Embarque
Al embarcar en el dirigible espacial el ingeniero naval Ernesto Mendaña dejó la silla de ruedas alquilada durante su estancia en el planeta Tierra. La había necesitado durante todo este tiempo porque había nacido en la Luna y su cuerpo, aquejado por la osteoporosis, apenas podía soportar la intensa gravedad terrestre. Sus piernas, especialmente, carecían de la masa muscular necesaria para poder mantenerse erguido sin problemas. Se sentía feliz de salir de ese infierno de gravedad que era la Tierra, pero quedaba un último esfuerzo. Había que alcanzar el dirigible y eso implicaba caminar por el finger. Un trayecto de más de cien metros por ese túnel flexible y articulado que conectaba "La Torre" con el dirigible espacial. Un estrecho pasadizo sometido a la terrible gravedad terrestre durante el que ya no tenía la silla de ruedas. No era el tipo de cosas que se podían hacer cuando ya se tenía más de cien años.
Por suerte, había conocido a un grupo de gente amigable en el ascensor. Jorge era un hombre joven. Un arqueólogo de vacaciones, nada menos, que se prestó a ayudarle. Ernesto pasó su brazo sobre los hombros de Jorge y eso le permitió aliviar el paso durante el corto pero tortuoso trayecto. Para no retrasar a nadie, se pusieron al final del numeroso grupo de cincuenta personas que embarcaba.
Ernesto pensó que Sofía, la chica que acompañaba a Jorge en el viaje a la Luna, era una delicia de persona. También le ayudó sujetándolo por el brazo que no apoyaba sobre Gamboa. Una chica inteligente, además. Doctora en medicina. Nada menos.
El ingeniero se sintió extrañado porque también viajaba con ellos un hombre un poco más mayor. Era inquietante y taciturno, acariciándose continuamente el bigote. Sofía y Jorge, cuando se dirigían a Castillo —pues parecía llamarse así el hombre extraño—, debían conocerle bien, pero le trataban con deferencia, con un inexplicable respeto entre personas que se suponían disfrutando de unas vacaciones. Algo no encajaba.
Al entrar se sentaron al final de la cabina de pasajeros del dirigible. Había cuatro asientos por fila, dispuestos de dos en dos, al quedar separados por el pasillo central. Castillo y Sofía se pusieron juntos, y Jorge y Ernesto también.
La pareja que quería viajar a Ceres para asistir al matrimonio de un hijo llegó tarde, cuando ya se anunciaba la última llamada. Entraron jadeantes y sofocados porque se habían entretenido durante demasiado tiempo haciendo compras de última hora.
Un leve traqueteo sacudió toda la nave. Se sintieron levemente empujados contra el asiento. Iniciaban el viaje.
—¿Cuánto tardaremos en ponernos en órbita con el dirigible? —preguntó Jorge Gamboa.
—En poco más de una hora entraremos en órbita de aparcamiento —le dijo Ernesto—, y allí transbordarán ustedes hacia la Luna, ya que ustedes no viajarán hasta la Estación Espacial Internacional. Tendrán que transbordar antes, para embarcar en el transporte lunar.
—Me alegro de estar sentado en una butaca espacial tan confortable —continuó Ernesto—. En otro caso se me haría insoportable el despegue. Por suerte para mí, mis problemas acabarán en breve, justo al salir de la gravedad terrestre. Por desgracia, también será cuando empiecen los problemas para usted, estando adaptado a vivir en la Tierra. Sus problemas empiezan cuando los míos acaban. Es curioso.
—No le entiendo. ¿Por qué debería yo tener problemas?
—¿Qué modelo de transbordador lunar le ha tocado?
Jorge miró entre sus papeles con torpeza, sorprendido por la pregunta del ingeniero.
—En la tarjeta de embarque pone Orión-X3.
—¡Puaj! Un X3.
—¿Debería preocuparme?
—Pensaba que ya no se utilizaban esos cacharros. Cada año llegan al astillero un par de esas cafeteras para el desguace. ¿Lo sabe? La gente a los Orión-X3 los llaman de broma Orión-Estrés. Supongo que ustedes han contratado el viaje a la Luna en la tarifa económica...
—Pues sí.
