Johnny Boy.

En la superficie lunar era de día y el Sol pegaba fuerte. Sergio les había advertido de que la temperatura exterior superaba ampliamente los 100 °C. Habrían podido cocinar un par de huevos fritos en la carcasa externa del electrocamión.

Gamboa se puso el traje lunar. Era como un mono ajustado a su cuerpo que le proporcionaba gran movilidad. A pesar de su escaso grosor era muy resistente ante cualquier impacto o desgarro, estando confeccionado con materiales capaces de mantener su presión interna a pesar del vacío de la Luna. Se había puesto un traje de día, de color blanco brillante para reflejar bien la luz, provisto de una red interna de pequeños microtubos por los que circulaba un fluido refrigerante que lo mantendría fresco. En las manos llevaba unos guantes muy finos que le permitían mantener algo de tacto y en los pies unas botas especiales perfectas para caminar sobre el abrasivo regolito. El casco era totalmente transparente, aunque llevaba protección para filtrar los rayos más nocivos del Sol. Por la nuca salían unos tubos flexibles que conectaban con la pequeña mochila de soporte vital que llevaba a la espalda para proporcionar el necesario oxígeno. Tenía una autonomía de siete horas, más que de sobra para lo que iba a hacer.

Por supuesto, Gamboa no olvidó meter su electrolupa en uno de los bolsillos.

La esclusa estanca era pequeña y no cabían los dos a la vez así que, para enfado de Sofía, Gamboa insistió en que solo saldría uno, el otro no tenía que arriesgarse innecesariamente. De cualquier forma, ella quiso ponerse su traje por si era necesario salir en caso de emergencia.

Cuando la esclusa se cerró herméticamente y se vació por completo de aire, la presión se había igualado con la del exterior. Sólo entonces pudo abrir con seguridad la escotilla, que se abría por uno de los laterales del vehículo.

Tras un pequeño salto, Gamboa sintió el crujir de la tierra bajo sus pies al impactar sobre la superficie lunar. Dio unos cuantos pasos en dirección al Tofet.

—¿Qué tal? —sonó la voz de Sofía por el intercomunicador.

—Perfectamente —respondió.

Gamboa no pudo evitar recordar los voluminosos e incómodos trajes espaciales de Armstrong y Aldrin durante la misión Apolo XI. Esos trajes EMU de la NASA de casi cien kilos de peso terrestre eran una auténtica tortura. En cambio, con el que él llevaba, hubiera podido salir corriendo de ser necesario, aunque prefería actuar con prudencia.

Al acercarse al grupo de lápidas del Tofet, se fijó en una de las más alejadas. La conocía bien. Su viejo profesor Víctor Smith le había hecho estudiarla hasta la extenuación durante el doctorado. Se acercó para ponerse en cuclillas a un lado. Pasó su mano sobre la blanca piedra y, aunque finamente pulida, pudo percibir pequeñas irregularidades. "Micrometeoritos", pensó. No en vano el túmulo de Johnny Boy llevaba casi 800 años expuesto a la intemperie.

Luego, de rodillas sobre la lápida, sacó la electrolupa y empezó a estudiar el epitafio con resolución media. Había un pequeño puntito en la O de JOHNNY. Puso la electrolupa a resolución alta.

Ahí estaba. Tomó la unidad de memoria y la depositó en una bolsita de muestras.

Siguiendo la tradición, habían sido dejadas a los pies de la lápida numerosas piedrecitas. Antes de irse, Gamboa puso otra más que había cogido del suelo, en señal de respeto a ese niño llamado Johnny Boy.

Al volver al vehículo entró por la esclusa. Tras presurizarla, empezaron a funcionar los aspiradores para eliminar el peligroso polvo lunar, que tan dañino puede ser para los pulmones del ser humano. Solo cuando los indicadores mostraron que el nivel de polvo del aire de la esclusa dejaba de ser peligroso, se abrió y Sofía pudo unirse a él para ayudarle a quitarse el traje.

Sonriente, Gamboa sacó la unidad y la cargó en su intercomunicador y en el de Sofía.

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