Kilómetro diez. Dirigibles aéreos.
Tras un saludo la pareja quiso iniciar una conversación informal. La mujer le dirigió la palabra a Sofía:
—A la Luna de vacaciones, ¿verdad?
—Algo así. ¿Ustedes también?
—Nosotros vamos más lejos, hasta Ceres. Se nos casa un hijo y vamos a hacerle una visita.
—Un viaje largo. Espero que lo disfruten y no se les haga pesado.
—Nuestro hijo es un nauta que vive de las minas del cinturón de asteroides. No para. Siempre está con su nave de aquí para allá, y ha venido a recogernos a la órbita baja de la Tierra. Todo un detalle por su parte. Desde que salió de España, hace ya algunas décadas, estamos sin verlo. No hay duda de que disfrutaremos del viaje.
El hombre de la pareja continuó hablando de su hijo cuando terminó su mujer.
—Estamos muy excitados ante la posibilidad de ver a nuestro chico. Tenemos ganas de darle un buen abrazo. Hace tanto tiempo, que solo ha llegado a la órbita baja. Él ya no puede volver a la Tierra.
—¿No puede volver? —dijo Sofía con sorpresa.
—La gravedad, ya sabe. Mucho tiempo en las naves espaciales, en ingravidez, las piernas terminan atrofiándose, el corazón se debilita y ya no se puede volver. Es verdad que todas las naves tienen anillos centrífugos para crear gravedad artificial, pero ya sabe lo que dicen de los nautas...
—"Una vez en el espacio, siempre en el espacio" —dijo Sofía.
—Por cierto —apuntó el hombre la pareja—. Si viajan a la Luna no dejen de visitar el barrio mexicano de Metztli. Dicen que es muy divertido, con sus tiendas y sus restaurantes, lleno de las tradiciones y costumbres típicas de la Luna. Hay restaurantes que solo sirven vegetales cultivados en el regolito lunar, y que su comida tiene un sabor característico, como más ácido. Y no olviden que el mezcal que se sirve en la Luna es mucho más fuerte que el de la Tierra —el hombre se animaba—. Ya saben...
—Me contaron —apuntó la mujer de la pareja— que las agencias de viajes ofertan excursiones fantásticas por la superficie de la Luna. Debe ser emocionante ponerse un traje para dar un buen paseo por el regolito lunar.
—Lo tendremos en cuenta. Muchas gracias —respondió Sofía.
—¿No te habrás olvidado las pastillas, Jacinto?
—Lola, si las olvidamos no pasa nada. Seguro que el chico las lleva en la nave.
—¿Pastillas para el mareo?
—No, qué va —dijo Jacinto—. Antitumorales. Ya saben. La radiación del espacio en los viajes largos, si no los tomas...
—¿Lo conocían? Hace muchos años —dijo el ingeniero naval desde la silla de ruedas—, cuando no se conocían los antitumorales y el "Mal del espacio" era mortal, los viajes interplanetarios estaban casi todos robotizados. No viajaban personas. Los tripulados eran anecdóticos y siempre moría alguien... Solo cuando se inventaron los antitumorales se pudieron hacer viajes largos. Siempre estamos hablando de motores iónicos y grandes diseños de naves espaciales, pero solo con el descubrimiento de los antitumorales se hizo posible la colonización del sistema solar externo.
Empezaban a hablar de historia y Gamboa no podía resistir la tentación. Tuvo que intervenir, dirigiéndose al ingeniero:
—Usted parece conocer bien la historia de la navegación espacial. ¿Qué nos recomienda ver en el Museo del Espacio?
—Hombre, soy ingeniero naval. Es mi tema. ¿Cómo no iba a gustarme? Mire, le recomiendo especialmente la visita a la llamada Sala Rusa. Allí están los restos encontrados en la Luna más antiguos que se conocen. Los arqueólogos los hallaron en el Mare Imbrium, donde rescataron un artefacto diminuto, por supuesto no tripulado, datado de 1959. ¿Lo oyen? Nada menos que de 1959.
—Interesante. ¿Le suena de algo Neil Armstrong?
—Me suena, sí, la verdad —dijo el ingeniero, haciendo memoria durante unos segundos—. ¡Ah, claro! Armstrong fue uno de los primeros en llegar a la Luna. En la Sala América del museo está la famosa placa del Apollo XI donde los tres astronautas dejaron su firma junto a una inscripción en norteño.
Kilómetro cincuenta.
Bienvenidos a la zona internacional.
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