Elegidos para la gloria (lo que hay que tener), de Tom Wolfe

—Déjeme contárselo, comisario —suplicó Gamboa—. Tomé la placa de Arecibo porque había un libro muy antiguo insertado en ella. Es muy valioso. Es tan valioso que esos asesinos son capaces de matar por él. Lo he estado leyendo mientras usted permanecía sedado. Teniente, déjeme contarle la historia de ese libro.

—¿Un maldito hololibro? Hábleme de él, Señor Gamboa —dijo Castillo, con una sonrisa escéptica—. Soy todo oídos. ¿De qué trata? Princesas, hadas, elfos y unicornios, seguro.

—Fue escrito hace muchos cientos de años por un novelista llamado Tom Wolfe. El libro se llama The right stuff.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No es una traducción fácil. Podría ser algo así como 'La materia adecuada'. Lo que se quiere expresar es que aquellos hombres que fueron elegidos para la gloria de los primeros vuelos espaciales eran del tipo adecuado. Tenían, por decirlo de alguna manera, lo que hay que tener.

—Cualquiera puede viajar por el espacio. Explíquese, señor Gamboa.

Sonó la voz fría de Bogotá:

Rumbo Cartagena. Mach 0,97. Superamos la velocidad del sonido en dos minutos.

—La velocidad del sonido —continuó Gamboa—. Hoy estamos acostumbrados a viajar a velocidades vertiginosas. Es algo normal. Algo rutinario. Pero hubo un tiempo en el pasado (hace muchos siglos), en el que cruzar la barrera del sonido suponía arriesgar la vida. Era algo peligroso. Sé que cuesta creerlo, pero muchos se mataron en el intento.

—Siga. Me gusta su historia. Parece emocionante.

—La primera persona que superó la velocidad del sonido se llamaba Yeager, Chuck Yeager. Era un piloto de pruebas muy experimentado. Un norteño.

Se notó un leve temblor:

Rumbo Cartagena. Superada la velocidad del sonido. Alcanzando velocidad de crucero mach 1,2.

—Ésta es una historia de personas normales, como usted y como yo. Es una historia de esa gente que se la jugó para empujar los límites de las posibilidades de nuestra civilización un poco más allá.

—Me gustan las historias de hombres valientes. Gente que se la juega. Prosiga.

—Pero los pilotos de prueba, esos hombres que rompieron la velocidad del sonido por primera vez, no eran sólo hombres con coraje. Eran algo más. Tenían, simplemente, lo que hay que tener. Permítame que le lea un párrafo del libro.

—Adelante.

"Respecto a lo que era esa cualidad inefable... en fin, evidentemente implicaba valor. Pero no era valor en el simple sentido de estar dispuesto a arriesgar la vida. Al parecer, existía la creencia de que eso podía hacerlo cualquier imbécil, si era sólo eso lo que hacía falta, cualquier imbécil podía igualmente desperdiciar su vida en la empresa. No, la idea aquí (...) parecía ser que el individuo debía ser capaz de subir a una máquina estruendosa y veloz y jugarse el pellejo y luego tener el valor, los reflejos, la experiencia y el temple necesarios para echar el freno y dar la vuelta en el último instante aterrador; y luego subir otra vez "al día siguiente" y al otro, y al otro, y todos los días (...)"

—Los seres humanos —continuó Gamboa— tenemos la necesidad de ir siempre más allá. Cruzar las fronteras de lo imposible, para hacerlo posible. Actualmente, la última frontera que nuestra sociedad ha vencido fue viajar a  las estrellas, y hubo que realizar un enorme esfuerzo tecnológico para conseguirlo.

—Es verdad. Ha supuesto un gran esfuerzo para todas las naciones, En Cartagena, sin ir más lejos...

—Dígame, teniente. ¿Qué le pasó a Íñigo D'Arcangelo?

Gamboa recordaba a uno de los nasianos que aparecía en la carta del profesor Smith. Sabía que había fallecido en extrañas circunstancias.

—¿Perdone?

—D'Arcangelo es el ingeniero que diseñó las minisondas que hoy se envían a los planetas en otras estrellas. Él fue el primero en vencer ese desierto que nos separa de las estrellas más cercanas, ese desierto inhóspito y sin vida llamado Espacio Interestelar. Él rompió esa frontera. Él fue nuestro Chuck Yeager...

Castillo mostró perplejidad. Confusión.

—Pretende insinuar que, de alguna manera, el asesinato de D'Arcangelo está relacionado con nuestro caso...

Durante unos segundos Gamboa no siguió hablando. Se limitaba a mirar fijamente a Castillo, esperando que sus palabras hubieran surtido efecto.

—Quiero saberlo todo de sus libros —dijo Castillo fríamente.

—Tenemos que ir al Norte, teniente. Al Norte.

Castillo se acarició el mostacho mientras tomaba una decisión. Dudó unos segundos.

—No me fio de usted, Gamboa. Mi instinto me dice que usted no está límpio. Se lo recuerdo. Está usted detenido y no le quitaré ojo de encima —dijo, con fastidio.

El teniente Castillo dejó de mirar a Gamboa, para elevar la vista, como queriendo hablar con Bogotá:

—Bogotá, hay cambio de rumbo — ordenó a regañadientes.

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