Capítulo 11

—Maldita Predecesora... —masculló el Antecesor, antes de que las llamas que arrojaba explotaran y crearan un intenso fulgor.

Ladeé un poco la cabeza y me vi a obligado a cubrirme los ojos a causa del fuerte destello.

—Alguna vez, Hierdamut, fuiste un ser temible —escuché las palabras pronunciadas por La Oradora—, pero esos tiempos pasaron hace mucho.

Abrí los párpados y vi al Antecesor inmóvil, elevado unos metros en el aire, con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás.

—Quizá solo sea una sombra de lo fui, pero aún... —replicó, antes de que la entidad moviera la mano y los labios y las cuerdas vocales se le congelaran.

—Cumpliste tu parte, ahora sirve como alimento para el renacer —pronunció La Oradora, antes de lanzarlo contra el cristal oscuro y que decenas de brazos lo apresaran.

Alcé la mano y apunté a la entidad. Ella me miró y sonrió.

—Estás obsesionada con el fuego, el de él no te ha hecho nada, veamos qué te hace el mío —le dije mientras en las profundidades de mi ser infinidad de géiseres en combustión alimentaban la llama roja.

La sonrisa de La Oradora se profundizó.

—No sé qué es más gracioso, que vayas a utilizar gran parte de tus llamas en un vano intento de herirme o que creas que tienes una mínima posibilidad de vencer —contestó, extendió los brazos y me animó con un gesto a que le arrojara el fuego.

Estaba a punto de envolverla con llamaradas cuando parte de la arena amarilla cercana a ella emitió un tenue brillo.

«Falta poco, pero todavía no» me dijo la mujer de la cabeza rasurada, La Errabunda, tras adentrarse en mis pensamientos.

—Todavía no... —repetí con un susurro, después de que un escalofrío me recorriera la nuca, justo en el punto donde La Errabunda me tocó para frenar el estallido de llamas rojizas en nuestro primer encuentro—. Aún es pronto...

Los destellos de la arena amarilla repleta de esquirlas se incrementaron alrededor de La Oradora, bajé la mano, apunté a los resplandecientes montones, la miré a los ojos y su rostro reflejó mucha incertidumbre.

—Entrometida —pronunció con rabia, incapaz de frenar las llamas que prendieron la arena en torno a ella.

Varios estallidos de luces amarillas, como si diminutos soles explotaran, inundaron la sala e hicieron que los cristales que emergían de la superficie vítrea cambiaran a un tono ambarino. Los brazos que retenían a Makhor y al Antecesor se convirtieron en polvo justo cuando La Errabunda apareció y caminó descalza por la arena.

—Hermana —dijo la mujer de la cabeza rasurada, dirigiéndose a La Oradora, tras pasar por mi lado e ignorarme—. Sigues igual que la última vez que nos vimos, con la ambición recorriendo tus venas y la locura pudriendo tus pensamientos.

La entidad la miró con desprecio.

—Tú tampoco has cambiado, mantienes en tu esencia ese hedor a egolatría y superioridad —replicó La Oradora—. Siempre te has creído la mejor de nosotras. —Observó cómo las llamas sobre la arena casi se habían extinguido—. Aunque también hay algo que no ha cambiado. —La miró a los ojos—. Sigue prohibida tu intervención en los mundos resguardados por las capas de la realidad. —Alternó la mirada entre El Antecesor, Makhor y yo—. Tu encarnación a través de la arena les ha concedido un minuto más de vida, pero no tardarán en sucumbir.

—Eso está por ver, hermana —dijo La Errabunda mientras se apartaba un poco.

La Oradora, libre del influjo de la arena ardiente, ignoró a la mujer de la cabeza rasurada y se centró en nosotros.

—Dos humanos y un Antecesor quebrado que murió hace mucho y que devolví a la vida para servirme —pronunció con desprecio al mismo tiempo que la sala temblaba—. Cuanto antes os deis cuenta de que no sois nada, de que hasta la ceniza inerte es una amenaza mayor que la que creéis representar, antes entenderéis que vuestro sufrimiento alimentará la recreación de la obra.

Mientras el Antecesor se recubrió de llamas azules, dio unos pasos y atacó a La Oradora, Makhor me miró y alcanzó mis pensamientos.

