Hacia la Luna.

El teniente Castillo, enfurecido, frenó el volador en seco, drásticamente, dejándolo estático en modo helicóptero en mitad del mar. Estaban a un kilómetro de altura. Desde allí se divisaba claramente la ciudad de Cartagena. Cerraba los ojos de puro enfado mientras negaba con la cabeza. Esto superaba todo lo que podía tolerar.

—No vamos a la Luna, ni se les ocurra plantearlo. Me niego.

Pero Gamboa empezaba a conocer sus puntos débiles y sabía cómo convencerle.

—Entonces tendrá que aceptar que, después de tanto esfuerzo, alguno de esos relamidos de la Luna será el que resuelva el caso más importante de su vida. Las medallas serán para ellos, y a usted no le recordará nadie.

Castillo no se veía convencido.

—No pienso pedirle a mi comandante permiso para algo así. Ya me puse en evidencia con la petición para viajar a la Florida. Otra vez no.

Pero Gamboa no le iba a dejar escapar tan fácilmente.

—Está usted herido en la pierna, teniente. Esos canallas le pegaron un tiro y todavía no puede andar bien. Si pide unos días libres, nadie se lo podría reprochar. Además, también debería anular la orden de detención que pesa sobre nosotros...

Sofía ayudó a Gamboa en su tarea.

—Podríamos comprar los billetes para el viaje a la Luna ahora mismo. Cada uno de su bolsillo —se lamentó Sofía—. No será barato, ya saben, prepárense, porque nos costará muchos pesos. El sueldo de un mes de trabajo...

El teniente Castillo, nervioso y fastidiado, se acarició su enorme el bigote con inquietud.

—Señor Gamboa, doctora Tolima, son ustedes las personas más retorcidas y perversas que nunca he conocido... —Castillo alzó la vista—. Bogotá, nuevo cambio de rumbo. Vamos a Quito y, desde allí, a la Luna.

Anulamos rumbo a Cartagena.
Nuevo rumbo: Quito, en Ecuador.
Sin embargo, desde allí no puedo ir a la Luna.
Le recuerdo que el volador no puede salir de la atmósfera terrestre.

—Lo sé. Lo sé.

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