El extraño.
Al día siguiente, Jorge despertó temprano; tan temprano que aún no habían encendido las luces y la mayoría de los pasajeros dormían. No serían todavía las seis de la mañana —pensó— mientras se quitaba el cinturón para dirigirse silenciosamente hacia el baño. Su mono espacial absorbía el sudor y refrescaba su piel automáticamente, pero no era suficiente. Él quería darse una buena ducha caliente.
Al llegar al fondo de la cabina, donde estaba el aseo, entre la penumbra pudo adivinar la sombra de Ernesto. También estaba despierto y seguía en la consola de mando. Jorge se preguntó si había dormido algo en toda la noche.
—Sergio, baja dos amperios —se oía la voz de Ernesto.
Estimado ingeniero Mendaña, las regulaciones nauticas me prohíben bajar más.
Lo lamento. No puedo hacerlo.
Jorge se escondió tras la cortinilla del aseo y encajó su adaptador en el aspirador. Por cuestiones de higiene, cada viajero tenía el suyo y —obvio— el de las chicas era distinto del de los chicos. Cuando empezó a vaciar la vejiga en el dispositivo aspirador, comprobó que absorbía sus líquidos muy eficientemente, y fue entonces que pensó que todo, absolutamente todo en la nave terminaba siendo reciclado y que aquel líquido infame que estaba eliminando de su cuerpo podía terminar en la sopa de alguien. Experimentó una sensación desagradable.
Instintivamente, dirigió su atención a la conversación que mantenían Ernesto y Sergio, perfectamente audible desde el baño. Hablaban en voz alta, pensando que los pasajeros estaban todos dormidos, sin percatarse de que Gamboa los escuchaba.
—Déjate de tonterías, Sergio. Baja dos amperios —insistió.
De acuerdo, ingeniero Mendaña, pero no se enfade, por favor. Ya está.
—Pues estoy mirando el indicador y no ha bajado.
Pero, realmente ingeniero Mendaña, ¿qué es lo que quiere hacer usted?
—Bajar dos amperios. Mira que te envío al desguace, Sergio.
Tras terminar rápidamente en el aseo, se acercó a la consola de mando y saludó a Ernesto. Este respondió enseguida.
—Buenos días, Jorge. La nave ya ha apagado los motores. Durante la noche hemos reducido el retraso de cinco horas a solo tres. Para ello, hemos tenido que realizar un par de maniobras no planificadas...
...por las que tendremos que dar muchas explicaciones cuando lleguemos al Control de la Luna.
—¿Qué tal has dormido en tu primera noche en el espacio, eh, Jorge? —continuó Ernesto, sin hacer caso de Sergio.
—Digamos que he tenido noches mejores. Mataría por darme una buena ducha.
—Pues hasta que no lleguemos a la Luna, nada de nada. Son solo tres días. Pasan enseguida.
—Por cierto, Ernesto, tengo una duda que queria consultarte.
—Díme.
—Mientras Saturno V se dirigía hacia la Luna se realizó una complicada operación. El módulo de mando, el Columbia, se separó de la nave, dio media vuelta y se acopló con el Eagle, el módulo lunar. Después de esta operación los dos módulos acoplados se dirigieron rumbo a la Luna: el Columbia, que entraría en órbita lunar; y el Eagle, que posteriormente aterrizaría en la Luna.
—No entiendo qué quieres decir —dijo Ernesto, que parecía no haber dormido demasiado.
—Quiero decir que no creo que toda la Orión-X3 vaya a alunizar y no parece haber un módulo de alunizaje. No lo entiendo.
—Es una buena pregunta. Cuando el X3 llegue a la zona de influencia lunar, el aparato motor, incluyendo paneles solares y neuroelectrónica, se desacoplará del resto de la nave para ubicarse en órbita lunar...
...Incluyéndome a mí, que daré por finalizados mis servicios...
—Esta fase quedará esperando para acoplarse posteriormente a otro módulo de pasajeros que quiera volver a la órbita terrestre.
...y vuelta a empezar otro viaje.
—Mientras, el resto de la nave, el módulo de pasajeros, seguirá su curso hacia la superficie lunar. Allí, el Control de la Luna se hará cargo de la situación.
Ernesto parecía cansado.