«No tenemos mucho tiempo, la capa de la realidad, que mantiene tu mundo y el resto de mundos de esta porción de la existencia cohesionados, está cayendo... —Miró a La Oradora desviar las llamas del Antecesor—. Lo único que está en nuestras manos es frenarla todo lo que podamos, morir luchando y esperar que nuestro sacrificio llame la atención de Los Transcendentales y que intervengan...».

Las venas de Makhor se hincharon un poco y los ojos se le recubrieron con un halo oscuro al trazar símbolos de tinta en el aire. Estaba dispuesto a morir, a sacrificarse junto a mí para evitar el nacimiento de una creación más oscura, pero yo no iba a permitir que cayera allí. De los dos, era el único capaz de conseguir una intervención que acabara con la locura de La Oradora. Y también quien podía descubrir cómo restaurar los desgarros en las capas de la realidad. Debía vivir para continuar la lucha, ese día y esa sala se tendrían que conformar con mi vida en vez de con la de los dos.

—Makhor —le dije, y él me miró—. Busca un modo de frenarla desde afuera. —No comprendió, me observó extrañado—. Las capas de la realidad te necesitan.

Iba a replicar, a trazar un escudo con símbolos de tinta, pero no se lo permití. Moví la mano rápido, generé varias burbujas de fuego rojo que estallaron cerca de él. La onda lo empujó contra el cristal oscuro e hizo que su cuerpo lo rompiera tras traspasarlo y alcanzar una alejada porción de la realidad.

«Draert, restaura el portal. Juntos ganaremos más tiempo» me dijo mientras su voz se escuchaba cada vez más lejana dentro de mis pensamientos.

«La frenaré todo lo que pueda, trata de que intervengan esos seres».

Su réplica se silenció justo cuando La Oradora se cansó del Antecesor, lo paralizó y moldeó las últimas llamas azules para crear dos puñales de fuego.

—Se acabó el jugar —le dijo, tras acercarse y hundirle un puñal en el ojo sano—. Quería que tu corazón bombeara sangre para latir en los primeros compases de la obra renovada, iba a usar el repiqueteo de tu agonizante vida para alimentar el nacimiento, pero me has hartado. —Le rebanó el cuello y le hundió el puñal en el pecho—. Muerto también alimentarás la obra.

Aproveché mientras ejecutaba al Antecesor para recordar cada una de las tragedias de mi vida, reviví todo el sufrimiento para que el odio y la rabia prendieran la llama roja como nunca antes. Cuando La Oradora se giró para mirarme, la piel de mi cuerpo estaba resquebrajada, como una vieja tela hecha jirones, y de las fisuras surgían finas columnas de humo rojizo.

—Al fin abrazas tu naturaleza —pronunció con satisfacción, como quien contempla una obra de arte que cree pertenecerle.

Grité, apreté los dientes y le lancé una llamarada tan intensa que tuvo que cubrirse la cara con los brazos. Aunque canalizó su poder, no fue capaz de evitar que el fuego la empujara y que sus plantas resbalaran por la arena.

—Toda mi vida culpé al desgraciado, creyendo que los susurros estaban unidos a él —hablé entre dientes, antes dar unos pasos, volver a gritar y empujarla de nuevo un par de metros con otra llamarada—. Dirigí mi ira contra ese mal nacido sin saber que fuiste tú la artífice de mi condena. —La Oradora iba a bajar los brazos, pero le arrojé el fuego rojo y retrocedió aún más—. Mi vida estuvo llena de dolor por tu culpa. —La llamarada que le lancé no la alcanzó, la entidad se desvaneció antes de que el fuego se le acercara, impactara contra un muro y lo derritiera—. Afronta tu destino, ¿no estabas deseosa de ver arder el fuego? —Me di la vuelta y la busqué—. Todos los seres cósmicos sois unos cobardes.

Noté una brisa gélida detrás de mí.

—Nunca me escondo —me susurró, casi al oído.

Me giré y arrojé una intensa llamarada que tan solo atravesó el aire, derritió parte del altar y chocó contra los restos del cristal oscuro.

—¡Da la cara! —bramé, con los puños y los brazos recubiertos por potentes llamas rojas—. ¡Maldita cobarde, no te escondas!

La brisa gélida me golpeó la espalda, grité, me giré y lancé varias llamaradas.

—Ya casi estás. —La voz de La Oradora provino del otro lado de la sala.

Apunté con la mano hacía allí y arrojé una sucesión de llamas.

