#9. Pesquisa sagaz.


Córdoba, Argentina. 3 de Septiembre de 2007.

Los primeros rayos de sol filtrados por los postigos de la habitación despiertan a Lizbeth; ya aliviada de sus dolores se eleva con suavidad de la cama y se arrima al ropero para tomar algunas prendas deportivas con las que cubre su cuerpo. Sin demora recoge un bolígrafo, una libreta y hace una lista de elementos; al terminar sale del domicilio, desplegando la capucha del atuendo sobre su cabeza.

Una vez afuera se orienta hacia su derecha donde reposa su automóvil; un Nissan Quest Sentra del año 1997 azul, otra de las herencias provistas por sus progenitores. Toma una franela de la guantera del coche y sacude parte del polvo acumulado en el tablero y el parabrisas durante su ausencia. Asciende y al afirmarse dentro repara que el tanque aún conserva algo de combustible para poder trasladarse sin dificultad.

Lo enciende, pone reversa y al retirarlo del porche conduce rumbo a un supermercado de la zona. Un semáforo detiene la fluidez de conducción por cuarenta interminables segundos y al cambiarse la luz a verde, retoma la marcha. A mitad del camino se interrumpe dentro de una gasolinera, donde carga combustible; retoma la carretera y en menos de diez minutos llega al comercio. Desciende por la puerta lateral y se encamina hacia la puerta principal del local.

Luego de ingresar al lugar coge un canasto, extrae la lista que ha guardado en el bolsillo de su calza y comienza a recorrer las distintas góndolas en busca de los elementos allí anotados. Lo primero que aparta es una tinta de color oscuro, después unas tijeras, guantes de cuero y por último varios metros de una gruesa y resistente soga.

Al terminar de agrupar todos los artículos de la lista se dirige a la fila de cajas rápidas -esas de un máximo de diez artículos-; al llegar su turno coloca los objetos sobre la banda eléctrica con ligereza y abona el valor de la compra en efectivo. Aferra las bolsas de plástico entre sus dedos y vuelve a su automóvil para acomodar la mercadería adquirida en los asientos traseros y regresar a su vivienda.

Casi llegando a su hogar vira a la izquierda desviándose de su dirección; conduce cinco calles y dos más a la derecha. Se estaciona al frente de una casa bastante deteriorada, cuyos muros están repletos de graffitis; puerta de chapa y dos ventanales enrejados. Desciende del vehículo activando la alarma; el sonido de la cumbia que reproduce un equipo ubicado en el interior del domicilio, puede oírse desde afuera

Se dirige hacia la entrada dando pasos seguros y con la cabeza erguida. Propicia cuatro golpes en la precaria apertura, que pueden escucharse con claridad a pesar del bullicio en el ambiente. La recibe un muchacho de no más de veinticinco años, con el pelo revuelto y un cigarrillo colocado al ras de sus labios; sus jeans desgastados, rotos están por debajo del elástico de su ropa interior.

—¿En qué puedo ayudarte, preciosa? —pregunta en tono lascivo.

—Busco a Dante —responde seca, sin dejarse amedrentar. El individuo da una calada esparciendo volutas de humo y luego sonríe lujurioso.

—Claro, pasa. Está adentro con unos clientes —se hace a un lado para permitir el ingreso de la joven —espera aquí, en cuanto le diga que una belleza como tú lo busca dejará sus actividades para atenderte— Lizbeth asiente y las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba formando una sonrisa cargada de ironía.

Contempla el entorno con expresión laxa, por dentro se aprecia peor que desde afuera; eso sin mencionar el desorden, botellas de alcohol vacías regadas por doquier, olor a humo impregnado en el ambiente y el constante repique de esa música espantosa capaz de producir migrañas. Una lámpara tintinea en el salón contiguo llamando la atención de la muchacha, al dirigir su mirada hacia allí nota una enorme mesa colmada de diferentes tipos de droga; se detiene frente a ellas con gesto desinteresado.

—Tengo todo lo que busques —Lizbeth da un respingo ante la sorpresiva voz masculina detrás de ella. Gira quedando frente al individuo —Soy Dante, me dijo mi hermano que una preciosura me estaba buscando. ¿En qué puedo ayudarte? —la chica muerde la parte interna de su mejilla antes de responder.

—Necesito un arma —suelta sin más— una de tamaño discreto, y que posea silenciador —el hombre frente a ella abre sus ojos negros de par en par, mostrándose sorprendido.

—Te vi aquí y creí que buscabas mercancía.

