#11. El Desagravio.
Córdoba, Argentina. 4 de Septiembre de 2007.
Fastidiada por la postura de sueño, Lizbeth va apartando de a poco los párpados; abanica sus pestañas reiteradas veces hasta acostumbrarse a la claridad; bosteza errante y emplea sus manos para refregar los ojos mientras mueve su cerviz en todas direcciones intentando mitigar la tensión muscular; al incorporarse, avanza hacia el baño y remoja su rostro con agua fresca del grifo.
Un instante más tarde camina hasta la cocina y prepara dentro de una jarra considerable cantidad de café; al escaldar la infusión vierte el contenido en un diminuto pocillo de cerámica y lo consume serena e inmutable en pocas libaciones; recoge la jarra con el resto del aún tórrido líquido y resuelve ir a inspeccionar a su despreciable huesped.
—Buenos días, maldito bastardo —saluda entre risas— ¿qué tal tu noche? —Consulta sarcástica mientras se acerca a Fausto —¿Pero que están viendo mis ojos? ¿Te has meado encima, rata inmunda? —niega con la cabeza.
—¿Hasta cuándo seguirás el jueguito, chiquilla? —pregunta.
—En este preciso momento, vengo a hacer las paces y proponerte un trato. Tu silencio por el mío, ¿estás de acuerdo? —Fausto la observa desconfiado— te traje café, para reconciliarnos —la joven se arrima a escasos metros y antes de llegar a él simula tropezarse volcando gran parte del líquido hirviendo sobre su torso desnudo.
—¡Maldita hija de puta! —exclama— ¡Me las pagarás, engreída! —su piel comienza a cambiar de textura y color— vas a arrepentirte por lo que estás haciendo, mujerzuela.
—Disfruta del desayuno, imbécil —responde ella antes de retirarse de la habitación.
Pasadas las 11:00 am, Lizbeth abandona la vivienda y rastrea el coche que ha ocultado estratégicamente, entre algunos arbustos aislados de la residencia. Al encontrar la ubicación de su vehículo, se sube, pone a rugir el motor y de inmediato se expulsa a la carretera. En medio del viaje sintoniza la radio en una popular emisora dónde pasan música de rock & roll y entona una conocida canción «In the shadow» de «The Rasmus». Conduce entusiasmada y abstraída, hasta dar con la posada en la que se hospeda desde unos días.; la ladina expresión registrada en su cara denota una prominente euforia.
—Buenos días —se dirige a la recepcionista de turno— Las llaves de la habitación 56, por favor.
—Por supuesto; permítame una identificación —Lizbeth le facilita su DNI, donde la empleada comprueba la identidad de la huésped— sírvase sus llaves, señorita— dice haciendo entrega del manojo.
—Muchas gracias.
Una vez dentro del cuarto, busca una muda de ropa limpia entre sus pertenencias y se orienta al baño para luego ubicarse debajo de la ducha; asila el envase de shampoo y sobre su mano derecha echa una mínima cantidad que, sin demora, traslada a su obscuro cabello; lo frota con fuerza, enjuaga y reitera la acción. Adiciona algo de crema dejándola actuar durante varios segundos mientras enjabona el resto de su figura. Al terminar con el aseo personal, abandona el área envuelta por una toalla que utiliza para secarse, y así poder colocarse las prendas de vestir antes escogidas.
Una hora más tarde, devuelve el juego de llaves en recepción y retorna a su vehículo. Al retomar la conducción, LIzbeth resuelve regresar por el camino más extenso; desemboca en una curva donde se ve obligada a aminorar la prisa y aprovecha para curiosear el panorama a través de los cristales. Es la primera vez que recorre esta senda. Relieves y arboledas invaden todo el territorio; asimismo, a lo lejos consigue apreciar una pintoresca chacra circunvalada por un enorme afluente.
Tras recorrer unos cuantos kilómetros, Lizbeth infiltra el vehículo dentro de una gasolinera y llena el depósito del mismo con un combustible de óptima calidad; desciende por la puerta del conductor y se dirige hasta la puerta del mini mercado para realizar algunas compras; al afianzar sus pies dentro del comercio, con un rápido vistazo explora los detalles del ambiente.
Aferra una de las canastillas que reposan junto al primer refrigerador de la entrada y en poco tiempo introduce dentro de ella, pan blanco, queso, mayonesa, tomates, yogurt y fruta fresca. Por último, del sector de limpieza, sustrae un insecticida en aerosol y lo adhiere también a su compra. Cuando llega su turno de abonar los artículos en la caja los coloca encima de la cinta trasportadora y una mujer de edad avanzada con una indolente apariencia corrobora en unos pocos minutos el precio de los producto en el escáner.
—¿Alguna otra cosa? —consulta la desagradable empleada.
