Capítulo 10
Lo primero que percibí al regresar fue la discordante repetición de enfermizas entonaciones, las que producían los seres de sombra ataviados con togas oscuras y capuchas negras que ocultaban sus rostros en la penumbra.
—Les voy a quitar las ganas de canturrear —mascullé mientras abría los ojos y los veía flotar a una decena de metros—. Tendríais que haber nacido sin bocas. Así os ahorraríais el dolor que os causaré al arrancaros las gargantas.
Aunque unas cadenas de eslabones rojos, recubiertos de afiladas y largas púas, ejercían una presión que me tensaba los músculos y apenas me permitía respirar sin forzar la garganta y los pulmones, traté de levantarme, ignoré las punzadas y me incorporé un poco antes de verme obligado a desistir, a apretar los dientes, a contener un gemido por los pinchazos de las púas que aumentaron su tamaño y densidad y rajaron mis órganos.
Solté un quejido, giré un poco la cabeza y el frío tacto del mineral opaco en el que me encontraba tumbado me adormeció la mejilla; esa gelidez también me entumeció los brazos, las piernas y los músculos de la espalda. Tirité mientras veía en un inmenso cristal ennegrecido, que se hallaba a una veintena de metros, mi oscuro reflejo y el de altar, largo, rectangular y liso por todas sus caras, al que estaba encadenado; una nube de ceniza azul, que rodeaba la parte más baja del altar y descendía muy despacio, se materializó con diminutos titileos de fulgores negros mientras la compacta estructura flotaba a un metro y medio.
—Maldito monstruo —pronuncié entre dientes, tras observar a cada lado del gran cristal a varias almas de niños petrificadas en agónicas poses, con los ojos a punto de estallar, los pequeños dedos hundidos en las mejillas y las mandíbulas, casi desencajadas, forzando los labios a estirarse al máximo y mostrar el interior vacío de las bocas—. Vas a pagar, lo juro. —Me fue imposible no desear arrancarle las tripas al Antecesor y no pensar en mis hijos ante la dantesca visión—. Tu locura acabará hoy.
Antes de que el altar vibrara, emitiera un zumbido y me produjera un intenso dolor de cabeza, alcancé a ver las pequeñas elevaciones de mineral cristalino rojo, compuestas por varias caras lisas, que emergían de una superficie vítrea cubierta por montones no muy grandes de arena amarilla y esquirlas de huesos.
Lo que se hallaba debajo del altar poseía una alta densidad de esencias cósmicas muertas que en una sucesión de tenues pulsos conseguían que la capa de la realidad vibrara.
—Has vuelto antes de lo esperado. —Escuché la voz del Antecesor acercarse por detrás de mí—. Reconozco que eres un humano singular. —Caminó hasta detenerse a mi lado—. Eres un mortal, de una primitiva especie que existe en un rincón de la realidad sin interés para que lo que trasciende a La Oquedad Originaria, que ha fundido la llama roja a su ser y la domina cómo ni siquiera el más poderoso Ígneo hubiera soñado. —Sus ojos blancos produjeron un intenso brillo que me obligó a cerrar los párpados durante unos segundos—. Eres una anomalía. Una nacida con el único propósito de servir en nuestra obra.
Era insoportable el odio que me producía, me hubiera encantado asarlo a fuego lento, cociendo sus órganos para que los vomitara calcinados, ennegrecidos como si un pirómano le hubiera obligado a tragarse un lanzallamas defectuoso a punto de estallar.
Apreté los dientes y lo miré sin ocultar la rabia y el asco que me daba.
—Eres un repugnante cobarde —pronuncié muy despacio remarcando en cada palabra un profundo desprecio—. Siempre juegas sucio, atacando por la espalda, sedando o inmovilizando. —Me imaginé mis dedos hundidos en su garganta, a punto de arrancarle la tráquea—. Suélteme y te demostraré de lo que es capaz una anomalía.
