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"El vaho entreteje, azota, corroe, surge del aliento de lo innombrable, de lo sin forma, insufla sin intención ni deseo a una existencia temerosa.
Más allá del vacío oscuro habita la verdad unida a la locura, la demencia que somete y atormenta a Antecesores, Difusos y Caídos.
Nada escapa, nada está seguro, no hay libertad; las estrellas de polvo opacan una luz ilusoria y crean lo que es real.
Las capas de la realidad se erigen sobre pensamientos muertos y susurros nacidos de la agonía primordial.
El que dirija la mirada hacia más allá del polvo oscuro encontrará que lo que permanece ahí no solo lo mira, sino que también se apodera de la cordura, del alma y del cuerpo."
Fragmentos recitados por la memoria viviente.
El llanto, siempre ese desgarrador llanto, ninguna noche faltaba para atormentarme más. Mis fracasos se acumulaban, como una pila de calaveras que alcanzaba el cielo, para recordarme que no era nada. Mi vida hacía mucho que no tenía valor, era un fantasma que no renunciaba al latir de su corazón por la vana esperanza de salvarlos.
Era idiota, esa falsa ilusión me envenenaba, hundía sus raíces en mis pensamientos y me ataba aún más al pasado. Hacía mucho que tendría que haber puesto fin a mi miserable existencia. Me creí un héroe, como los que aparecían en los cómics que leía cuando era niño, me convencí de ello, pero no era más que un hombre vencido que apenas conservaba la cordura.
El llanto sonó con fuerza, me atrajo y me mostró al niño ensangrentado. Ni siquiera el descanso me traía paz, el dolor era continuo. Sin ser capaz de moverme, inmerso en una perversa recreación, me vi arrodillado al lado del niño, con las manos ensangrentadas, impotente mientras la vida escapaba del pequeño cuerpo, sin que siquiera me diera consuelo el haber matado a los que iniciaron el ritual.
—Despierta... —Los susurros que nunca abandonaban mi cabeza aparecieron como cada noche—. Hay que darle paso...
No recuerdo cuándo renuncié a revelarme, a reclamar el control de la pesadilla, a rehacer la realidad en sueños y al menos cambiar el destino ahí. Tan solo obedecí, me dejé arrastrar y la bruma negra nacida de las profundidades de mi ser devoró todo.
Solté un grito ahogado, me aferré a las sábanas empapadas en sudor frío y me incorporé en la cama. Las cortas respiraciones resonaron con fuerza mientras no era capaz de alejar mis pensamientos del niño. Cerré los ojos y el dolor, como un puñal oxidado, me atravesó el pecho.
—Lo siento... —tartamudeé, martirizado por la presión de los grilletes que me encadenaban a las muertes de los que fui incapaz de salvar—. Ojalá pudiera... —Los recuerdos se amontonaban como una montaña de libros polvorientos llenos de páginas enmohecidas, repletos de papel amarillento que se negaba a borrar los trazos de tinta que mantenían vivos mis traumas—. Daría mi vida para cambiarlo todo...
Una fuerte risa, que se burlaba de mi dolor con la intensidad del que mancilla la memoria de un difunto al pisotear la tierra fresca de su tumba, me obligó a abrir los ojos y me llenó de rabia.
—Pero no puedes —soltó con sorna ese maldito desgraciado, antes de levantarse de la silla de la esquina de la habitación y pasar la mano por las arrugas de su reluciente traje rojo—. No puedes cambiar lo que pasó. —Sacó un reloj dorado de bolsillo con leontina, abrió la tapa y acarició el bisel y el cristal—. Esa gente murió porque fuiste lento, débil. Porque fuiste tú. —La piel de su rostro, reseca y a punto de quebrarse como una hoja marchita aplastada por un puño cerrado con rabia, se tensó a medida que se profundizada una pérfida sonrisa—. Siempre has sido un perdedor, un inútil incapaz de lamerse sus heridas.
Agarré un vaso vacío de la mesita de noche, lo lancé, lo atravesó y estalló contra la pared.
—¡Cállate! —La saliva salió disparada junto con el grito—. ¡No eres más que una voz rota!