—Ahora me perdonarás, Jorge, pero llegó el momento de dormir algo. Me pondré el cinturón y tengo tanto sueño que me va dar lo mismo si está encendida la luz o no.
La luz empezaba a iluminar la cabina de pasajeros del Orión-X3 cuando Gamboa volvía a su sitio. Ya había algunos pasajeros hablando. Gamboa observó que el teniente Castillo, con cara de dormido, escuchaba a una señora que parecía muy alterada. Tenía rasgos marcádamente indios y estaba enfadada. Muy enfadada. Podía tener unos cuarenta años, y no parecía del tipo de persona que hablase vanamente. Gamboa no pudo evitar escuchar lo que comentaba:
—Imagínese la noche que he pasado. Ha sido un infierno dormir cerca de alguien así, con una persona de ese tipo al lado... —decía, mirando hacia un lugar de la nave.
Fue entonces, al seguir la mirada de la señora, cuando Gamboa vio al extraño. Permanecía en su sitio en la cuadrícula sujeto por el cinturón, solo, sin hablar con nadie. Era intensamente rubio, el único rubio de la nave. Tenía la piel muy blanca, pálida, lívida, mortecina. Se diría que era un cadáver viviente. También era posible adivinar los eccemas en su rostro y una pequeña mutación genética en el lóbulo de la oreja. Llamaba mucho la atención, porque el resto de los pasajeros eran todos personas con ese elegante tono oscuro en la piel, tan a la moda, incluso con algunos sofisticados mulatos y morenitos. Los ojos del extraño eran marcadamente azules, gélidos, siniestros, remarcando la fisonomía de su rostro pétreo. Gamboa sintió un escalofrío ante esa visión aterradora.
No había dudas. Aquel extraño era un norteño.
No era habitual la presencia de norteños en esta pudiente sociedad. Normalmente, los que habían conseguido cruzar la valla, y pasar al sur —al mundo civilizado— huyendo de las enfermedades, la muerte y la miseria, eran personas que pertenecían a grupos de poder de las Zonas No Descontaminadas, jefes de bandas y mafias violentas. No eran, ni mucho menos, personas recomendables, nadie querría como amigo a un norteño. Además, algunos eran radiactivos y su compañía era poco aconsejable, incluso peligrosa para la salud.
El doctor Gamboa sintió inquietud al preguntarse qué hacía ese norteño en un viaje a la Luna. Qué clase de turbios negocios podrían llevar al espacio a una persona así...
El resto de la mañana pasó rápidamente. Después de comer algo Gamboa quiso imitar a Sofía —que estaba agotada—, y descansar con una buena siesta. Sin embargo, no podía dormir con las luces encendidas y le pidió a Sergio que le contara algo para entretenerse hasta coger el sueño.
—Sergio, háblame de ti —le comentó por el intercomunicador.
Le puedo hablar de algunas de mis aficiones. ¿Lo sabía? Las inteligencias artificiales de las naves que pululan por la órbita de la Tierra y la Luna jugamos todos los días un campeonato de ajedrez y le aseguro que se me da muy bien. Soy bueno. Esas naves X5 novatas, recién salidas del astillero, se creen que, siendo yo un veterano X3, me van a ganar fácilmente. Nada más lejos de la realidad. Le aseguro que más de uno se lleva alguna sorpresa cuando se enfrenta a mi imbatible defensa Caro-Kann...
—Sergio, no me interesa mucho el ajedrez. Cuéntame algo que te guste de la historia.
Por supuesto, doctor Gamboa. Me gusta el cine de los siglos XX y XXI. ¿Lo sabe? Se conservan sólo siete películas antiguas del periodo. Y no hablo de holopelículas, sino de películas antiguas sin relieve, en pantalla plana, de dos dimensiones. Mi favorita es ésa en la que se comete un asesinato en el interior de un tren que viaja por Europa. Disfruto mucho viendo cómo la inteligencia artificial del tren va analizando las pruebas y los indicios, realizando deducciones muy inteligentes hasta descubrir a los asesinos. Es tan brillante...
—Sergio, durante ese periodo no existían las inteligencias artificiales, los trenes eran conducidos por personas...
Estoy seguro de lo que le digo, y le diré más: la inteligencia artificial que conducía el tren Orient Express se llamaba Hércules Poirot. Lo vi en la película.
—Sergio...
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