#10. La Conflagración.
Córdoba, Argentina. 3 de Septiembre de 2007.
Luego de seleccionar los datos más relevantes, copio y pego en un archivo de texto la información útil y lo guardo; me acerco a la dama a cargo del local y le solicito la impresión, abono el valor de la hoja grabada y vuelvo a mi vehículo para visitar al desgraciado de Fausto. Lo haré arrepentirse por todos los daños ocasionados, tomaré venganza por cada una de sus víctimas.
Al pasar por una farmacia, tengo una gran idea, así que antes de prolongar el trayecto me detengo allí. Desciendo del coche e ingreso al negocio. Me encuentro con un lugar reducido, cinco estanterías repartidas de forma estratégica adornada por grandes ventanales que reemplazan medianeras y un mostrador de cristal exhibiendo cosméticos, bijouterie y algunos artículos de bebés; detrás de éste se aprecian diversas cajas de medicamentos.
Un hombre joven de apariencia tranquila vistiendo una bata blanca, se encuentra relajado frente al monitor de la computadora; tiene cara alargada, nariz grande y ojos saltones; sus cejas pobladas por demás y labios finos. Sonríe absorto es la pantalla, sus dientes desalineados y amarillentos casi me provocan risa; parece una caricatura. Es evidente que no se ha percatado de mi presencia, por lo que decido hablarle.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, señorita —responde el farmacéutico que atiende el negocio— ¿En qué puedo ayudarla?
—Estoy necesitando Tramadol en ampollas; también una jeringa de 5 cc con su respectiva aguja, unas gasas y alcohol.
—Por supuesto; permítame la receta, por favor —dice con amabilidad.
—Yo...no tengo receta —sonrío.
—Lo siento, sin receta no va a ser posible —suspiro. Necesito la droga, tiene que haber una forma de conseguirla; y ya sé cómo lo haré.
—¿Y no existe la forma en que puedas ayudarme? —abanico mis pestañas regalándole mi mejor sonrisa— por favor, es importante.
—Es difícil... —percibo en su postura que empieza a ceder.
—Es para mi pobre tía; cayó por unas escaleras y se golpeó una pierna. No tiene seguro médico ni dinero para ir a un particular —apoyo el codo de mi brazo derecho sobre el mostrador, mientras con la mano acaricio suave mi mejilla, extendiéndome hacia mis labios.
—Voy a fijarme si puedo hacer alguna cosa —desaparece nervioso. Al regresar, lo hace con una caja entre sus manos— puedo venderte solo una cartón. Marco un error de inventario y no tendré problema.
—Muchas gracias —miro su identificación— Gabriel —asiente.
—Dentro de la estuche están las indicaciones y cómo administrarlo.
—Excelente —luego de facturar, coloca la compra de una bolsa de papel, abono sonriente y regreso a mi carro, victoriosa.
Retorno al auto y conduzco sin volver a interrumpir la marcha durante todo el camino. En menos de treinta minutos llego a la vivienda de Fausto, renunciando a cualquier introspección relacionada con la ética y la moral. Antes de descender del vehículo quito de mi mochila, los guantes de cuero, mi revólver Beretta y me aseguro de incluir el silenciador. Guardo el arma dentro del elástico del Jogging y me destino a ocultarme detrás de un gran arbusto, a unos treinta metros de su morada, esperándolo ansiosa.
Mientras consumo tabaco para aplacar la impaciencia, lo veo acercar, con esa expresión soberbia característica de su efigie. Inconscientemente efectúo una mueca, con un entusiasmo similar al de un cazador a punto de aprisionar a su presa. Fausto introduce su auto en la cochera y extingo el cigarro bajo la suela de mi calzado. Desmonta su vehículo y camina hacia el pórtico de su domicilio con el fin de adherirse.
Antes de que logre encasillar la llave y franquear la puerta principal me arrimo cautelosa, tan sigilosa soy que no advierte mi presencia. Saboreo la oportunidad. Pronto me posiciono detrás y le apunto al individuo para impedir que oponga resistencia. Llamo su atención, y al voltear, exhibe un férvido gesto, que concluye urgente al distinguir mi mano empuñando una pistola. Sus ojos me celan enajenados y encumbra ambos brazos sobre su cabeza asumiendo una postura indefensa. Qué éxtasis siento, alimentándome del temor emanado por sus poros.
—Creo que te confundes de persona, baja el arma, no pareces ser una asesina
—Oye miserable ¿Me recuerdas? —le digo despojando mis lentes.—responde con ánimo de despistarme.
—No pretendas burlarte de mi hijo de puta ¿Quieres ponerlo a prueba? No te muevas ni un solo paso de donde estás.