Con la satisfacción de un cazador que ha acorralado a su presa, observó de reojo el reloj, lo guardó en el bolsillo y acarició la leontina.
—No voy a callarme porque tú me lo digas. —Dirigió la mirada hacia mis ojos y sonrió complacido ante la furia que tensaba mis facciones—. Esto no funciona así. No hace falta que te lo recuerde. —Movió un poco la cabeza, lo suficiente para verse reflejado en un espejo, y se pasó las manos por el cabello, negro y corto, para retocar el peinado—. Existo para recordarte tus fracasos y para que no se te olvide lo manchadas que tienes las manos de sangre. —Sonrió—. Sangre que derramaron las venas de inocentes.
Apreté los dientes, con la necesidad de saciar el imposible deseo de estrujar su cuello y destrozarle la carótida, y le apunté con la palma.
—¡He dicho que te calles! —El aire alrededor de los dedos vibró un poco y ese desgraciado se descompuso en un montón de arena rojiza que estalló en centenares de destellos—. No me hables más. Ni se te ocurra volver a hacerlo. —Noté una leve presión en los ojos y toqué la sangre que brotó de la nariz—. No quiero volver a verte.
Como una estatua de carne y hueso erigida con impotencia y dolor, permanecí inmóvil durante unos instantes que se eternizaron.
—Lo único bueno del trato sería que desaparecieras de mi vida... —murmuré, tentado a sucumbir, a aceptar la oscura seducción que me prometía la felicidad a costa de quebrarme por completo.
Aparté al desgraciado de mis pensamientos, cogí la sábana, me limpié, la teñí de rojo y contemplé mis manos temblorosas. Siempre me forzaba a desgastarme, no se contentaba con otra cosa que no llevara a la esencia de mi alma a ser drenaba poco a poco. Me sentía como un juguete arrojado contra la pared por un niño furioso, partiéndose muy despacio hasta convertirse en polvo.
Mi destino se selló cuando aparecieron los susurros. Estaba cansado, tenía que esforzarme cada día para continuar, demasiados años a merced de un don maldito me habían llevado a desconfiar de mí mismo. ¿Qué es real cuando la realidad que te rodea está condicionada por las sombras que proyectas?
Luché contra el deseo de tumbarme en la cama y esperar que el tiempo pasara y que sus arenas me sepultaran. Todavía, aunque estuviera oculto en lo más recóndito de mi ser, conservaba cierta esperanza en evitar los suficientes rituales para que la gente siguiera viviendo sus triviales vidas. O eso creía.
Me senté en la cama, miré una vieja fotografía arrugada y suspiré. La pesada losa que se abatía sobre mí me dificultaba hasta tomar una pequeña bocanada de aire. Me besé las puntas de los dedos y las posé sobre el retrato del recuerdo viviente de alguien que ya no estaba.
Me permití que una sonrisa triste agriara aún más mi castigado rostro, inspiré despacio y contuve la cascada de emociones que estaba a punto de desbordarme. Abrí un cajón y fijé la mirada en un pequeño frasco lleno de un brillante líquido azul. La idea de quitarle la tapa, acercarlo a mis labios y vaciarlo hasta engullirlo, cobró la suficiente fuerza para que llegara a tocarlo.
El tacto cálido aumentó el deseo de ceder, pero la imagen del niño sobre un charco de su propia sangre consiguió que apartara la mano y cerrara el cajón. No me iría sin salvar aunque fuera a un inocente más.
Me levanté, caminé hacia el lavabo y, cuando estaba a punto de abrir la puerta, apenas rocé el pomo oxidado, las sienes, como si las picotearan cientos de aves carroñeras en busca de pensamientos muertos, me punzaron y tuve que apoyarme en la pared descascarillada.
El olor rancio, el de la humedad de los hongos que devoran a los muertos y su ropa, se propagó cerca de mí y apenas fui capaz de contener las arcadas. Pegué la espalda a la pared y resbalé hasta quedar sentado en las tablas de madera vieja. Cerré los ojos, me apreté las sienes y me preparé.
—¿Quién...? —mascullé, sufriendo fuertes descargas en el cuello y la columna—. ¿Cuándo...?