—¡Tan poderosa que eres y te escondes! —bramé, con mi cuerpo palpitando, como una bomba cargada de metralla incandescente a punto de estallar.

Estaba tan centrado en ella, en encontrarla para que ardiera, que no me di cuenta de que el mal nacido del traje, recuperado de los golpes que le destrozaron la cabeza, se acercó a mí, me puso la mano en la espalda y se conectó con la llama roja.

—Por fin —pronunció extasiado mientras drenaba el fuego de mi ser.

Mis músculos pesaron cada vez más, la piel se apagó y las fisuras se cerraron. Tuve que dar unos pasos y apoyarme en lo que quedaba del altar para no caerme.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunté—. ¿Cómo puedes controlar la llama roja?

El desgraciado sonrió.

—Este momento siempre formó parte de lo que debía suceder —respondió—. Tu derrota estaba escrita. Tenías que cultivar la llama con dolor, cargarla de sufrimiento, hacer que madurara para que sirviera a la obra de La Oradora. —La entidad caminó hacia él—. El fuego rojo me sirve gracias a mi señora.

Cuando La Oradora se detuvo a su lado, el desgraciado inclinó la cabeza.

—Así es —contestó ella, tras mirarme—. El fuego rojo creció en tu dolor, aumentó su fuerza, traspasó los límites de los pensamientos muertos, alcanzó lo innombrable y sin forma, se contagió y vibró sacudiendo las capas de la realidad. —Miró a La Errabunda, que permanecía inmóvil a cierta distancia—. Solo hizo falta traer arena del plano donde yacen los primeros caídos.

—Robarla —intervino la mujer de la cabeza rasurada—. Arrancaste una parte de los restos investidos por las esencias que precedieron a las estrellas de carne.

La Oradora asintió.

—Dilo como quieras —contestó—. Lo que importa es que no fuiste capaz de evitarlo, que no cumpliste con tu deber, que te fue imposible impedir que la arena llegara a este mundo. —La Errabunda bajó la mirada y observó en silencio la arena amontonada en la sala—. Y, en cuanto a ti, Ígneo —le dijo al desgraciado, tras girarse y ver el fulgor que irradiaba a causa del fuego rojo—. Has cumplido tu parte y, como te prometí, te concederé lo que pediste.

El mal nacido sonrió.

—Gracias... —Se calló cuando La Oradora lo cogió del cuello y lo levantó.

—No me las des aún —contestó mientras los ojos le brillaban con un potente fulgor amarillo—. Todavía tienes que concluir tu viaje. Debes servir como puerta a los rincones oscuros donde descansan Los Nacthernies. —Lo lanzó contra el lugar de la sala donde estuvo el cristal oscuro y del cuerpo del desgraciado surgieron llamaradas sólidas que resquebrajaron la capa de la realidad—. Tal como te prometí, tendrás un lugar privilegiado en la obra recreada y tu nombre siempre será recordado.

Dolorido, exhausto, con fuertes pinchazos en la cabeza que me impedían pensar con claridad, miré al mal nacido, escuché sus gritos y vi cómo se creaba detrás de él una película rojiza por la que se vislumbraba un vacío oscuro.

—Tanto dolor para nada... —me recriminé.

La Oradora no contuvo la emoción ante los millares de grandes ojos bermellones resplandecientes que poco a poco se abrían tras la película rojiza.

—La obra renace —pronunció, ensimismada, antes de arrodillarse e inclinar la cabeza.

Fijé la mirada en el vacío más allá de la película y vi cómo cada vez nos observaban más ojos.

—Se acabó... —murmuré al mismo tiempo que la sala temblaba y que un bisbiseo de palabras ininteligibles provenía del vacío.

Una deslumbrante nube de ceniza plateada se creó a unos metros de mí.

—Aún no —me dijo el ser de piel burbujeante, el antiguo amigo del desgraciado, tras traspasar la capa de partículas argénteas—. Aún no ha acabado.

Levantó el grueso libro que portaba, este se abrió en el aire y centenares de páginas marrones volaron hasta adherirse al cuerpo del desgraciado del traje y ralentizar el despertar de Los Nacthernies.

—¡Esto no te incumbe! —bramó La Oradora, tras levantarse y mirar al ser—. ¡No tienes derecho a estar aquí, Garemaht! ¡No has sido requerido ni la obra es de tu incumbencia!

El ser señaló al desgraciado del traje, que mantenía una profunda mueca de dolor.

