17. Los hermanos Dassault

Haciendo caso a las palabras de Artemisa, Eros se acercó a la cama y liberó el botón de su saco y lo acomodó sobre el colchón. Quedó entonces a la vista donde guardaba su pistola y su munición, pero Artemisa ya estaba acostumbrada a verlas en los hombres que resguardaban a su padre.

La seductora muchacha no se quedó quieta y sin mediar palabra se aproximó a Eros y le comenzó a ayudar para desvestirlo. Le sostuvo la sobaquera de cuero y luego le ayudó a quitarse la corbata y posterior le quitó la camisa.

Los ojos de Artemisa quedaron incrustados en el cuerpo de Eros y con la yema de los dedos le acariciaba los pectorales y luego bajó hasta su abdomen marcado. Había visto bastantes cuerpos de chicos atléticos, pero este la atraía como potente imán de neodimio. Sí, eso es lo que era Eros, un poderoso imán, cuyo campo magnético que generaba a su alrededor era imposible de resistirse a tan fuerte atracción.

—Esto es lo que escondes debajo del uniforme, Eros, muy entrenado. Si otras chicas te vieran de seguro se volverían locas —dijo Artemisa, subiendo la vista hasta el rostro de Eros—. Y si yo lo hubiera visto antes, no podría asegurarte de haberme detenido. Pero eso ya no lo podremos averiguar ahora.

Eros se terminó de quitar los pantalones y los zapatos con la vista de Artemisa observándolo mientras lo hacía. Eros solo quedó en sus boxers negros. Las líneas de sus abdominales oblicuos y piramidales ahora se notaban más irresistibles. Y para terminar se puso la pantaloneta y el suéter deportivo impermeable de color azul; para ser ropa que no había sido preparada para él, le quedaba casi a la perfección, como si hubiera sido escogido justo a su talla y su medida.

—¿Este lugar es seguro? —interrogó Eros, escondiendo su esmoquin negro debajo de la cama—. Debo ser cuidadoso con el arma.

Artemisa le sonrió e intentó alcanzar algo en el techo del armario, pero no alcanzaba debido a su estatura.

Eros detallaba la envidiable figura de la muchacha y la parte inferior de las nalgas que no alcanzaba a cubrir su pantaleta roja, la línea que le dividía la espalda, que apenas se notaba en la parte inferior porque su cabellera rubio trigo le tapaba un poco y el molde de las dos finas clavículas que se le pintaban con ligereza.

—¿Me ayudas? —dijo, guiñándole un ojo.

Eros se puso detrás de ella, la agarró por la cintura y la cargó con suavidad. Artemisa tomó entonces una llave y le avisó a Eros para que la dejara caer. Pero las provocaciones de la joven Walton no habían terminado. Puso sus manos sobre las de su guardaespaldas, las guio hasta su abdomen plano y cruzó los dedos de Eros para que le aprisionaran.

Artemisa apoyó sus manos en el armario y pegó su trasero en la entrepierna de Eros, giró su cabeza por encima del hombro izquierdo y sus hipnotizantes ojos ámbar parecían haberse encendido en la viva llama de la atracción por Eros.

—¿Te gustaría hacerlo? —preguntó Artemisa—. Esta vez no es una prueba. Esta vez es una verdadera proposición.

Eros se percató de que el semblante de la seductora muchacha era diferente, sus mejillas se habían tornado rojizas con levedad y su voz tembló un poco. Pero la tarea de Eros no era tan fácil, cualquier chico podría sucumbir ante los maravillosos encantos de la joven diosa de caballo rubio, y ser solo uno más. Eso no es lo que Eros buscaba, eso era muy sencillo y fácil de hacer, lo que su maestra Afrodita le había encomendado era más difícil y complejo que solo acostarse con las damas Walton. Él debía obtener lo que pocos pueden conseguir y disfrutar: el amor de las cuatro mujeres, una por una, sin engañarlas y sin hacerlas sufrir. Salvarlas, esa palabra se había adherido a la mente de Eros desde el momento en que Afrodita se la dijo, en ese instante sonó lo más raro y extraño del mundo; cuatro mujeres ricas y poderosas que lo tenían todo, ¿de qué podría salvarlas? ¿Cuáles eran sus tristezas y sus supuestos vacíos? Eros por un instante pensó que no tenían ninguno, pero la duda siempre estuvo en él, porque desde que conoció a su maestra Afrodita, ella nunca se había equivocado en sus mandatos y en sus juicios, siempre habían sido precisos y contundentes. No por nada se encontraba el top 5 de las personas más ricas del mundo, convirtiéndose en una de las dos mujeres de la lista. Y solo en este primer día, ya tenía indicios de la tristeza de Artemisa.