—Pues no, ya ves. ¿Tienes o no? —escupe sin un ápice de recelo.

—Por supuesto; sígueme —el hombre guía a la chica por un angosto pasillo que llega a una habitación que, de manera sorpresiva, se halla inmaculada. Un mesón repleto de armas blancas y de fuego.

Lizbeth observa la enorme variedad, entre ellas se aprecian un Beretta APX, un rifle Carabina de largo alcance, una escopeta Uzkon ZK11, una AK 47 y un par de granadas. Sin embargo ella opta por un simple revólver Beretta 92 con su respectivo silenciador. Lo vislumbra sonriendo victoriosa, chasquea la lengua con placer, saborea su venganza como si estuviera bebiendo una copa de vino añejo.

—Voy a llevarme aquella de la izquierda —elige decidida.

—¿Segura, linda? Mira que hay mejores...

—Dije que voy a llevar esa —insiste de manera apática.

—Como prefieras. ¿Sabes usar un arma de fuego? No tienes aspecto de tiradora. Puedo darte algunas instrucciones si lo deseas.

—¿Y cuánto me costaría si al precio original le sumamos algo de entrenamiento? —pregunta ladeando su cabeza.

—No te preocupes por eso, podemos llegar a un acuerdo. El precio del artículo y un 25% más. ¿Te sirve?

—Perfecto, me parece bien —asiente la muchacha.

Se dirigen a la habitación que cumple la función de oficina, allí cierran números y Lizbeth paga lo acordado; Dante da a su hermano la orden de no molestarlo hasta las primeras horas de la tarde y atender personalmente a los próximos clientes. Escolta a su nueva clienta al patio trasero, donde monta un improvisado escenario de tiro al blanco con varias botellas de whisky y cerveza vacías ubicadas sobre una vieja mesa de algarrobo.

Con una tiza, realiza una marca sobre la mejor parte del piso de hormigón; le indica a su alumna que allí se posicione. Se sitúa junto a la joven y empieza a darte las indicaciones necesarias. Los primeros disparos son imprecisos y peligrosos para quien esté en las inmediaciones; ya después de varios intentos, la puntería de Lizbeth da un giro de 180° al volverse dinámica y certera.

Pasadas las doce del mediodía y tras deshacerse de cinco tandas de seis envases cada una, Dante aparece con una figura humana hecha de madera, con varias perforaciones por su anterior uso. «Para que termines de inspirarte", le susurra. La chica produce otros seis agujeros sobre su víctima, satisfecha.

Dante le confiere una cajilla con un total de 24 balas, Lizbeth la introduce en uno de sus bolsillos y acomoda el arma al costado derecho de la cintura entre su piel y el elástico del pantalón; agradece a su instructor y se despide de él para orientarse otra vez a su vehículo y emprender el viaje de regreso. En menos de diez minutos arriba al domicilio y estaciona el vehículo en el porche.

Al ingresar camina directo al tocador, allí se recorta gran volumen del cabello y lo colorea de negro. Al finalizar su cambio de look asedia un bolso e introduce varias prendas de vestir, el arma de fuego recién adquirida, artículos personales y un diminuto cofre de ahorros que oculta en una de las gavetas del ropero.

Se dirige a la cocina donde revuelve el aparador buscando comida, halla un paquete de arroz en fecha y decide prepararlo junto con un enlatado que también se conserva. Come a prisa, dejando el plato limpio de restos alimenticios; bebe dos vasos de agua y luego cepilla sus dientes en el baño. Va a su habitación en busca de su bolso y ya dispuesta a salir, oye desde allí el sonido del timbre.

Lizbeth, baja las escaleras con lentitud y en puntas de pie; a la pasada toma un bate que descansa tras la puerta, dentro de un canasto. Se acerca a la puerta, con sumo cuidado y se asoma por el mirador; pestañea varias veces antes de la persona que del otro lado de la entrada vuelva a insistir.

—Niña, hasta que al fin apareces —una señora cuarentona, bajita y regordeta entra con total confianza luego de que Lizbeth quita el seguro y abre.

—Doña Enriqueta, ¿cómo está? —pregunta cortés.

—Yo muy bien, ¿y tú? ¿Dónde te habías metido?

—Estaba de vacaciones y en realidad estoy volviendo a salir.

—Pero si acabas de llegar...digo, ayer a esta misma hora no estabas.

—Ya sabe —responde— ¿en qué puedo ayudarla?

—Necesito que me vendas uno de tus maravillosos cuadros.

—No tengo ninguno en este momento, hace bastante que no pinto —explica.