—Esto me incumbe desde que he sufrido una traición y mi honor ha sido mancillado. —Soltó el maletín, que se elevó y se separó un poco de él, antes de abrirse y que un brillo cegador me obligara a girar la cabeza y a cubrirme la cara—. Menos mal que tu hermana sí sigue siendo alguien de palabra.

Bajé el brazo y contemplé cómo La Oradora creaba púas de un intenso color rojo, resplandecientes, y las lanzaba contra la barrera que el maletín del ser había elevado.

—¡Sabes que no puedes vencer, que solo retrasas lo inevitable! —bramó la entidad y arrojó centenares de nuevas púas.

El ser se mantuvo en silencio, en sincronía con el libro y con el maletín. Observé al desgraciado del traje, sufriendo, a La Oradora, que no cesaba de crear púas, y dirigí la vista hacia la mujer de la cabeza rasurada.

—¿Por qué? —le pregunté—. Me dijiste que no te importaba ni yo ni los míos. —Bajé la mirada y observé la superficie cubierta por arena—. No has venido solo porque la robaron. —Volví a mirarla—. Si no puedes usar tu poder en mi mundo, si solo puedes intervenir sutilmente con trucos, ¿por qué alargas lo inevitable? —Señalé a La Oradora—. Ella va a ganar.

Como si no resultara apremiante frenar a su hermana, se acercó a paso lento dejando un surco de huellas en la arena.

—Dejé que la robaran —me confesó, tras detenerse a mi lado, con la mirada fija en La Oradora—. Quebranté mi voto y pagaré por ello. —Observó los montones que cubrían la superficie vítrea—. Tenía que asegurarme de que llegaba este momento.

La miré perplejo.

—No entiendo... —murmuré—. ¿Por qué tenía que llegar el momento en que todo está a punto de desaparecer?

Muy despacio, levantó un poco la cabeza para centrar la mirada en mis ojos.

—Para que el sacrificio de un don maldito permitiera que uno de nosotros muera por fin a costa del dolor y la desgracia de otro —me explicó—. Cuando extinguiste la llama roja para vivir como un humano normal junto a tu familia, no solo creaste una brecha que conectó con las ascuas extintas, alcanzaste el espíritu disgregado de un antiguo Predecesor, uno con tanto poder que aún desde la muerte y la no existencia desgarra las capas de la realidad.

Me quedé pensativo unos segundos.

—La amenaza de la que habló Makhor... —musité—. ¿Entonces no era cosa de ella?

La Errabunda negó con un ligero gesto de cabeza.

—Si no se extinguen los ecos de la consciencia del antiguo Predecesor, las capas se quebrarán y no quedará nada —me reveló—. Los Nacthernies no representan una amenaza. —Miró a su hermana que seguía lanzando púas—. Aunque despierten y recreen la existencia, su reinado durará poco.

Dirigí la mirada hacia el desgraciado y hacía los ojos que brillaban más allá de la película.

—No poseo el fuego, aunque quisiera no podría hacer nada. —La miré—. Ahora solo soy un humano más.

Volvió a negar con un ligero gesto de cabeza.

—Eres mucho más que eso —aseguró—. Has sufrido tanto que tus pensamientos y recuerdos han tenido que recrear mucho de lo que pasó para que pudieras mantener un débil equilibrio entre la cordura y la locura. Si aceptas la verdad, serás dueño de tu destino y de un poder inalcanzable para muchos. —Miró a su hermana—. Un poder casi sin rival que te concederá lo que tanto ansías: la destrucción.

Tenía tantas preguntas, tantas dudas, que todo en mi mente se tornó confuso.

—Mi familia... —logré decir—. Conservé sus esencias en la prisión que creé para La Plaga. —Me miró sin hablar—. Necesito que vuelvan, que descansen.

Extendió la mano.

—Nadie más que tú puede decidir —sentenció—, eres dueño de tu camino, si quieres que la verdad te conduzca a ser libre, solo tienes que aceptarla.

Dudé, volví a observar al desgraciado sufrir y a las decenas de nuevos ojos brillar en el vacío, miré la barrera que detenía las púas resquebrajarse y al ser padecer por cada nuevo impacto, agaché la cabeza y contemplé la palma de la mano de La Errabunda.