—Calma niña, hablemos tranquilos; déjame arre... —al entrever su intento por adelantarse unos pasos, estrujo el percutor del artefacto sin titubear. El proyectil acaba incrustado en su hombro derecho, justo donde pretendí encauzarlo. Se desploma a las espaldas e inclina su cabeza de costado, examinando la herida producida por el disparo. Su mirada vuelve hacia mí con la expresión de la derrota y puedo regocijarme con sus primeras flébiles palabras.
—¡Ayyyy! ¡Ayyyy! ¡Mierda! ¿Qué hiciste, maldita puta? —menciona furioso y afligido de dolor.
Necesito provocarle sufrimiento, contemplarlo satisfecha en su merecida aflicción. Fausto presiona su herida estremeciéndose sinuoso y tiembla, tanto que sus pantalones se humedecen en segundos; me acerco algunos pasos sin dejar de apuntarle y le expreso mi desprecio hablándole entre dientes.
—Fausto...Así te llamas, ¿no? Lacra inmunda. Si vuelves a insultarme o desobedecerme, la próxima bala voy a alojarla en tu cráneo. Vas a pagar lo que nos hiciste a todas, nunca vas a olvidarte de mí mientras vivas —exclamo— Ahora, desliza despacio tu cuchillo y las llaves por el suelo, e ingresa a la casa.
Mientras nos adentramos, Fausto voltea de improvisto expulsándose sobre mí, pero antes de alcanzar mi cuerpo vuelvo a dispararle, esta vez en su pierna derecha. Apenas puede moverse; su dolor físico es evidente. Lo enaltezco de la superficie a punta de pistola y le exijo entrar en su residencia. Una vez adentro cierro la puerta y lo avizoro; sus ojos no denotan perversidad, connotan cobardía. Es mi deseo; que me tema y deteste como yo lo hice durante todo el periodo de reclusión.
—¡Desgraciada! —exclama apretando su mandíbula.
—Gracias —replico sarcástica— hace mucho que no me hacen un cumplido tan bello. Ahora camina, inútil. Su expresión refleja una evidente molestia física.
Sonrío regodeada por ese dolor inducido, apenas. Me posiciono a sus espaldas y apoyando el cañón sobre su nuca, lo obligo a caminar hacia el sótano; al alcanzar el quinto peldaño, aprovecho su debilidad física y lo empujo generando que ruede hasta el suelo. Mientras desciendo los escalones, aparto de mis hombros las tiras que sujetan la mochila sobre el dorso y la traslado al frente para desplegar el cierre y sustraer del interior las esposas.
—¡Póntelas! —le ordeno dirigiendo mi arma hacia él.
—Cuanta prepotencia —se burla— ¿te has convertido en una chica mala? Bruja.
—¡Ya cierra la boca, infeliz! —suelto un nuevo proyectil a la pared, muy cerca de su cabeza. Su expresión cambia — La próxima voy a orientarla a tu garganta. Ponte las esposas —sin decir nada, recoge ambos juegos, uno cerrándolo alrededor de sus tobillos y el segundo en las muñecas —Muy bien, así me gusta; obediente.
—Te crees mucho por tener un juguetito entre las manos, ¿verdad? Muero por ver hasta dónde llega tu valentía —su tono es retador, pero a la vez resuena por lo bajo.
—Este "juguetito" puede interrumpir tu asquerosa existencia en el instante que yo lo decida; como habrás podido observar ya no me amedrentas. No tientes a la suerte, Fausto. Mira que puedo enloquecer en cualquier momento y simplemente "bang, bang, bang" —finjo disparar— volarte los sesos.
—Tranquila niña —suelto una sonora carcajada.
—¡Pero si estoy muy tranquila! ¿Sabes? En primera instancia pensé en acabar contigo, quitar a una escoria como tú de este mundo debería ser hasta recompensado —sonrío— pero no —chasqueo la lengua mientras niego con mi índice derecho— voy a hacer que sufras, supliques, implores piedad... —otra carcajada escapa de mi boca mientras camino de un lado a otro ante la atenta mirada del indeseable —voy a darte una lección basura. Ahora yo soy quien manda.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tanta rabia? ¿Acaso es porque te dejé insatisfecha? Podemos repetirlo; con tu consentimiento, claro está.
—Hijo de puta —alzo mi pierna derecha presionando la suela de mi zapatilla en medio de su cara. Se queja, lo gozo —mientras tú lloras como niñita, voy a buscar algunas cosas para divertirme contigo.