—Tres cajas de cigarrillos Marlboro — indica Lizbeth en el mismo tono. La mujer agrega los atados de cigarros en la bolsa de comestibles, recibe el efectivo y le entrega el ticket de forma grosera. Sin despedirse, Lizbeth se retira del negocio.
Ya de nuevo en su auto, instala las compras encima del asiento de lado y emprende la marcha hacia la residencia de Fausto. Los rayos de sol de las primeras horas de la tarde, repican con potencia, por lo que la joven se coloca las gafas de sol y remanga su blusa hasta los codos. Maneja con prudencia fisgoneando el panorama que, a pesar de no ser exótico, posee espacios silvestres dignos de admirar. El retorno resulta expedito y en un breve lapso de tiempo arriba a las inmediaciones.
Después de ocultar el automóvil entre los arbustos, camina varios metros hasta quedar frente a la puerta principal e ingresa a la vivienda tras encajar la llave dentro del orificio de la cerradura. Con pasos firmes y resueltos avanza rumbo hacia la cocina; al llegar allí se dispone a acomodar los productos recién adquiridos en el mercado, ordenándolos dentro del refrigerador y los armarios ubicados bajo el fregadero.
Mientras deposita los artículos en el interior de ellos distingue, detrás de un bidón de lavandina, una pequeña botella; «amoniaco», murmura tras observar la etiqueta y la devuelve al mismo lugar. Agarra el último costal de compras y se orienta en dirección al subsuelo. Al descender la escalera, advierte a su adversario sudoroso, rendido; sus ojos inyectados en sangre revelan un evidente estado de somnolencia. Lizbeth emite un fuerte alarido, que origina un inmediato sobresalto en Fausto; la joven adopta una expresión triunfante, retira el aerosol insecticida de la bolsa que aferra entre sus manos y apoyando el dedo índice en la parte superior de este comienza a agitarlo con energía.
—¿Recuerdas los días que aquí me tuviste? ¿Esos en que gozabas con mi sufrimiento y súplicas? —sus pasos son pujantes, la suela de los zapatos repican en el suelo. Él solo la observa — Debía alimentarme con los insectos que pasaban junto a mí —desvía su mirada al veneno, sonriendo— al principio creí que sería un buena idea que pasaras por lo mismo, pero... ¡ya sabes! La imaginación nos traslada a nuevas ocurrencias, nuevos —mueve el envase de forma frenética — desafíos.
—¡Nada de lo que hagas va a acabar conmigo, estúpida! —grita el hombre con furia.
—Eso está por verse; mientras tanto... —presiona el pulverizador rociando la pieza en los rincones, zócalos y todo el entorno, provocando en Fausto una fuerte tos— esto no va a matarte, pero si a tu posible alimento —carcajea— ya vuelvo, infeliz. ¡No te muevas de aquí, eh! —lo señala con uno de sus dedos índices.
Sale de prisa rumbo a la cochera; una vez allí ve un gran cajón reposando junto al auto de Fausto, y después de requisar el interior sustrae una extensa y voluminosa cadena que traslada al sitio donde permanece su presa aún con la cuerda enroscada al cuello. Se aproxima y con habilidad engarza la cadena a los grilletes que envuelven sus muñecas.
—Niña —tose— ¿Qué pretendes hacer? Mírate —el catarro vuelve— eres una debilucha.
—¡Cierra la maldita boca de una puta vez! —escupe en su cara— ¡me tienes harta!
Toma la barrica de roble que utilizó antes, trepa encima de ella y aborda a ejecutar una excesiva fuerza; mientras alterna las delicadas manos que sujetan los eslabones, comienza a izarlo. Se queja mientras lucha por no perder la concentración en su faena; la labor se entorpece cuando sus dedos empiezan a humedecerse debido a la transpiración, pero finalmente triunfa. Vencedora en este reto, engarza los hierros al mismo gancho donde una vez pendió ella y remueve la soga del cuello de Fausto.
—Listo —informa extenuada— vuelvo en un rato, no me extrañes.
Trajina al otro extremo de la casa, tan sagaz como una gacela. Nota la presencia de una vetusta radio apoyada encima de un mueble cristalero; se arrima a ella y al comprobar su correcto funcionamiento sintoniza una frecuencia de música clásica, a un elevado volumen. Se lanza sin más a un sofá de tres cuerpos que se localiza en el recinto y cierra sus ojos para poder disfrutar de las melodías que se emiten desde el artefacto; masajea sus sienes y frunce el ceño inhalando por la nariz y exhalando por la boca reiteradas veces. Luego de algunas sinfonías, ya más relajada, toma una de las tres cajillas de cigarrillos y se alecciona hacia la zona donde está su víctima.
—Hola imbécil. No me demoré esta vez, ¿lo notaste? ¡Auch!, cierto que aquí encerrado no se tiene noción del tiempo.
—A...gu...a —murmura el hombre.
—¿Que dices? Disculpa, no te entiendo; repítelo.
—A...a...guuu...aaa —dice más alto, aunque no demasiado.