—La verdad... —murmuré, recordando la sonrisa de mi mujer, las risas de mis hijos y las caras llenas de bondad de mis padres—. La verdad sobre mi vida... —Inspiré con fuerza y las lágrimas brotaron; no sabía qué había escondido mi mente, pero sí que no contenía más que dolor—. Más pecados...

La barrera se quebró, las púas destrozaron el maletín, se hundieron en la piel líquida del ser y lo convirtieron en un vapor negro que se desvaneció con rapidez.

—¡Maldita hermana! —bramó La Oradora—. ¡No tienes que estar aquí!

Si no llevaba a cabo el último sacrificio, el tercero para cerrar el trágico ciclo que empezó la noche en la que aparecieron los susurros y el desgraciado, Los Nacthernies, antes de que las capas de la realidad se derrumbaran, despertarían y reconstruirán la creación.

Las púas de La Oradora volaron hacia nosotros, casi pude sentir su tacto corrosivo antes de coger la mano de La Errabunda y que las piezas del puzzle encajaran. La sala se descompuso, la oscuridad la reemplazó y las camas con los agonizantes cuerpos de mi mujer y mis hijos aparecieron a unos metros de mí.

Era demasiado, el dolor me derrumbó como si fuera un edificio sin cimientos.

—Draert, cariño, no aguanto más —las palabras que pronunció mi esposa se clavaron como espadas en mi corazón—. Tienes que dejarnos ir.

Los ojos se llenaron de lágrimas que no tardaron en empaparme las mejillas y la barba.

—No puedo... —contesté con un hilo de voz—. No puedo vivir sin vosotros...

—Papá —pronunció mi pequeña con la voz entrecortada por débiles y dificultosas respiraciones—. Papá, duele mucho.

Me pasé las manos por la cara, traté de secarla, pero mis ojos continuaron cristalizando mi dolor en decenas de lágrimas.

—Peque, solo quiero que estéis conmigo... —contesté entre sollozos.

Pa, custa espirar —dijo con un agónico susurro mi pequeño.

Cerré los ojos, lloré y gimoteé.

—Amor mío, ya está, ya pasó, no fue tu culpa —me dijo mi mujer—. Solo libéranos. Deja que muramos.

Me limpié las mejillas y asentí. Los amaba tanto que me engañé al creer que quedaron adormecidos al ser presos junto a La Plaga, que no sufrían. Fui egoísta, me negué a aceptar su muerte, a asumir que no había salvación, que fueron condenados en el momento en que las ascuas los usaron como portales.

Me mentí al creer que la prisión para La Plaga y para sus almas, consciencias y cuerpos, fue creada en un apartado rincón de la creación, los fundí junto a las ascuas extintas y los uní a las profundidades de mi ser. Extinguí las vidas de las personas del sanatorio y de los edificios cercanos para conseguirlo, las sacrifiqué para no perder a mi mujer y a mis hijos. Ese día me condené más de lo que ya estaba.

—Os quiero mucho... —Alcé la mano y de mis dedos surgieron una infinidad de partículas de polvo negro que los alcanzaron y los consumieron—. Ojalá pudiera cambiar lo que pasó...

Los agónicos resuellos se silenciaron mientras sus cuerpos se trasformaban en ascuas y se unían al polvo para retornar a mí como parte de una esencia muerta. Cerré los ojos, sentí el frío que dejaron sus almas helarme las entrañas y percibí cómo La Plaga crecía en mi interior.

Escuché unos gemidos, abrí los párpados y vi a La Errabunda sangrar delante de mí, tras haberse convertido en un escudo.

—Los pecados se deben pagar —murmuré, tras mirarme las manos, ver las grietas negras que las recorrían y el polvo oscuro que surgía de ellas—. Es momento de pagar por los míos. —Me aparté de La Errabunda y miré a La Oradora, que se sorprendió al ver las ascuas extintas surgir de mi cuerpo—. ¿Estás preparada para pagar por los tuyos?

Me lanzó decenas de púas, no me molesté en frenarlas, el polvo se encargó de convertirlas en una parte de mi ser.

—No puede ser —murmuró.

Miró hacia el vacío, con la esperanza de que Los Nacthernies terminaran de despertar, pero levanté la mano y reclamé lo que me pertenecía. La llama abandonó el cuerpo del desgraciado, la película se extinguió y los seres adormecidos retornaron a su sueño.

—Es —afirmé mientras caminaba hacia ella y las llamas rojas prendían en mi ser, surgían de él y se fundían al polvo negro.