—Mala idea. Las X3 son pura chatarra. Tardan nada menos que casi tres días en llegar y, por supuesto, no llevan anillo centrífugo.
—¿Eso es malo?
—El anillo centrífugo se incorpora en las naves que viajan al espacio profundo para crear gravedad artificial y así aliviar los efectos que sobre el cuerpo humano tiene la ingravidez. Los transbordadores no llevan. Si es la primera vez que viaja al espacio y ha nacido en la Tierra, le aseguro que sí que es malo. No será agradable. Ya sabe. Náuseas, desorientación, confusión, vértigos. Supongo que no habrá hecho ejercicios de preparación para el espacio ni se habrá medicado. Tendrá una bolsita para lo que usted ya sabe. Téngala a mano —dijo el ingeniero sonriendo con aire divertido.
—Sí. Es mi primera vez y me está poniendo usted nervioso.
—No dirá que no le previne. Las naves Orión-X4 y las nuevas Orión-X5 tampoco incorporan anillo centrífugo, pero llevan solo diez personas y, lo más importante, tardan la mitad de tiempo en llegar a la Luna. Sin embargo, las X3 son pura chatarra. Lentas y muy poco confortables.
—¿Son pequeñas?
—imagínese. Veinte pasajeros hacinados de cualquier forma y durante tres días encerrados en cuarenta toneladas de lona, impulsadas por un lento motor iónico de cien megavatios. Súmele a eso que la mitad de los pasajeros ya habrán empezado a vomitar en la primeras dos horas... No será un viaje de placer. Se lo aseguro.
—Es curioso. El módulo de mando del Apolo XI pesaba treinta toneladas para tres personas, sin contar con el módulo lunar asociado, que incorporaba dieciséis toneladas más. Para tres personas.
—Nada menos. Bueno. Eran otros tiempos. Ahora las naves son mucho más ligeras. Casi no hay metal. Cuando entre en el transbordador, si toca las paredes, notará la textura de un tejido similar a la tela de nuestros vestidos. No hay metal.
—El Saturno V —dijo Gamboa, que releía furtivamente en su intercomunicador sin que Ernesto se diera cuenta la documentación técnica obtenida en la placa del Mensaje de Arecibo— fue el cohete químico que envió la misión Apolo XI a la Luna. Era un cohete pesado, rígido, metálico, de casi 3.000 toneladas y 110 metros de altura. Despegó el 16 de julio de 1969 impulsado por sus cinco sucios y contaminantes motores de keroseno de la etapa inicial, la S-IC. A los 2 minutos y 41 segundos, cuando la nave habiendo alcanzado los 68 kilómetros de altura y 2,8 km/s de velocidad, la etapa se separó, seguida del encendido de la siguiente etapa. Esta segunda etapa, la S-II, con cinco motores que se alimentaban de hidrógeno líquido, era más limpia, y funcionó durante 6 minutos, llevando la nave hasta 175 kilómetros de altura y 7 km/s de velocidad, quedando casi en órbita. Es entonces cuando entró la tercera y última etapa, la S-IVB, que con un único motor de hidrógeno, funcionando durante 2,5 minutos, dejó la nave en una órbita terrestre más o menos circular, de unos 180 kilómetros de altura. Qué primitiva forma de viajar al espacio. Qué locura meter a tres seres humanos en semejante artefacto. Qué riesgo tan innecesario... Por lo demás, desde esta órbita terrestre activaron por segunda vez la etapa S-IVB durante unos 6 minutos hasta alcanzar los 10,8 km/s necesarios para alcanzar la Luna. Desde allí, tardaron unos tres días en llegar a la órbita lunar. Eran tan lentos como un Orión-X3.
Se produjo un pequeño silencio.
—Me sorprende su conocimiento técnico de la misión Apolo XI. ¿Dónde ha obtenido toda esa información?
—Soy arqueólogo. Ya se lo dije.
—No juegue conmigo. Esas etapas y módulos del Apolo XI no se conservan en el registro arqueológico. ¿Dónde ha obtenido toda esa información?
Gamboa se sintió acorralado y sin saber qué decir.
—Se cree usted que pienso que Castillo, ese extraño hombre que les acompaña, es un turista. ¿A qué viaja usted a la Luna realmente, Jorge?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top