Perdió el poco interés que tenía por mí, se dio la vuelta y apuntó con la mano al gran cristal.
—Si la obra no estuviera a punto de cumplirse, dedicaría incontables rotaciones de las capas de la realidad a mutilar tu cuerpo, tu mente y tu alma, en busca de la razón que te hace único. —El vidrio oscuro se recubrió con una intensa película azulada que emitió un débil fulgor—. Incluso El Sharekhar siente curiosidad por tu condición, algo insólito. Quizá en otro momento también habría querido convertir en polvo tu esencia para averiguar el origen de tu don, pero estamos listos, la convergencia se está dando y hay que drenarte mientras las almas de tu mujer y tus hijos son consumidas en el estallido de las ascuas extintas.
Forcejeé para liberarme de las cadenas, apreté los puños, los dientes y aguanté el dolor.
—¡No vas a hacerle nada a mi familia! —bramé—. ¡Te quemaré vivo!
Mientras apenas conseguía elevar un poco los eslabones, uno de los seres de sombra se acercó al mismo tiempo que aceleraba el ritmo de las enfermizas entonaciones, flotó a mi alrededor, sosteniendo un puñal que había sido forjado con un brillante mineral rojo, y se colocó en el lado contrario a donde estaba el Antecesor.
—Agradece lo que te ofrezco, te concedo lo que tanto has deseado —dijo el mal nacido—, que tu corazón deje de latir y tu ser padezca en una infinita tortura.
Hizo un gesto con la cabeza, el ser de sombra bajó el puñal y la helada punta atravesó mi piel, penetró entre dos costillas y me rajó un ventrículo. Grité ante el dolor que me produjo el desgarro y el efecto del filo, que fue capaz de romper mi conexión con el fuego rojo, absorbiéndola.
—Te destruiré —mascullé, poco antes de que la punta penetrara por completo en mi corazón y la sangre en su interior se congelara.
Exhalé un poco de vaho que me heló la garganta, la boca y los labios. Estaba perdido, mi vida se extinguía como una estrella engullida por un agujero negro, como la inocencia de un niño al descubrir que sus padres venden las almas de los hijos de sus amigos a entidades sangrientas, como la esperanza de un anciano que no es capaz de levantarse de la cama y sabe que morirá solo en un sanatorio abandonado.
Nunca, a excepción del día que me ahorqué, sentí la muerte tan cerca. La llama, aunque maldita, siempre había sanado mi cuerpo, haciéndome creer que tan solo moriría si rompía la maldición. Fui un iluso al no prever que otros podrían arrebatarme el fuego.
Aunque la vista se emborronó, alcancé a ver más allá del techo cubierto por una neblina de diminutas partículas ardientes. Tapado por un manto nebuloso, vislumbré lo que se encontraba lejos de todo, lo que se escondía tras un velo infranqueable.
«Lo sin nombre...» fue el último pensamiento coherente, antes de que todos se apagaran como las hileras de farolas de una ciudad que estallan al sufrir una repentina sobrecarga.
—¿De verdad hacia falta desnudarlo? —Era la voz del desgraciado del traje rojo—. Supongo que tienes algún extraño fetiche con los humanos y con este molesto saco de carne. —La visión se esclareció, la gelidez abandonó mi cuerpo, tomé una profunda bocanada de aire y vi al desgraciado con una mano sosteniendo el puñal lejos de mi pecho y con la otra abrasando al ser de sombras—. De nada. —Me miró y sonrió—. He tardado un poco porque he traído a un amigo.
El Antecesor, con la rabia esculpiendo cara arruga de su rostro, estaba inmóvil, paralizado por un conjuro que franqueó sus defensas.
—Solo habéis ganado un minuto —logró decir mientras tosía tinta.
El desgraciado del traje tocó las cadenas que me retenían y algunos eslabones se fundieron. Me quité de encima los restantes y bajé del altar.
