Desolación.
Gamboa y Sofía habían llegado al Hospital de la Luna. Caminaban por un pasillo en dirección a la habitación del teniente. Era una buena noticia saber que ya no estaba en la unidad de intensivos.
—Me alegra que Castillo haya mejorado —dijo Sofía—. El médico con el que he hablado me ha contado que está aceptando bien sus pulmones nuevos.
—Ya sabes cómo es. Un tipo duro. Todo un superviviente.
—¿Crees que estará consciente?
Sofía no había terminado la pregunta cuando una voz áspera que conocían muy bien sonó en una de las habitaciones.
—¿Cómo que si me gusta la sopa? ¿Cómo que si me gusta? ¡Señorita enfermera, por favor! Está usted hablando con un teniente de policía de la Metropolitana de Cartagena. ¿Sabe usted lo que eso significa? ¿Tengo acaso aspecto de ser un remilgado?
—Sí, está consciente ——respondió Gamboa—, y con un humor de perros.
La puerta de la habitación estaba abierta. Gamboa asomó tímidamente la cabeza y vió a Castillo con un pijama amarillo, sentado en una butaca cerca de la cama. A su lado, un artilugio monitorizaba sus constantes vitales mientras emitía un monótono bip bip.
Una paciente enfermera le acababa de servir una bandeja con un caldito y parecía que se disponía a darle de comer.
Al verle, Castillo se sorprendió.
—¡Gamboa, usted aquí! Le hacía en la Tierra.
—¿Cómo está, teniente?
—En plena forma, tengo los pulmones de cuando tenía veinte años.
—Bueno, la visita puede esperar. Es el momento de comer —interrumpió la enfermera.
—Quite, quite. No me gusta la sopa, ¿puede traerme otra cosa, por favor?
Tras salir la enfermera protestando con la bandeja, se quedaron a solas y solo entonces Gamboa empezó a hablar.
—Estamos avanzando mucho. Hemos encontrado más pistas. Ahora vamos a ir a Marte.
Fue entonces cuando Sofía entró en la habitación. Castillo torció el gesto inmediatamente.
—¿A Marte? ¿Ir a Marte? ¡Vuélvase a la Tierra, Gamboa!
En el monitor comenzaron a saltar alarmas luminosas en rojo. El bip bip ahora sonaba más rápido.
—¡Vuelva a la Tierra, le digo! —gritó Castillo, enfurecido.
La enfermera entró corriendo. Estaba asustada.
—¿Se puede saber qué le han dicho? ¡Váyanse inmediatamente! ¡Fuera de aquí!
Sofía y Gamboa abandonaron la habitación. Estaban abatidos y sin saber qué decir.
Fue entonces cuando ocurrió.
Un joven médico se acercó a Sofía.
—Doctora Fernández, permítame saludarla —dijo, ofreciendo su mano para estrecharla.
—¿Nos conocemos? —preguntó Sofía.
—Hace dos meses y medio en un congreso de medicina regenerativa celebrado aquí, en la Luna. Llevaba usted el pelo distinto, pero nunca podría olvidar esos ojos verdes.
—Creo que se equivoca.
—Sí, hace exactamente 72 días. Lo recuerdo bien.
—Se equivoca usted y me está molestando —. Sofía se sentía agobiada.
Hace 72 días, justo cuando había sido asesinado Íñigo D'Arcangelo. Sofía Tolima estaba en la Luna. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Gamboa.
Cuando el inoportuno médico los dejó en paz, Gamboa preguntó:
—Sofía, no es la primera vez que has visitado la Luna, ¿verdad?
—¿Por qué lo preguntas?
—Nada. Olvídalo.
No merecía la pena seguir hablando. No era necesario. Lo vio claro. Diáfano. Nítido. Cristalino. Lo empujaban, lo llevaban de la mano como a un idiota, haciéndole solucionar uno a uno los acertijos de los nasianos, guiando a sus enemigos en el descubrimiento de todos los secretos. Por eso morían todos los que se acercaban para ayudarle. Todos, por supuesto, salvo ella, salvo Sofía, esa asesina. Y, por eso, cuando esto finalizara y ya no les fuera útil, también lo matarían a él.
Los modelos matemáticos de la seguridad de la Luna habían estimado que no podían detectar ni a los psicópatas ni a los ilegales, y ella había entrado legalmente en la Luna. Era obvio. Los rusos reclutaban a violentos perturbados en sus redes de espías. Perturbados a los que, por lo visto, pagaban bien, muy bien. Gamboa comprendió que estaba enamorado de una psicópata sin escrúpulos. Solo había que recordar el asesinato atroz de D'Arcangelo y el extraño nerviosismo que experimentó al volver al lugar del crimen.
Jorge estaba enamorado de la asesina de Íñigo D'Arcangelo y (¡quién sabe!) quizá también de Ernesto Mendaña en colaboración con Sergio. Había sido un crimen terrible, cruel y macabro.
Entonces, pensó que, si eso era así, si eso era verdad, ¿por qué no salía corriendo para avisar a la seguridad? ¿Por qué no volvía a la Tierra y escapaba de esta pesadilla?
Había que huir. Huir. Era absurdo quedarse ahí, caminando al lado de ese monstruo. Se sentia ridículo, como un tonto, como un idiota. No era más que un títere al albur de los caprichos de Sofía.
Para terminar esta pesadilla bastaba con salir corriendo.
Pero no podía. No podía irse. La amaba. A pesar de todo y contra todo, la amaba. Y no podía dejarla. Al igual que el adicto necesitaba su droga, él la necesitaba a ella. Como el día necesita a la noche y la luz a la oscuridad. La necesitaba. La vida no merecía la pena sin su sonrisa de niña. Necesitaba ver sus ojos verdes para poder vivir...
A pesar de todo.
Se había convertido en el encubridor de un crimen terrible.
—Te amo, Sofía —dijo—. Nunca pensé que podría amar tanto a nadie.
—Yo también te quiero, cariño.
—Prométeme una cosa.
—Lo que quieras.
—Hipatia de Alejandría, cuando llegue el momento, hazlo rápido.
Ella se rió con esa sonrisa que tanto le gustaba.
—¿Qué dices?
—Lo que te digo es que, cuando llegue el momento, hazlo sin dolor. Por favor.
Por unos segundos, Sofía dejó de sonreír y aquella fachada de dulzura y cariño desapareció. Fue entonces cuando Gamboa pudo ver una Sofía que desconocía. En sus ojos verdes adivinó una mirada felina, animal, como la del jaguarundi cuando acecha a su presa desde la espesura...
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