Abrí los ojos y un cúmulo de explosiones de tonos grises, blancos y negros, me rodearon; la habitación se deshizo con la misma facilidad que un lienzo al que le arrojan un cubo de ácido.
Me miré la mano justo antes de que se desdibujara, se tornara borrosa y la piel estallase. Una fuerte ráfaga de viento sopló, arrastró mi cuerpo convertido en polvo y liberó a mi consciencia para que se fundiera a la visión.
Me elevé, como un globo aerostático atrapado en un huracán, girando tan rápido que parecía que el sol orbitase a mi alrededor, traspasé la débil capa de nubes y me detuve muy despacio para contemplar el decadente reflejo de la sociedad. Desde allí, la ciudad parecía un puzzle que apenas encajaba, los edificios eran las piezas y las calles los espacios que las mantenían separadas.
La gravedad me atrapó, como la garra de un águila aprisionando a una liebre, se hundió en mi ser fundido a la visión y tiró con fuerza. No tardé en alcanzar los edificios, en caer cerca de los ventanales que reflejaban el sol, y verme frenado a una veintena de metros de la acera.
El aire palpitó mientras lo que estaba a mi alrededor temblaba; los vehículos, los portales y las farolas, se deshicieron en columnas de humo blanco. La ciudad sufría ante el destino de alguien manchado con la marca de una de las capas de la realidad.
Un grito sonó tan fuerte que las superficies de los edificios vibraron. Fijé mi mirada en la salida de un lejano callejón y permití que la visión tirara una última vez de mí.
—Eres tú —murmuré, después de que el polvo se juntara y me devolviera mi cuerpo.
Permanecí inmóvil ante la imagen de una mujer que tenía la cabeza tapada con un saco y los tobillos y las manos atadas. Los hombres que la arrastraban, sin temer que los descubrieran, no ocultaban sus rostros. Al igual que el resto de la ciudad, los tres estaban paralizados.
Caminé despacio, sintiendo con cada paso un temblor en las suelas. Los pinchazos en las sienes retornaron con más intensidad, padecí como si mi cerebro fuera un postre en una bandeja y cientos de hambrientos clavaran sus tenedores y cuchillos. Apreté los dientes, no me detuve, llegué hasta la mujer, me agaché y le toqué el brazo.
Un tsunami agónico cargado de dolor y sufrimiento sacudió mi alma y la arrastró hasta el futuro. El destino que le reservaban a la mujer se presentó ante mí para mostrarme su macabro final.
—Malditos monstruos... —mascullé, mientras pisaba la tierra amarilla amontonada en la sala.
La mujer, presa por unas cadenas doradas que la mantenían un par de metros en el aire, estaba casi desnuda. A su alrededor, había una decena de personas ocultas tras máscaras de huesos negros fundidas a los rostros y anchos ropajes tejidos con hilos de una aleación plateada; todas sostenían puñales de hojas cobrizas.
—Esto no acaba nunca... —Inspiré despacio al mismo tiempo que de los cortes del cuerpo de la mujer se desprendían finos chorros de sangre que empapaban la tierra que cubría el suelo de la sala ceremonial—. Vuestra enfermedad es insaciable...
Desde la lejanía, provenientes de los límites de la capa de la realidad, los susurros repitieron mi nombre y una intensa lluvia de gotas de tinta cayó sobre la representación de un ritual que no permitiría que sucediera.
Miré cómo las gotas teñían mi palma con un resplandeciente negro, cerré los ojos, alcé un poco la cabeza y sentí la lluvia golpear mi rostro.
—Una última vez y me entregaré al vacío...
Mientras un fuerte olor a flores marchitas y agua estancada se propagaba por la sala ritual, convencido de que por fin respiraría un poco de paz, fui retornando al edificio abandonado donde dormía algunas noches.
El destino, ese detestable tejedor de futuros, me ofreció una oportunidad más para redimirme y, aunque me hubiera gustado estrangularlo por el insoportable sufrimiento que desató sobre mí, me conformé con abrazar con fuerza la idea de que salvaría una vida y ofrecería otra.
Imagen del protagonista creada con nightcafe.
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