—Acabemos con él —sentencié, tras levantar la mano y apuntar al Antecesor.
El desgraciado carraspeó.
—¿Te podrías tapar un poco? —me preguntó—. Si ya de por sí tu visión me parece repulsiva y me entran ganas de vomitar las brasas que devoré hace muchas rotaciones, luchar a tu lado así, contigo desnudo, me revuelve tanto que acabaré regurgitando y echándote encima un puñado de plasta ardiente. —Lo miré de reojo, giró la cabeza, pero en su rostro se mantuvo una profunda mueca de asco—. Las arcadas son insoportables.
Makhor, convertido en una figura de vapor de tinta en suspensión, atravesó el cristal oscuro recubierto con la película luminosa, tomó forma en la estancia y nos observó mientras caminaba.
—Los Ígneos nunca defraudan —aseguró, meneó los dedos y conjuró un tejido de tinta que me recubrió parte del cuerpo, se solidificó y creó una fina prenda—. Y, ahora, seguemos la vida de una escoria cósmica.
Materializó una gran estaca de tinta sólida y la lanzó contra el Antecesor. Mientras el arma atravesaba el pecho de ese mal nacido, arrojé una continua sucesión de llamas rojas. El desgraciado del traje, por su parte, antes de dignarse a atacar, se aseguró de que mi ropa no se desharía, llegando a tocarla.
—¡Quieres usar tu llama de una maldita vez! —bramé y lo miré con rabia.
—Humanos, qué vomitivos sois —murmuró, alzó un poco la mano y un torbellino de fuego rojizo descendió del techo e impactó contra el Antecesor.
Makhor movió los dedos, dio forma a un símbolo de tinta —una espiral que se engrandecía en el aire a medida que una fina línea la cruzaba en diagonal y se fundía con ella—, lo rozó con la palma y salió disparado mientras crecía, se deformaba y desplegaba grandes trazos sólidos.
—Askhemasya —conjuró al mismo tiempo que el Antecesor gritaba.
Al ver que los trazos de tinta traspasaron el fuego, cuando las llamaradas me trasmitieron que el mal nacido de las marcas en la cara quedó preso, bajé la mano y las llamas se consumieron hasta extinguirse. El desgraciado me miró de reojo, se aseguró de que no estaba desnudo y caminó alrededor del altar mientras el torbellino ígneo se apagaba.
—Está listo para decir sus últimas palabras —le dije a Makhor, que se acercaba al Antecesor lleno de quemaduras y retenido por la tinta.
Aburrido, el desgraciado del traje chasqueó la lengua, bostezó y nos miró de reojo.
—Mientras os entretenéis con él y le arrancáis todos sus sucios secretos —dijo, tras centrar la mirada en los seres de togas y capuchas que huían—. Me voy a divertir con estos juguetitos de sombras. Voy enseñarles lo divertido que son los chasquidos del fuego al derretir las almas para que aprendan que no está nada bien torturar los oídos de los demás con sus molestos cánticos. Y mucho menos usarlos para drenar la esencia de un imponente y magnífico Ígneo. —Una profunda sonrisa se le dibujó en el rostro—. Su canturreo casi seca mi ser, se merecen que se lo agradezca con un eficiente trato personalizado.
Los seres de togas y capuchas atravesaron las paredes, el desgraciado echó la cabeza hacia un lado y hacia otro, se crujió el cuello, rio, se convirtió en ceniza roja y las partículas se desvanecieron tras fuertes estallidos de luz; iba a hacer lo que tuvo que reprimir al encontrarse bajo mi control, lo que tanto le gustaba: cazar y torturar.
