Imposible.
—Me temo que es totalmente imposible —dijo la doctora Guadalupe Fernández, directora del Museo del Espacio.
Habían sido tres días de angustiosa espera, ahorrando todo lo posible, estirando el dinero, y vividos por Gamboa con suma impaciencia, hasta que consiguió que la directora le concediera unos minutos en la planificación de su ajustada agenda.
Si por él fuera, ya se habría vuelto a la Tierra. No le gustaban los despachos, ni los directivos que había en ellos. De hecho, le producían urticaria. Lo suyo eran la universidad, las clases y el trabajo en el medio arqueológico. Por suerte, Sofía le daba fuerzas para superar esta situación.
Lo más difícil había sido obtener el número personal de su intercomunicador, pero gracias a un amigo de un amigo lo había conseguido. El resto consistió en esa espera impaciente.
Y todo para que ahora le dijeran que no.
—No esperaba una respuesta tan tajante —dijo Gamboa, visiblemente nervioso. Permanecía sentado en la punta del asiento de la butaca, mientras que al otro lado de la mesa la directora se negaba a concederle su petición.
Tras casi una hora de espera para ser recibido, había entrado en el despacho. Le había parecido pequeño para los estándares de la Tierra, aunque amplio para los de la Luna. Estaba decorado con un gusto espartano. Sobrio, sin más adornos de los necesarios. Tras ella, se veía el holoretrato de un señor con bigote en una pose pretenciosa que debía ser alguien importante allí en la Luna, quizás el alcalde. A su derecha, la bandera de la Luna y, a su izquierda, una vitrina con pequeños objetos, entre ellos una miniatura de dudosa calidad del Eagle, de esas que compraban los turistas.
—Reconozca que su petición es, cuando menos, extravagante —dijo la directora.
—Bueno —Gamboa intentó mostar seguridad, sin demasiado éxito—. No es tan extraño que un arqueólogo quiera examinar una pieza de la colección. Estaba de vacaciones y pensé que...
La directora sentía que estaba perdiendo su precioso tiempo.
—¿De vacaciones? ¿No lo hace como parte de un proyecto de investigación arqueológica? —se cruzó de brazos, visiblemente enojada—. Doctor Gamboa, desde el mayor respeto a su carrera profesional y a sus interesantes hallazgos en el yacimiento de Arecibo, me permito volver a insistir en ello. Es imposible.
—Ya veo, doctora Fernández. ¿No hay posibilidad de acceder a la placa original del Apolo XI en sus laboratorios? ¿Es un objeto tan confidencial?
El rostro moreno de la directora empezó a enrojecerse.
—No lo entiende. No es eso, doctor Gamboa.
—Explíquemelo entonces, por favor —Gamboa sintió que recuperaba algo de aplomo.
—De acuerdo, pero antes tendrá que responderme a una pregunta.
—Lo que usted quiera, doctora Fernández.
—¿Qué tiene esa placa para que todo el mundo quiera analizarla?
Gamboa intentó disimular su sorpresa, pero no lo consiguió.
—La placa del Apolo XI es una de las piezas más emblemáticas del museo —dijo, intentando sonar convincente—. Cuando me enteré de que no estaba expuesta la original, sentí gran interés por estudiarla brevemente... ¿Quién más le ha solicitado analizar la placa?
—Veo que sigue sin entenderlo. La placa no está en ningún laboratorio.
—¿Qué pasó?
—Aquel ingeniero famoso. Ya sabe usted. Iñigo D'Arcangelo.
—¿La tiene él? —preguntó Gamboa.
—La solicitó para su análisis hace unos meses y está en su despacho, el lugar donde encontraron su cuerpo destrozado. ¿Lo entiende ahora?
—Sí —asintió.
—No puedo facilitarle acceso a esa pieza arqueológica porque está en el despacho de Íñigo D'Arcangelo, en la escena de un crimen. El lugar lleva varios meses precintado por la policía.
—Esto es algo inesperado —dijo Gamboa intentando mostrar indiferencia, aunque sintió que había estado a punto de caerse del asiento.
—Fue por eso que construimos una réplica de la placa —dijo suspirando, como el que confiesa un secreto.
—Claro.
—Entiéndalo, doctor Gamboa. Es imposible.
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