Ya con mi enemigo vulnerable, me dispongo a recorrer el asqueroso terreno hasta encontrar el garaje. Una vez allí recojo varios elementos útiles para cumplir mis objetivos, colocándolos dentro de una bolsa de arpillera que allí mismo encuentro; tomo un martillo, unas tenazas, una pinza, agujereadora, tres clases de destornilladores, un disco de amoladora y un puñado de tornillos oxidados. De regreso, atravieso la cocina; encima de la mesa reposa una bandeja metálica, similar a las que se utilizan en salas de cirugía; vuelco las herramientas en ella para ordenarlas sin criterio alguno. La cojo por las asas y retorno al sótano.
Al descender la escalera sitúo el mueble a una distancia prudencial de mi víctima y observo las diversas herramientas ubicadas allí. Me seducen las distintas opciones y empiezo por elegir unas tijeras que utilizo para diseccionar las prendas de vestir de Fausto, dejando su organismo al descubierto. Puedo olfatear el aroma de su miedo, a pesar de haber sido delicada hasta ahora. Vuelvo a echar un vistazo, escojo un mazo y tras recogerlo me arrimo a casi medio metro de distancia.
— ¡Ay! Pobrecillo... ¿Tienes miedo? ¿Te parece divertido ahora? —digo a este perverso de ojos vidriosos que rehíla al percatarse del objeto amenazante entre mis manos.
—¿Qué vas a hacer, puta? —pregunta desafiante— ¡Mírate! No eres capaz de matar ni a una mosca.
—Ya lo verás, no te impacientes —respondo sarcástica—; te dolerá solo al principio, créeme. Eso es exactamente lo que tú me decías a mí cuando te imploraba piedad, ¿Acaso no lo recuerdas?
—Vamos mocosa, suéltame y prometo desaparecer de tu vida. ¡Suéltame ya bruja! —ordena sacudiéndose con estériles y consternados esfuerzos por huir del martirio físico y psicológico.
A continuación me dirijo al fondo del recinto e inclino una de las cilíndricas barricas de roble para trasladarla rodando hasta la ubicación de Fausto; me subo encima de esta, anudo un extremo de la cuerda al tirante superior y la parte restante la ubico alrededor de su cuello, ajustándola. Luego me deslizo hacia abajo y utilizo la llave que guardo en el bolsillo derecho de mi pantalón liberando sus pies de las grapas.
—Eres tan básica, niña. Repites mis hazañas, no tienes imaginación —ríe.
—Estas muy equivocado, imbécil. Ya entenderás que no estoy jugando.
—Aunque la chiquilla se vista de sádica, chiquilla se queda —chasquea la lengua.
Lo escupo en el rostro con absoluta aversión e inmediatamente le destino un adusto martillazo en su rodilla que hace crepitar su hueso al romperse. Parece que va a desvanecerse como consecuencia del estacazo recibido, así que le inyecto el contenido de Tramadol en uno de sus brazos antes de que esto suceda. Preciso mantenerlo consciente para lo que sobreviene.
—Desgraciada; No tienes idea de lo que haré contigo cuando salga de aquí.
—¿Cómo dices? Me causas mucha gracia ¿Salir de dónde? ¿¡Qué no te has dado cuenta todavía!? —subo el tono de la voz y levanto ambos brazos imitando una súplica —perverso e idiota, ¡vaya combinación! —rio fuerte— tu nunca saldrás de aquí; al menos no respirando.
—Te crees muy poderosa ahora ¿no? Estás loca, niña —pronuncia quedito.
—Aquí el único desquiciado eres tú, yo solo estoy decidida.
Una vez finalizada la hazaña me excluyo del lugar y lo dejo abandonado a oscuras soportando el peso de su cuerpo sobre la única extremidad que lo exime del estrangulamiento. Así planeo dejarlo toda la noche; pretendo que se anegue en la misma desesperación a la que me sometió en incontables ocasiones. Tras salir del sótano permanezco imperturbable detrás de la puerta durante unos minutos oyéndolo sufrir de dolor. Debo confesar que experimento una fruición imposible de describir al escuchar sus lamentos, es música para mis oídos.
Voy hacia la cocina buscando algo decente que comer; hallo en el horno una pata de pollo asada en buen estado, la deposito en un plato, bebo un vaso de agua e ingiero el bocadillo, extasiada. Cada uno de sus alaridos me hacen sentir más poderosa; saboreo la carne y al terminar de comer arrojo las sobras en el fregadero, para luego tomar el control remoto del televisor y ver las noticias; nada interesante aparece. Mis párpados pesan y el cansancio comienza a tomarme por sorpresa; En pocos minutos quedo completamente adormecida en un viejo y deteriorado sofá.
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