—Los Ígneos son molestos, agotan la paciencia de cualquiera, pero su fuego es un buen aliado en combate —dijo Makhor, mirándome, antes de agarrar al Antecesor por la nuca, lanzar su cabeza contra el altar y rajarle la frente—. No sabes la de veces que deseé que estuvieras vivo, Hierdamut —le susurró al oído, tras apretar con tanta fuerza que los dedos levantaron parte de las ampollas del cuello y un líquido blanquecino supuró por la piel quemada—. Por tu culpa, mi pequeña Kayi murió. —Le elevó un poco la cabeza, la volvió a lanzar contra el altar y se escuchó el crujir de la rotura de una parte del cráneo—. No sabes las ganas que tengo de descuartizar tu cuerpo, despedazar tu alma y mutilar tu conciencia. Eso está entre mis mayores deseos.
Presioné el altar con las yemas y cinco hilos de fuego, como si lo hubieran rociado con gruesas líneas de alcohol y les hubiera acercado unas cerillas, surcaron la superficie lisa hasta alcanzar la cara del Antecesor, penetrar la piel y arrancarle un grito.
—Ninguno de los dos tenemos mucha paciencia —aseguré—. Así que vas a contestar rápido a todo lo que te pregunte. —Miré a Makhor, aparté la mano y el fuego se extinguió—. Quién sabe, si le dices lo que quiere saber, puede que sufras un poco menos.
Makhor permitió que el Antecesor, entre tambaleos, se diera la vuelta y lo mirara con desprecio, antes de empujarlo contra el altar, cogerlo por los mofletes, presionarle con fuerza la cara y que decenas de hilillos de tinta descendieran por la piel quemada, surcando las ampollas.
—¿Qué has hecho? —le preguntó al Antecesor mientras la tinta que recorría el rostro de ese mal nacido emitía un débil fulgor—. ¿Cómo has sido capaz de corromper el equilibrio de las capas de la realidad? —El rostro de Makhor se oscureció más y una neblina de finas gotas rodeadas de vapor negro alcanzó los ojos del Antecesor, se hundió en ellos y un profundo grito resonó en la sala—. ¡Habla de una vez!
Makhor se apartó, movió la mano y los trazos que aprisionaban al mal nacido, que no le permitían mover los brazos y apenas tenerse en pie, lo forzaron a elevarse y a caer de espaldas contra el altar.
—No sabes nada —masculló el Antecesor, antes de recubrir sus manos con fuego azul.
Alcé la mano y le apunté a la cara, pero Makhor hizo un gesto para que no prendiera la llama roja.
—Estás débil, Hierdamut. Muy débil —aseguró Makhor, antes de acariciar la superficie lisa del altar, apagar el fuego azul y que decenas de burbujas se crearan por encima del Antecesor—. Te harías un gran favor si hablaras. No seas el necio que recuerdo y ahórrate más agonía de la que ya te espera. —Movió los dedos y una burbuja se descompuso en una plasta negra que cayó en la cabeza del mal nacido y le derritió media cara—. ¿Por qué estás destruyendo las capas de la realidad? ¿Qué has usado para romper el equilibrio?
El Antecesor, que no paraba de chillar, meneó la cabeza, dando a entender que respondería, y Makhor movió los dedos para que la plasta se descompusiera convertida en partículas de tinta seca.
—No he sido yo. No he tenido nada que ver. —Aunque la cuenca ocupada por un pegote de carne sanguinolenta teñida con el fresco azul de su sangre también se centró en Makhor, el Antecesor tan solo pudo mirarlo con el ojo que conservaba—. Lo que está pasando está lejos de mi alcance. —Giró la cabeza y me miró—. Ella está detrás de todo...
Un grito acalló sus palabras, algo o alguien, cuando ese mal nacido parecía ser otro después de que la plasta le abrasara la cara y alcanzara sus pensamientos, estrujo su alma y su conciencia. La voluntad del Antecesor, como si hubiera estado recluida y entumecida en un entorno glacial, congelada como el cadáver de un animal prehistórico en el hielo perpetuo, se liberó unos instantes para volver a ser presa de nuevo por un descontrolado y aplastante alud de dolor y agonía.
