12. Las insinuaciones de Artemisa

La joven de cabello rubio trigo y ojos ámbar, Artemisa, apartó la mirada de su nuevo guardaespaldas y se dispuso a caminar hacia la entrada de su mansión mientras reposaba sus gafas en sus orejas. Eros recuperó los lentes del sofá y le siguió el paso a la seductora muchacha que caminaba sin molestia con sus zapatos negros de tacón grueso. El olor del embriagante perfume de Artemisa le entraba por la nariz a Eros; viajaban por sus conductos nasales y le llenaba los pulmones de esa deleitable fragancia. Artemisa parece haberse bañado en una tina llena de colonia de rosas, peonias y lirios, que con facilidad podrían trasportar a cualquiera a los mismos campos elíseos de la antigüedad; lugar de descanso de los mismos dioses y aquellos que sean justos y dignos de poder visitar tan maravilloso jardín, el mismo paraíso griego.

Estando en el sitio espacioso donde se encontraba la fuente con la figura de los caballos pintados de blanco, Artemisa, le arrojó una especie de pantalla tecnológica y luego una llave de un auto.

—Abre el garaje y trae el rojo —dijo y le indicó el lugar donde se encontraban los coches.

La arquitectura de la mansión Walton resultaba un poco similar a la mansión de Afrodita, por lo que a Eros le era fácil movilizarse por las instalaciones. Abrió la puerta de la cochera presionando uno de los botones de la pantalla táctil y la rectangular puerta del garaje que estaba de forma horizontal y había sido pintada de color negro, empezó a recogerse hacia arriba. El lugar resultaba ser muy grande y alargado. El piso era tan blanco como mármol brillante y en las paredes había pequeñas ventanillas que daban luz al interior, pero no contento con eso, una tras otra, se fueron encendiendo las pantallas de techo que son sostenidas por columnas de reluciente madera de color marrón que estaban pegadas en los muros y sostenían el techado de tan impresionante estacionamiento de la familia Walton.

Había una lujosa colección de automóviles: ferraris, lamborghinis, camionetas y en el fondo tres motos tan lujosas como todo lo que saltaba a la vista. Sin duda tienen un bello conjunto de medios de transporte que, para cualquier otra persona, sería casi imposible tener uno solo de cualquiera de los que tenían.

Eros se acercó al que le había indicado Artemisa, el auto rojo que resultó ser un mercedes ben de cuatro puertas; la pintura era tan radiante como un rubí sin ningún rayón o mancha, estaba muy bien cuidada al igual que el resto de los carros, y los vidrios de las ventanas eran oscuros traslucidos, por lo que no se podía ver el interior pero los que estaban dentro, sí podían ver a la perfección hacia afuera.

Eros llevó el carro hasta donde estaba esperando la joven Artemisa y detuvo el auto al frente de ella. Eros se bajó y le abrió la puerta trasera del mercedes ben para que Artemisa entrara.

Ya llevaban varios minutos en marcha y la mirada de Artemisa se mantenía la cabeza de Eros. Sus lentes lo disimulaban, pero a través del retrovisor lo observaba a detalle.

—¿No eres muy joven para ser un guardaespaldas? —dijo Artemisa, iniciando la conversación.

Eros miró con sus dos ojos verdes por el espejo, ya que había reposado sus lentes en su saco y volvió su mirada a la carretera.

—Tenga la edad necesaria para serlo, si no, no estaría aquí, señora Walton—respondió Eros con su natural voz ronca y la joven Artemisa se despojó de sus gafas y comenzó a morderles las patas como si fuera un bombón.

—Supongo que tienes razón. Pero no me digas señora Walton, me haces sentir como mi madre y con el respeto que le tengo, también un poco vieja —comentó sin expresar burla—. Puedes decirme Temis, ya que pasaras bastante tiempo conmigo.

—Está bien, señora Temis —contestó y Artemisa no pudo negar una sonrisa en sus labios.

—No pareces ser tan mayor que yo, ¿cuántos años tienes, Eros? —Artemisa seguía jugando con las patas de sus lentes y continuaba lo que ahora parecía una sesión de interrogación y así era Artemisa, no descansaría hasta escudriñar lo más mínima información de Eros.

—Veinticuatro años, esa es mi edad... ¿Le gustaría saber algo más, señora Temis? —Eros detuvo el auto al frente del semáforo que se había colocado en rojo y los peatones que esperaban a los lados del camino asfaltado comenzaron a cruzar.

—¿Te molesta que te haga preguntas? —Artemisa movió un poco el cinturón de seguridad que le dividía el pecho cubierto por su vestido rojo y subió su pierna diestra recubierta por las medias negras encima de la otra, resultó ser sencillo pero muy provocador y dejó escapar una pequeña insinuación con la comisura de sus labios a los ojos de Eros que la miraba por el retrovisor.

—En lo absoluto, puede preguntarme lo que usted desee y sí está en mis posibilidades responderlo, así lo haré. Ahora usted es mi jefa —respondió Eros desviándole la mirada e iniciando nueva marcha en el mercedes ben.

—Ya veo, entonces, ¿qué tal tu estado civil? Sin duda debes tener muchas pretendientes, Eros.

—No tengo lo que se denominaría una novia, por lo que sería soltero, si es lo que quiere saber. ¿Y usted? No creo que muchos hombres puedan soportar sus encantos —Eros miró por el retrovisor y se encontró con los hechizantes ojos ámbar de Artemisa que lo miraban con mucha atención y volvió la vista al frente.

Desde el momento en que ambos se encontraban solos en el carro, iniciaron una serie de miradas disimuladas y cada vez iban aumentado la frecuencia con que la hacían, y la conversación aumentaba la confianza entre ellos.

—Al igual que tú, no tengo un novio, pero la vida es corta y me gusta disfrutarla.

—Entiendo, señora Temis.

El viaje continuó y Artemisa observaba a detalle, pero con disimulo los movimientos de Eros en el puesto del conductor. Había tenido guardaespaldas, pero Eros de lejos era el más joven y el que más le llamaba la atención.

—Aquí puedes parar, Eros —dijo Artemisa y Eros detuvo el auto en las zonas marcadas de estacionamiento.

Eros bajó primero y le abrió la puerta a Artemisa, la cual salió de una manera glamurosa. Al frente de ellos había una amplia carpa grisácea que daba sombra a parejas de amigos y también a grupos de cuatro que estaban sentados en sillas metálicas y mesas redondas de cuatro patas que también brillaban de plateado. Ninguno pasó desapercibido a los ojos de los presentes que los miraban a detalle. Los hombres habían quedado cautivados con la seductora Artemisa que podía hacerle competencia a la misma Afrodita para robar miradas haciendo uso de sus envidiables atributos, siendo conscientes de sus irresistibles encantos. Y las mujeres miraban con fascinación a Eros, pues ninguno se había colocado las gafas y sus hermosos rostros eran vistos a plenitud por los espectadores.

Artemisa inició a caminar y Eros la seguía a su diestra. La joven rubia no igualaba la estatura de Eros ni con sus negros y altos zapatos de tacones por lo que emparejaban como extraordinaria pareja.

El cabello rubio trigo, bien cuidado de Artemisa le saltaba y le pegaba en la espalda con cada paso que daba. Era delgada y baja pero su silueta era bien proporcionada.

Artemisa entró por la gran puerta del establecimiento, la que resultaba ser una heladería bastante espaciosa y sentó en la última mesa que estaba pegada al cristal y cuyos asientos eran unos acolchados muebles alargados puestos en lados contrarios y permitían ver con claridad hacia el exterior.

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