—¡Aíns, lo siento! No va a poder ser —responde sarcástica mientras coloca una de sus manos sobre el pecho— tengo algo mucho mejor— abre la cajetillas de cigarros y saca uno, lo coloca en sus labios para encenderlo— tú también fumas, ¿cierto, ser inmundo?
—Sí, ¿vas a convidarme? —un halo de esperanza corre en su pregunta.
—¿En serio me preguntas? Esto sí es divertido, ¡joder! —su estruendosa carcajada inunda el ambiente— no, no voy a invitarte a fumar, pero si vas a poder sentir el contacto con la nicotina; o al menos con el tabaco.
—¿Qué piensas hacer, niña? Te advierto...
—¿Cuándo entenderás que no estás en condiciones de amenazar? Ya no estás al mando, Fausto —pronuncia su nombre con repugnancia— Pasaste de ser victimario a ser víctima; te voy a hacer probar un poco de tu propia medicina.
Sosteniendo el cigarro casi por la mitad, Lizbeth se acerca a la piel descubierta de su presa, por la espalda y apoya la brasa de este en su brazo, provocando un fuerte ardor en su organismo.
—¡Maldita hija de puta! —grita al percibir esa familiar sensación— ¡No sigas, maldita!
—¿Qué te pasa? ¿Acaso te recuerda algo? —cuestiona en tanto roza esas cicatrices que evidencian un anterior sometimiento a tal castigo— siempre es agradable acordarse de los viejos tiempos.
—Basta, por favor —suplica al sentir una nueva quemadura.
—¿Cómo has dicho?
—No más, no sigas con esto —su tono vulnerable la hace sonreír en un gesto delirante.
—¡Me encanta oírte suplicar! ¡Esto es maravilloso! —exclama.
Continúa su actividad deleitándose con los gemidos y las súplicas del hombre que tanto aborrece, dejando marcas ardientes en cada milímetro de su piel; se regocija, grita eufórica. Un cigarro tras otro, castigando su físico y su memoria emocional. Fausto se retuerce, reclama y se sumerge en la confusión; por momentos menciona cuánto la odia y en otros le ruega que se detenga. Para lo que sea, la muchacha lo disfruta. Cuando el paquete queda vacío, Lizbeth lo empuña arrojándolo a un rincón.
—E...ere...ss...u..na p...p...eeerra.
—¡Oh! —alza sus cejas parándose delante de él— gracias —aprovechando la cercanía, el sujeto pretende aplicar un cabezazo, que Lizbeth con habilidad, logra soslayar— ¿qué haces, inútil? —le deja los dedos marcados sobre su mejilla derecha— Esto te costará muy caro, maldito —informa retirándose del lugar, unos segundos después.
Sin demostrar expresión alguna en su semblante, recula al salón donde aún activa la radio, reproduce la sinfonía «Le quatro stagioni» de Antonio Vivaldi. Atesora una nueva cajetilla de Marlboro entre sus manos, y libera del interior un cigarro que consume apacible, aspirando grandes bocanadas de humo y expulsándolas con finura.
Al concluir, ahoga el filtro en la parte interna de un cenicero de madera tallada que yace encima de una minúscula mesa; va hasta la cocina donde llena un enorme vaso de vidrio con agua, y lo bebe en pocos tragos. Desecha la pieza dentro del fregadero y en seguida abre una de las puertas bajo el mismo para retirar el recipiente que contiene amoniaco. Suspira mientras mueve su gollete en círculos.
Emprende una precipitada búsqueda dentro de los cajones del mismo mobiliario, sustrayendo varios objetos sin importancia. «¿Dónde, dónde?» cuestiona a la nada; «¡Bingo!» exclama sosteniendo un rollo de cinta ancha y transparente. Se encamina otra vez hacia el sótano y mientras desciende los peldaños, corta un gran trozo del adhesivo.
—No te imaginas cuánto te aborrezco —los ojos de la muchacha se tornan rojizos, haciendo que luzca poseída— tanto que me desconozco.
—¿Crees que me importa, niña?
—Debería ser así, ya que soy el monstruo que tu creaste —se acerca lo suficiente para cubrirle la cavidad bucal— llegó el momento de divertirnos —Desenrosca el tapón del envase lenta, riendo maliciosa; Fausto sacude frenético su cabeza, intentando modular a través del adhesivo. La chica sitúa el envase bajo la nariz del torturado por varios segundos; lo retira y vuelve a colocarlo, siempre burlándose— No me digas que te estás sintiendo mal, ¿Cómo es posible? —la frente de Fausto se reviste de un frío sudor, su respiración comienza a actuar forzada y unas gotas lacrimosos se desprenden de sus ojos como consecuencia del efluvio concentrado de los gases que emanan desde el interior —Eso, desgraciado; sufre, maldita porquería —pronuncia excitada mientras continúa con la satisfactoria labor.
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