—¿Ella...? —llegué a decir, antes de que un estruendo me hiciera callarme y darme la vuelta para ver qué lo originaba.
—¿Ella lo manipuló? ¿Lo indujo a un estado servil? ¿Eso querías decir? —me preguntó la recién aparecida, una entidad con forma de mujer que tenía la piel con un ligero tono moreno, una larga melena bermeja y las pupilas y los iris negros y el resto de los ojos rojos—. ¿O tenías curiosidad por conocerme y que se arrojara un poco de luz en los misterios que te rodean? —Iba descalza, con los hombros, las piernas y los brazos sin cubrir, tan solo con una prenda formada de gruesos filamentos de metal cetrinos que le rodeaban el contorno del pecho y ciertas partes del cuerpo—. Hierdamut es solo un cascarón vacío, una sombra de lo que fue, a la que se le permite proyectar una débil presencia en la realidad.
Makhor la observó unos segundos en silencio, como si fuese capaz de ver más allá del cuerpo y alcanzara a vislumbrar su verdadera esencia.
—Has cambiado un poco, tu vibración fluctúa, has absorbido algo que no te pertenecía —afirmó, tras fijar los ojos en el rostro de la mujer—. Te has camuflado para evitar que Los Difusos sepan de ti. —Observó el brillo de los cristales rojos que sobresalían de la superficie vítrea—. Por eso sellaste esta porción de la realidad y sus capas, para que las alargadas raíces etéreas que expanden sus consciencias no penetraran y descubrieran que has regresado.
Complacida, con una sonrisa surcándole el rostro, la entidad caminó unos pasos mientras los cristales a los que se acercaban potenciaban sus destellos.
—Tú también has cambiado —pronunció tras detenerse y quedar a unos cuatro metros del altar—. En tu viaje por las realidades la tinta te ha consumido, la esencia de Los Difusos te ha corrompido mucho más, El Inmemorial Infecto te ha mancillado y has perdido tu corazón. —Lo miró de arriba abajo, observando la gabardina, los pantalones y la camisa raída, antes de fijar su mirada en el rostro marcado por las venas ennegrecidas—. Te has vuelto más interesante y poderoso. Justo lo que necesito.
Quise atacarla, prender la llama roja para que la abrasara, pero no pude más que escuchar sus palabras; su presencia debilitaba mi voluntad y la de Makhor.
—No sé quién eres y no me importa —le dije, antes de señalar al Antecesor—. Da igual si lo controlabas, da igual lo que hicieras con él, lo mataré, sellaré La Plaga y me iré de aquí. —Miré a Makhor y la miré a ella—. Nos iremos los dos y tú te retirarás a tu rincón oscuro en el vacío. —Traté de ganar tiempo, de ver si conseguía de algún modo jugar con sus pensamientos, como un prestidigitador que distrae mezclando las cartas mientras prepara la libertad de la paloma que se encuentra en su chistera—. No tienes que pagar por lo que ha hecho tu marioneta. Ya le haremos pagar nosotros por tus pecados.
Creí que lo lograría, que sería capaz de conseguir un instante de libertad para prender el fuego rojo, pero mis trucos mentales no surtieron efecto, esa entidad se adentró en mi ser como un ariete que resquebraja las defensas de una puerta de fortificación, con un fuerte golpe que atronó mis pensamientos.
—¿Sabes la cantidad de rotaciones de las capas de la realidad que he esperado a que la llama roja encontrara un portador? —preguntó, con la mirada fija en mis ojos, deleitándose ante la visión que le ofrecía las profundidades de mi ser—. Creí que nunca pasaría. Aunque lo más fascinante es que tú la apagaras y convocaras a las ascuas extintas en esta porción de la existencia. —Apreté los puños al verla avanzar, traté de levantar uno y arrojar una llamarada, pero mi brazo no me obedeció—. Eres una criatura excepcional.
