En busca de John Glenn

A pesar de lo incómodo del traje NBQ, consiguieron saltar sobre el suelo de cemento con relativa facilidad. Los contadores Geiger daban unos niveles de radiactividad muy elevados, en el que morirían de no llevar los trajes. De cualquier forma, Sofía le comentó a Jorge por el intercomunicador que tras este paseo no les vendrían mal unos cuantos antitumorales.

El calor era implacable. Por suerte, los trajes estaban provistos de hidratadores que les permitían beber dentro de ellos.

—Tienen doce horas. Vuelvan a tiempo o me iré sin ustedes —gritó Castillo por el intercomunicador, justo antes de subir con el volador a una cota de seguridad de doscientos metros en la que permaneció estático.

Estuvieron observando las construcciones sin demasiado éxito. Nada les daba información sobre la ubicación de la plataforma catorce ni que hubiera cerca algo relacionado con John Glenn. Ni siquiera sabían en cuál estaban.

—Esto es imposible. Jamás encontraremos lo que buscamos —decía Sofía desesperada.

Nada recordaba a John Glenn en este paraje, y ésta era solo una de las decenas de plataformas de lanzamiento que habían visto desde el cielo. Necesitarían muchos días para revisarlas hasta encontrar la catorce.

Finalmente, cansados de perder el tiempo en aquel lugar, decidieron salir de la plataforma de lanzamiento por un camino de tierra que los conducía a la carretera principal. En la entrada de la instalación encontraron una señal metálica muy deteriorada, tirada en el suelo, en la que quizás estaba escrita la palabra WELCOME.

La bienvenida no se hizo esperar. Al llegar a la carretera principal un disparo les sorprendió. Sonaba como un primitivo fusil de balas de plomo. Se echaron cuerpo a tierra sobre el suelo radiactivo.

Tras oír un segundo disparo, permanecían tumbados boca abajo. Al levantar la cabeza vieron a dos personas frente a ellos.

Eran norteños.

Parecían muy sorprendidos. Sin duda, no estaban acostumbrados a encontrarse con personas vestidas con el traje NBQ amarillo de la policía, en el que solo podían verse los ojos de las personas que lo usaban.

Eran rubios, algo muy habitual entre los norteños. Dos chicos jóvenes, que a la vez producían una extraña impresión general de envejecimiento. Aunque el mayor de ellos —el que llevaba el fusil—, no tendría más de veinte años, en sus caras se apreciaban numerosas manchas y eccemas; tenían los rostros con la piel irritada, abrasada por la radiación. Vestían ropas arcaicas: camisas de cuadros, y esos pantalones vaqueros azules tan habituales en la antigüedad...

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