John Carter.
Carter pidió otro whisky más en un sucio tugurio del Barrio Norte. Lo hizo sin hablar, haciendo un pequeño gesto con un dedo, señalando su vasito para que se lo rellenasen.
El barman robótico le puso la botella directamente para que se fuese sirviendo y no le hiciera perder más tiempo. Estaba ocupado atendiendo a alguien por el intercomunicador.
Tras beber un sorbo pensó que tenía que moderarse un poco. Era un destilado muy fuerte y no parecía adecuado que estuviera totalmente ebrio cuando llegase su invitado. No tenía ninguna duda. Sabía que iba a venir. Era de ese tipo de gente en la que la curiosidad siempre era más intensa que la prudencia.
Malapert era el nombre del mugriento bar. En sus sucias paredes se adivinaban las holoimágenes —ahora desgastadas—, de la cordillera con el mismo nombre. En el pasado, el garito había sido un sitio decente, un lugar de encuentro en el que los excursionistas se reunían para preparar viajes a los cercanos montes Malapert. Lo llamaban senderismo lunar. Estaba de moda, pero, un aciago día, un accidente mortal en aquellas montañas malditas había ahuyentado a la clientela y, desde entonces, todo había ido degenerando.
Un ruido en la puerta de entrada le hizo levantar la vista. Ya había llegado.
Le cogió al barman dos vasos limpios y la botella de whisky para sentarse en torno a una mesa con el teniente Castillo. Allí, llenó los dos vasos y elevó el suyo en ademán de brindar.
—Salud —dijo.
Castillo dudó durante unos segundos, concluyendo que era seguro tomarse esa copa con el rubio norteño, ya que bebían de la misma botella. Tomó su vaso y lo analizó. Parecía limpio en los bordes. Lo elevó lentamente, mirando a Carter a los ojos y apuraron su contenido de un trago.
Aquel whisky era mucho más fuerte que el de la Tierra. Los dos dejaron el vaso con un golpe en la mesa soltando un gemido ronco a medida que el mejunje les quemaba el esófago.
—Sigues sin gustarme, Houston —dijo Castillo con una voz grave, rota por el trago de whisky.
Carter sonrió, divertido por la situación. Le gustaba aquel hombre. Pensó que no era peligroso darle el nombre falso que había recibido para esta operación.
—Me llamo John Carter.
—¿Para quién trabajas, John Carter?
—¿Importa acaso?
—¿Mataste a Ernesto Mendaña en el Orión-X3?
—¿Cree usted que fue asesinado?
—Sí.
—¿Cómo lo sabe? ¿Lo mató usted?
—No juegues conmigo, Carter. ¿Qué hacías ayer en el museo?
—¿Turismo?
—Me estás haciendo perder el tiempo. ¿Qué es lo que querías contarme?
Carter miró a un lado y a otro. Estaban solos en el bar, a excepción del barman robótico. Ese movimiento era estúpido. Una manía de los viejos tiempos. Aquello podía estar lleno de micrófonos y nunca se enterarían.
—Uno de mis informadores —comenzó a hablar en voz muy baja, con un susurro, y Castillo se tuvo que acercar para oírle bien— me ha comentado que hace unos días hubo un forzaje de la seguridad de la Ciudad de la Luna.
—Tienes contactos en la seguridad... Eso es corrupción. ¿Sabes que puedo convertir tu vida en un infierno por eso?
—¿Quiere saber lo que tengo que contarle o no?
Castillo se calló invitándole con un gesto a proseguir.
—Fue el mismo día en el que el Orión-X3 llegó a la Luna.
—¿Qué pasó?
—Alguien forzó un electrocamión de esos que se mueven por la superficie exterior y entró en la base.
—¿En la Ciudad de la Luna?
—Sí. Una o varias personas. Las inteligencias artificiales se están volviendo locas para localizarlos en las holocámaras de seguridad, pero hasta ahora no lo han conseguido.
—Gente sin identificar. Ilegales en la Luna. No es una buena noticia. Aquí todo está muy controlado. Esto no es normal. Es raro.
—Va a ocurrir algo, teniente. Algo grande. Que Dios nos proteja a todos.
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