Inoportuno Bacardí
El calor del verano no era tan intenso como el que sintieron al bajar del volador. El lóbrego y triste calabozo, situado en los sótanos de la comisaría de La Habana, era un lugar oscuro y húmedo, pero fresco. La yuca que les dieron para cenar no era muy sabrosa. No les importó. No habían probado bocado desde la mañana y comieron con avidez.
La celda estaba rodeada por negros barrotes de acero. No tenía mucho más que el par de catres en los que descansaban y un pequeño aseo. El teniente Castillo había sonreído ampliamente cuando los dejó ahí encerrados y se despidió con un "les estaré observando en todo momento".
Sin embargo, en aquel agujero sombrío y tenebroso, Gamboa se sentía feliz al pensar que un lugar, por lúgubre que pudiera ser, vale tanto como las personas que te acompañan. Se sentía afortunado porque qué mejor compañía podía desear que los intensos ojos verdes de Sofía. Una mujer cantaba en algún distante lugar y su musiquita, rítmica y cadenciosa, se colaba en la celda.
¿Qué te importa que te ame,
si tú no me quieres ya?
Sofía se incorporó para acercarse a él. Al ver su silueta moverse en la penumbra de la celda, Gamboa, que estaba tumbado, se sentó en el catre. Sofía se encontraba inquieta. No dejaba de cuestionarse las cosas.
El amor que ya ha pasado
no se debe recordar.
—Quiero hacerte una pregunta —dijo.
La cancioncita estaba acompañada de una triste y lenta guitarra.
Fui la ilusión de tu vida
un día lejano ya.
Hoy represento el pasado,
no me puedo conformar.
—Lo que quieras —dijo Gamboa.
Si las cosas que uno quiere
se pudieran alcanzar...
—Díme. Cuando lleguemos al final de esta aventura de trucos y acertijos, ¿qué crees que encontraremos? ¿Cuál será el legado de los nasianos? ¿Cuál es su secreto?
...tú me quisieras lo mismo
que veinte años atrás.
Sofía se sentó junto a él en el catre, mientras Jorge tuvo que reconocer que era una cuestión interesante.
Con qué tristeza miramos
un amor que se nos va.
—No lo sé, Sofía. No lo sé, pero sí sé que será algo hermoso. Algo admirable.
Ella se le quedó mirando fijamente a los ojos, mientras Jorge hablaba, disfrutando de cómo el verde de su mirada contrastaba con el color canela de su rostro.
—Seguro que algo tan bello como la historia de Hipatia de la Biblioteca de Alejandría. ¿La recuerdas?
Es un pedazo del alma
que se arranca sin piedad.
Ella le miró intensamente y abrió ligeramente sus labios rojos y carnosos. Él, mecido por la música de la guitarra, triste y cadenciosa, se acercó para besarla.
—Buenas noches —sonó la voz áspera y desagradable del teniente Castillo, interrumpiéndoles—. Les he traído algo.
El teniente Castillo sonreía bajo su espeso bigote. Llevaba tres vasos y una botella de ron Bacardí. Quizás no era consciente de lo inoportuno que era; o quizás sí y le importaba un bledo.
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