Cabo Cañaveral

No hacía media hora que habían despegado de La Habana y desde el volador ya se divisaba nítidamente la península de Florida. Era una región boscosa, llena de vegetación y pantanos debido a su reducida elevación del terreno sobre el nivel del mar.

El volador tenía desconectado el geolocalizador, así que navegaban visualmente. No era complicado. Bastaba con seguir toda la costa este de la península hasta llegar a un cabo, cerca del cual verían las estructuras que buscaban.

—Tiene usted que subir por el litoral este de la península, siempre hacia el norte, hasta llegar al cabo.

—Pues no se ve ninguno. ¿Está usted seguro, Gamboa?

Lo llamaban Cabo Cañaveral. Gamboa pensaba que era comprensible que utilizasen una expresión hispana, un recuerdo del periodo español de esta región. En su tiempo fue una zona pantanosa, una zona miserable, llena de malaria, que fue limpiada y acondicionada por los nasianos para crear las instalaciones que lanzaran algunos de los primeros cohetes que llegaron al espacio.

Volaban a baja altura, no más de 2.000 metros. Gamboa se estremecía al contemplar el panorama con los electroprismáticos. Sobrevolaban una ciudad muy extensa, llena de pequeños rascacielos, parcialmente en ruinas, tan típicos de los siglos XX y XXI. Miami, tal parece que se llamaba, debió ser una ciudad próspera y excitante, llena de gente feliz. El mar había penetrado parcialmente en la ciudad y las olas rompían contra algunos edificios. La Naturaleza mandaba en lo que en el pasado fue el dominio del ser humano.

Aquello era el sueño de cualquier arqueólogo. Por desgracia, no podía bajar. La radiactividad y la toxicidad del entorno, junto a la manifiesta hostilidad que mostraban las pequeñas tribus que sobrevivían como podían en la zona, lo hacía poco recomendable. La única forma de hacer arqueología allí era mediante la observación desde cierta altura.

—¿Llevamos trajes NBQ, verdad?

—Por supuesto que llevamos trajes NBQ —respondió Castillo—. ¿Qué se ha creído? Esto es un volador de la policía metropolitana.

Poco a poco, la ciudad fue quedando atrás, para dejar paso a un continuo de pequeñas edificaciones, quizás unifamiliares y dedicadas a que las clases más pudientes del pasado pudieran gozar del turismo de sol y playa, entonces ya muy extendido. De hecho, no aparecía en el litoral ni un solo hueco libre.

Era un magnífico día de verano. Muy caluroso. Gamboa sentía que de buena gana se bajaría a tomar un baño en esas playas paradisíacas, pero eso no era posible.

Castillo decía que su pierna estaba mucho mejor, pero a Sofía y a Gamboa no se les escapaba su evidente cojera. Tendrían que convencerlo para que se quedara en el volador durante la pequeña excursión.

Finalmente, divisaron el cabo. Pasado un puertecillo desaparecían las casitas de playa, y se mostraba una zona menos urbanizada. Con los electroprismáticos Gamboa pudo divisar las estructuras. Las recordaba bien. Un complejo entramado de carreteras que conectaban edificios derruidos, que debieron ser muy grandes, y además esas numerosas estructuras rectangulares de cemento y hormigón, de las que debieron despegar los cohetes químicos, que tan sucios y contaminantes les parecían.

—¿Dónde vais a bajar? —preguntó Castillo, consciente de que no podía salir a explorar con su herida en la pierna. En la nota decía que había que buscar la catorce.

Eligieron una enorme construcción en la que había una plataforma circular con una especie de gran X, que estaba adecuada para el aterrizarje. Parecía bien conservada. No era tan antigua como el resto de las construcciones colindantes.

Castillo transformó el volador para que las turbinas eléctricas quedasen verticales, convirtiéndolo en algo parecido a un helicóptero. Después, lo pilotó para bajar lentamente hasta quedar a solo medio metro de altura de la plataforma. No podía tocar el suelo por ser una zona radiactiva.

—¡Salten! —gritó el teniente.

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