Eros deslizó sus manos hasta los brazos de Artemisa, los despegó del armario y le dio vuelta a la muchacha para que quedara de frente a él. Le acaricio el cabello a la joven Walton y después descendió la palma de su mano derecha hasta la mejilla y con su dedo pulgar le tocaba sus suaves y húmedos labios, que estaban medio abiertos, dejando ver parte de la blanca dentadura de Artemisa.

—¿Mañana me olvidarás? ¿Mañana será cómo si no nos conociéramos? —preguntaba Eros y Artemisa asentía con su cabeza, la cual miraba las dos esferas verdes que brillaban en el semblante serio de su guardaespaldas—. Entonces... —Él llevó su rostro al de Artemisa, y le susurró cerca al oído—: no.

En los labios de Artemisa no se hizo esperar una prolongada sonrisa, esta vez había hablado enserio y la habían rechazado, pocas veces recordaba que le decían: no, de hecho, era la primera vez que alguien se le resistía a sus encantos dos veces el mismo día en menos de media hora.

—¿No soy de tu gusto? —cuestionó Artemisa, dándose la vuelta y agarrando una última prenda.

—Eres por completo de mi gusto, Artemisa, ese no es el motivo.

Artemisa extendió lo que había agarrado y que resultó ser una túnica de baño transparente, se la puso y le llegaba por encima de los talones, a la cual le colgaban dos pequeñas tiras en la parte del torso y las amarró en un sencillo y rápido nudo.

—Ya veo, entonces es hora de ir a la fiesta —dijo Artemisa, y antes de salir también cogió su celular.

Artemisa aseguró la habitación con llaves y bajaron por las escalares. A medida que caminaban la música se hacía más fuerte, hasta que llegaron a la sala, que estaba repleta de juveniles universitarios y otros que parecían más adultos; los chicos tenían pantalonetas y suéteres deportivos, y las chicas vestían trajes de baño de dos piezas o de solo una. Algunos bailaban, otros conversaban de pie o sentados en los sillones de la casa. No había tanto desorden y cuando vieron a Artemisa todos concentraron su mirada en ella y en él atractivo chico que iba caminando a su espalda. Las muchachas susurraban palabra entre ellas y le dedicaban sonrisas picaras a Eros.

—Esta fiesta es un cliché —comentó Artemisa con humor.

—La clásica fiesta de universitarios nunca puede faltar, no hacerlo podría ser considerado un crimen —respondió Eros, y pudo escuchar una risilla de Artemisa.

Al salir al patio trasero, ya en el cielo, el velo oscuro de Nix, la noche, comenzaba su apogeo y la diosa Selene emergía de manera radiante con la brillante luz de la luna para resguardar a los mortales.

En los ojos verdes de Eros se reflejaba entonces como reluciente espejo el nuevo paisaje al que lo había traído la seductora Artemisa; del lado derecho había una gran piscina de quince metros de largo y siete metros de ancho, cuyos bordes rectangulares estaban cubiertos por madera dura de color café y en las paredes era iluminada por luces led; y el lado paralelo a la piscina estaba cubierto por cuidado pasto verdoso en el que había sillas plásticas de playa. Ambas partes estaban ocupadas por juveniles de la fiesta.

Artemisa ya había bajado por dos pequeños escalones que estaban antes de la superficie de la madera y del pasto.

Eros sintió el suave tacto de la madera en la planta de sus pies, estaba húmeda por lo que era refrescante. Hasta ahora todo había sido tranquilo, Eros solo había tenido la compañía de la joven Walton, pero un reducido grupo de cuatro hombres y cuatros mujeres venían en dirección de la rubia Artemisa. Ninguno de los chicos tenía puesto suéter, los cuatro mostraban sus entrenados cuerpos marcados. Él que comandaba el grupo, sin ninguna duda, era el más imponente; se mostraba serio y en su brazo derecho tenía un tatuaje que le comenzaba desde el hombro y le llegaba hasta el antebrazo, su cabello negro era rapado por los lados y abundante en el centro, sus ojos marrones solo desbordaban intensa dominación. Él venía lanzándose un balón de futbol americano de una mano a otra. El segundo y el tercero se parecían al primero, pero ellos no tenían tatuajes, su contextura era más delgada y eran más bajos en altura, pero igual no pasaban desapercibidos ante los ojos de las chicas que le veían con deseo. Y por el último, el cuarto, era un chico moreno con un corte rapado que no paraba de sonreír.