La Oradora, asustada, creó un portal, pero liberé las almas torturadas por La Plaga, que tomaron forma en sus antiguos cuerpos de carne humeante con las ropas derretidas pegadas a las ampollas de la piel y los ojos convertidos en una pulpa que resbalaba por los mofletes. Interpuse a los condenados en su camino y estos emitieron un grito espectral, empujándola con los chillidos, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera sobre la arena amarilla.

Caminé, descomponiéndome en cuerpo, mente y alma, extinguiéndome como una vela que agoniza sin más cera que consumir. La alcancé, me arrodillé junto a ella y le puse la mano en la frente. Mientras La Errabunda se descomponía para regresar al cementerio de caídos que custodiaba, llevándose toda la arena, me adentré en los pensamientos de La Oradora y vislumbré sus pecados.

—Siempre deseaste trascender, convertirte en la entidad que todos veneraran —le dije mientras ella gritaba de dolor por la corrosión que las ascuas creaban en su carne y alma—. Incluso traicionaste a tus hermanos para conseguirlo. Alégrate, el servir como ofrenda a lo innombrable y sin forma te dará la gloria que has buscado. Serás recordada como la Predecesora que ardió en el tercer sacrificio de un mortal maldito. —Le sujeté la cara con fuerza, parte de mis dedos se convirtieron en una pringue ardiente y su cuerpo se recubrió de una mezcla de llamas rojas y polvo negro—. Hoy se cierra un ciclo.

Vi al desgraciado del traje levantarse y cojear hacia la puerta en un desesperado intento de huir de su destino. Me puse de pie, moví la mano que no había sido derretida y un montón de polvo y fuego lo rodeó y lo atrajo hasta mí.

—Déjame irme —me pidió, antes de que le fundiera los labios y media cara.

—Hoy acabamos nuestra historia —sentencié, tras hacer que el fuego y el polvo lo consumieran poco a poco—. Recuerda cada instante quién te envió al pozo de sufrimiento al que vas a ir. —Moví la mano, lo aparté de mi vista y mis pensamientos se centraron en mis seres queridos—. Siento haberos hecho tanto daño... Solo quería vivir toda mi vida a vuestro lado... —Los ecos de la condena resonaron y los espectros del castigo, seres de hilos de polvo negro que carcomen en los planos lejanos de la existencia, vinieron a por mi alma—. Nunca quise hacer daño a nadie... Perdonadme...

No fui malo, fui humano. Amé, traté de hacer el bien, padecí, me condené y condené a muchos. No quise que nadie sufriera por mi culpa, pero perdí el control el día en que La Oradora llenó mi cabeza de susurros y el desgraciado apareció para torturarme. Mi final siempre estuvo escrito con sangre.

Aunque me ocultara gran parte de la verdad, nunca dejé de ansiar pagar con un sufrimiento eterno más allá de la vida. Y, mientras las capas de la realidad temblaban y mi cuerpo estallaba, sentí cierta paz en la idea del castigo que me encontraría tras la muerte. No fui el héroe que siempre quise ser, pero tampoco me convertí del todo en un villano. Mi sacrificio salvó la creación y todo el dolor de mi vida cobró sentido.

          Recreación de los secretos escondidos en la mente de Draert creada con nighcafe

🌟 Muchas gracias por leer y pasarte por esta locura. Espero que te esté gustando. 🌟

😢 Llegó el triste y doloroso final de Draert. 😢

🟥 Sabiendo lo que ocurrió y lo que hizo, ¿qué piensas de Draert? ¿Ha cambiado tu opinión desde que comenzó la historia? 🟥

🟢 ¿Esperabas que las revelaciones condujeran a un final tan triste? 🟢

🔲 Estoy destrozado, este capítulo me ha sacado unas buenas lágrimas. Sé que Draert hizo cosas horribles, que es imposible justificarlas, pero a la vez siento que no es una mala persona, que se vio arrastrado por las circunstancias y que su destino quedó marcado por el don maldito. Eso no quita que cometiera atrocidades, pero lo que lo hace humano es que reconoce la culpa y acepta el castigo. No puedo condenarlo ni justificarlo, solo sufrir con él. 😢

⭐️ Si te gusta la historia, se agradecen los comentarios y los votos. Además sería de mucha ayuda si compartes o le hablas de la novela a alguien que le pueda interesar. ⭐️

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