Introducción.

El olor a carne humana quemada inundaba la sala. El profesor Víctor Smith ardía por dentro, literalmente, con sus tejidos orgánicos deteriorándose por el efecto del ácido corrosivo. Caído en el suelo, su piel iba cambiando de color, adquiriendo una tonalidad blancuzca, lívida, mortecina. El ácido que le habían inyectado disolvía sus vísceras. Sangre y otros fluidos corporales escapaban por todos los orificios de su cuerpo. Mechones de pelo se le desprendían. Parecía imposible que un ser humano pudiera sobrevivir demasiado tiempo a un castigo tan cruel.

Sergei disfrutaba observando cada detalle de la agonía del viejo profesor, pero pensó que había llegado el momento de terminar el trabajo. Había que irse.

—Spasiva, amigo —dijo—. Me he divertido mucho contigo.

Sergei, que vestía un traje protector NBQ porque lo que le habían inyectado al viejo profesor era muy radiactivo, se agachó para tomar el brazo de su víctima con la intención de inyectarle más de ese algo que la estaba matando.

—¡No, por favor! ¡Otra vez no! —suplicó el profesor Víctor Smith con una voz apenas audible—. ¡Les contaré todo lo que quieran saber!

Un blando. Sergei pensó que el nasiano era un blando. No aguantaba el dolor e imploraba por su vida. Suplicaba y se quejaba, y eso a Sergei le encantaba. Quedó extasiado, disfrutando de su crimen, de su obra de arte, pensando entonces que podían esperar unos minutos más, solo un poco más. Decidió no inyectarle nada y se puso en pie para deleitarse con la contemplación de la escena:

—I will tell you the Secret. ¡The Secret! No more lies —siguió implorando con su débil voz moribunda.

Sergei puso su pie encima de la mano del profesor. Empezó a pisarle, primero suave, pero luego con decisión, con fuerza, cargando todo el peso de su cuerpo sobre la mano de su pobre víctima; y mientras lo hacía, observaba con atención la cara del viejo profesor, buscando algún gesto, algún indicio de dolor, alguna señal que le indicase que lo estaba haciendo bien.

—¿Has oído, Misha? —dijo Sergei— Este maldito nasiano nos contará todo lo que queramos oír...

Misha sintió que el maldito nasiano le ponía nervioso. Estaba cansado de oír las patéticas mentiras que contaban todos. Sentía rabia, odio y un profundo desprecio. Quería ver cómo la vida terminaba en ese ser humano.

—Me aburre este estúpido, tovarich. Voy a terminar con él de una vez. Le voy a inyectar más.

Pero Sergei se lo impidió con un ademán.

—Dejémoslo así —continuó—. Tiene dentro radiactividad para morir cien veces. Que el nasiano se muera lentamente es mucho mejor...

Y al marcharse aquel par de asesinos, Sergei no pudo evitar volverse para mirar atrás, y disfrutar de su último momento de deleite con la contemplación de la tortura  de ese maldito nasiano...

Tras irse, el anciano profesor Víctor Smith quedó tirado en el suelo del aula de Arqueología Arcaica de la Universidad de Cartagena. Estaba agonizando en aquel sitio donde tantas veces había disfrutado de la compañía de sus alumnos. Alzó la vista con dificultad para poder contemplar en la holopizarra el diagrama del yacimiento arqueológico de Tikal sobre el que había disertado en su última clase magistral. La tristeza le invadió cuando comprendió que sería la última de su vida.

El aula parecía un pequeño museo. A la derecha de la holopizarra estaba la desvencijada maqueta de la carabela española Santa Ana, reconstruida a partir de los restos del pecio encontrado en aguas poco profundas, cerca de Jamaica; al lado quedaba ese ancla de bronce recuperada cerca de Bocachica. Había muchos otros hallazgos más. Su favorito era ese raro billete de diez dólares americanos del siglo XXI expuesto en la vitrina, tan magníficamente conservado. Todos esos tesoros suponían para él recuerdos inolvidables de las muchas expediciones arqueológicas que había liderado durante su prolongada carrera profesional. Todos esos recuerdos, que tan gratos le eran, se perderían con su muerte. Sintió una pena inmensa.

De repente, el viejo profesor comprendió que no era momento de lamentaciones. Quedaba mucho por hacer. Tenía asuntos que atender más importantes durante los pocos minutos que le quedaban de vida. Respirando con dificultad, soportando un inmenso dolor, se arrastró con torpeza para salir del charco de suciedad que le rodeaba. Con grandes dificultades consiguió con las escasas fuerzas que le quedaban llegar hasta una zona limpia del suelo del aula donde comenzó a escribir utilizando su propia sangre...

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