. Muchas eran las preguntas sin respuesta. Nadie podía explicar cómo prácticamente de la nada surgieron esos seres extraordinarios, tan perfectamente adaptados a las condiciones de los mares abisales de Europa, la luna de Júpiter.

Por ejemplo, el análisis de los genomas de los cefalópodos europanos reveló extraordinarias similitudes con el pulpo común (Octopus vulgaris) y los pulpos abisales (Vulcanoctopus hydrothermalis) de los mares de la Tierra, pero seguía habiendo algo. Algunos genes eran sumamente exóticos y no terminaban de comprenderse.

De alguna manera, la Valparaíso había sobrevivido al paso de los siglos escapando al desguace, hasta que una naviera la había comprado de saldo para someterla a una profunda puesta a punto, ampliándola y convirtiéndola en un interplanetario para viajes turísticos. Ahora aquel antiguo transporte de colonizadores y emigrantes en busca de un mundo mejor se había convertido en una nave de lujo, capaz de llevar a doscientos pasajeros durante un viaje de varios meses hasta Marte, Ceres, el cinturón de asteroides y más allá.

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