—Te has demorado, Artemisa —dijo el chico tatuado y Artemisa se acercó a él—. Es para que hubieras llegado hace varias horas.

—Lo importante es que ya estoy aquí, Eidren.

Artemisa rodeó al chico con sus brazos por la cintura y Eidren puso su mano libre detrás de la cabeza de la rubia y enfrente de toda la multitud ambos se dieron un beso de lengua. Eidren cerró sus ojos, a diferencia de Artemisa, que mientras se besaba dejó sus ojos ámbares abiertos y miraba a Eros con malicia.

—Vayamos por unos asientos —comentó Artemisa al terminar el beso y caminó dándole la espalda al grupo.

Eros intentó caminar detrás de la rubia, pero como guardias de la realeza con lanza en mano que protegían a su reina de un enemigo, los cuatro chicos formaron un muro que le impidió el paso. Eros se mantuvo tranquilo con su típico rostro inexpresivo y neutro de emociones, en tanto la poderosa mirada de Eidren le analizaba de arriba hacia abajo.

—A ti no te conozco —dijo con voz ronca y en tono despectivo Eidren—. Ni tampoco te he invitado a mi fiesta, aquí solo estamos los diamantes rojos, por lo que tú no eres bienvenido.

—Además vino con Artemisa —mencionó el segundo de los chicos—. Se ve que no es de fiar.

Él tenía los ajos azul oscuro, cabello castaño y su voz era menos ronca que la de Eidren. Y él abrazaba a dos de las cuatro chicas, y los dos restantes tenían una.

—Es de mala educación ir a fiestas a las que no eres invitado —expuso el más pequeño de manera cortante—. Aquí no hay espacio para ti.

—Mejor vete por las buenas —agregó el moreno.

Eros se mantuvo tranquilo y miró a los lados, toda la atención había sido captada por ellos y por su discusión. Bajó la vista hacia el piso y vio la posición y dirección en que estaban los pies y luego la de las manos de los cuatro; el moreno es él que se había acomodado para arrojar un ataque en cualquier momento.

Eros guardó silencio y volvió a realizar un intento por avanzar, pero esta vez se interpuso el brazo de Eidren.

—¿Acaso nos ibas a ignorar? —espetó Eidren—. ¿Acaso no sabes quiénes somos?

Eros retrocedió y le sostuvo la mirada a Eidren.

—No.

Eso fue lo único que respondió Eros e hizo un nuevo en vano por avanzar, esta vez Eidren había puesto la mano en su pecho para impedirle el paso.

—¿Qué sucede, Eidren? —preguntó Artemisa y ninguno de ellos volteó a verla.

—Este intruso se quiere colar en la fiesta —respondió el segundo, él que abrazaba a las dos muchachas.

—No es ningún intruso, yo lo he invitado, Eiten —dijo Artemisa, ubicándose al frente de Eros.

—Pero yo no lo he invitado —replicó Eidren molesto—. Esta es mi fiesta y yo decido quien entra y quién no.

—Ya veo —contestó Artemisa, cambiando la expresión de su rostro a uno seco y serio—, pero si no hay lugar para uno de mis invitados, entonces tampoco lo habrá para mí, ni para mis hermanas, nunca más. Vámonos —Artemisa se dio la vuelta y puso uno de sus pies en el primer escalón—. Disfruten su fiesta.

—¿Es enserio, Artemisa? —interrogó Eidren, pero Artemisa no le hizo caso y siguió caminando—. ¡Espera! Está bien.

Acostumbrada a tener el control y de obtener lo que siempre quería, Artemisa se dio la vuelta con una sonrisa de satisfacción, dedicándole una mirada a Eros y diciéndole entre dientes:

—Ellos son un cliché.

Eidren había aceptado, pero el rostro de los cuatro estaba lleno de rabia. Entonces Eros vio la ovalada solución a este problema.

—Respeto la idea que todos aquí sean parte de los diamantes rojos, por eso no sería justo permitirle la entrada a cualquiera —dijo Eros—. La solución está en tus manos; un lanzamiento, una recepción y sola una oportunidad, ¿qué dices?

Eidren alzó el balón e inclinó su cabeza de forma arrogante y con seguridad.

—Es una buena idea, acepto tu duelo —respondió Eidren—. ¡Preparen todo!

En cuestión de minutos, las sillas fueron movidas hacían un lado para despejar el camino del pasto y todos los que habían asistido a la fiesta, habían salido al patio trasero para ver el duelo entre Eros y Eidren.

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