—¡Pues que lastima! ¿Te has hecho algo en el cabello?

—No señora, es sensación suya.

—¡Oh! Bueno, que sigas disfrutando de tu descanso. Nos vemos pronto — así sin más se retira.

—Doña Enriqueta, espere un momento, por favor —Lizbeth la detiene del brazo con suavidad.

—Dime querida.

—Su hija es dueña de una posada a las afueras del pueblo, ¿no es así?

—Sí, un lugar tranquilo y hermoso.

—¿Usted podría darme la dirección? —le da su mejor sonrisa.

—Por supuesto —la señora busca dentro de su cartera y saca de allí una tarjeta— ten. Va a encantarte ese lugar.

—Estoy segura de que así será. Muchísimas gracias.

—Espero que allí puedas inspirarte y seguir pintando. Quiero uno de tus cuadros para el nuevo estudio de mi esposo.

—Lo intentare.

Al retirarse de la vivienda Enriqueta, Lizbeth retorna a su dormitorio y recoge el bolso preparado; se acomoda unas gafas de sol cubriendo sus ojos y luego desciende al salón donde corrobora que todo esté en orden. En lo sucesivo se encauza hasta el cobertizo en donde está aparcado su vehículo y traslada su equipaje a la parte trasera del auto; lo retira y emprende el viaje hacia su destino.

Durante al menos veinticinco minutos conduce por un pasaje rodeado de campos, de amapolas, maíz y trigo. Tras desfilar ante innumerables viviendas contempla una casona cercada por una verja teñida de naranja y un techo del mismo tinte. Cerca puede apreciarse un parque repleto de arboledas y juegos para niños. Al adentrarse más visualiza un cartel en la entrada tallado "Posada la alborada".

Se detiene en la fachada de su próximo hogar, recoge el bolso del interior e ingresa al lugar. En la antesala la recibe una agraciada muchacha de cabellera rubia con un raro acento. Lizbeth pide rentar un dormitorio y sin demora, la mujer le da acceso a una de las habitaciones disponibles y le permite utilizar la cochera. En lo sucesivo, persigue a la bedel por un extenso pasillo que articula con las habitaciones; al adherirse a la suya decide descansar un rato.

**********

Lizbeth conduce por las calles con el cabello teñido de negro cubriendo su rostro. Las gafas oscuras forman parte de su anatomía. No se las quita por nada del mundo y con la fiereza característica de un lobo salvaje, conlleva su propia investigación. Ha estado circulando varias horas por distintas áreas del poblado buscando algo que le permita hallar a esa lacra, una señal, un signo, una pista. Su hedor se le impregna a cada instante y una mímica de delirio mortal se manifiesta incesante.

Siendo las 17:00 p.m pasa por un quiosco de revistas y se contiene a ojear las últimas noticias del periódico local: el dólar subió, un famoso cantante fue internado de urgencias; nada de esto es de su incumbencia, ni tampoco le resulta útil, hasta que, en la sección de policiales encuentra un artículo haciendo referencia a una nueva víctima de nombre Sara, asesinada en los últimos dos días por "el sádico".

Continúa recorriendo diversos territorios escoltando a su intuición femenina. No sabe exactamente hacia dónde se dirige pero su espíritu la guía hacia algún lugar como si fuera una bitácora. Con todos los sentidos puestos en su objetivo, prolonga la marcha algunos kilómetros más, tuerce un poco la cabeza y allí lo ve. El auto, el jaguar azul. Excelente, es incuestionable, se trata de su mugroso automóvil.

Recoge las llaves del fundillo de la campera, desciende del vehículo y sin que nadie la vea, le escribe en la puerta del acompañante, con letras de imprenta; LIZBETH. Y así como si nada, sigue su camino. Casi de inmediato lo cruza desde la vereda opuesta, por supuesto Fausto no la identifica, a pesar de que ella sí. A través de los cristales de sus anteojos negros ve su reacción al percatarse del nombre hilvanado en la pintura del coche. Hace una mueca e ingresa urgido al vehículo.

La joven por su parte, se encamina hacia el locutorio más cercano. Pide una computadora y tras haberse memorizado la patente del auto comienza a buscar entre los registros del automotor. Su intento inicial es averiguar las multas del dominio pero no tiene ninguna, por lo tanto no puede obtener datos de la web del Gobierno de Buenos Aires. Pero todavía le queda un recurso, la página de rentas. Coloca el dominio en el buscador interno y allí encuentra los datos necesarios. Dirección, teléfono, nombre.

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