Aunque Makhor sí logró menear los dedos y crear un símbolo de tinta, la entidad movió la mano, lo arrojó contra el cristal y decenas de brazos surgieron del reflejo oscuro y lo inmovilizaron, aferrándose a él.
—Espera tu turno —le dijo la entidad sin apartar la mirada de mí—. ¿Eres consciente de tu potencial? —me preguntó con un profundo deleite que daba forma a una mueca de enajenación—. Naciste para vivir este momento, para trascender y ocupar un lugar entre los que permanecen sumidos en un largo sueño, perdidos en los primeros pensamientos muertos. —Se paró delante de mí y me observó con una fascinación enfermiza—. Eres una belleza. Una perfecta escultura de carne, de espíritu y de fuego. —Me acarició la cara y me repugnó su tacto. Traté de moverme, pero fue inútil—. Eres un reflejo puro de lo innombrable, de lo sin forma.
Makhor movió la cabeza, forcejeó y liberó parte de su rostro de los brazos.
—¡Déjalo Oradora! —bramó, antes de que una mano le tapara la boca.
La entidad sonrió y miró al hombre de tinta preso contra el cristal.
—Hacía mucho que no me llamaban así. Los viejos nombres quedaron para las eras antiguas. —Los ojos le brillaron con un potente color amarillo y los brazos que inmovilizaban a Makhor se cubrieron de una ceniza ambarina e incandescente—. En lo recreado nadie elegirá un nombre por mí. —Makhor gritó mientras la tinta de sus venas hervía—. Los Nacthernies me otorgarán su bendición y seré quien forje cada palabra.
Bajó la mano con la que me acariciaba la mejilla, me miró a los ojos y me liberó lo suficiente para que pudiera hablar.
—Te estás ganando el odio gramo a gramo —mascullé—. No voy a darte lo que sea que busques, no voy a servirte ni a ti ni a nadie. Déjame que me lleve lo que he venido a buscar y no abrasaré tu sucia esencia de entidad tan antigua, tan olvidada, que apesta a rancio. Mueve tu culo y aburre a otro con los llantos de que ya no le importas a nadie.
Le divirtieron mis palabras, tanto que la sonrisa se profundizó en su rostro.
—Posees un inmenso potencial, pero eres demasiado primitivo —me dijo, antes de callarse ante el tacto de la cálida brisa que recorrió la sala.
—Eso mismo he pensado siempre —pronunció el desgraciado del traje, después de que centenares de chispas rojas estallaran y le dieran forma—. Primitivo, predecible, estúpido e inútil. —Se acercó a la entidad, inclinó la cabeza, le cogió la mano y se la besó—. Mi señora, a su servicio.
Ese mal nacido jugó de nuevo conmigo, me traicionó, escupió sobre nuestra falsa alianza y me pisoteó como un inservible y malogrado trasto viejo, como el caprichoso aparato de moda que un tecnófilo ama antes de aborrecerlo y tirarlo por la alcantarilla.
—Tanto llorar, tanto suplicar y enviar a tu amigo para convencerme —pronuncié con rabia mientras mantenía la mirada fija en el marchito rostro del desgraciado—. Todo teatro para engañarme.
Me miró sonriente y complacido, degustando una venganza que se coció a fuego lento durante muchos años.
—Y lo mejor es que ha funcionado —respondió, casi paladeando las palabras—. Tú y ese inútil de tinta estáis justo donde La Gran Oradora quería. —La miró y volvió a inclinar la cabeza, antes de centrar la mirada de nuevo en mi rostro—. Los humanos sois tan patéticos. Sois sacos de carne con voluntades volubles, prisioneros de vuestros primitivos deseos y atrapados en inútiles vidas tristes. Solo existís para que muchos disfruten con vuestras miserias. —Sacó el reloj de bolsillo y lo acarició—. Y sobre mi supuesto amigo, esa escoria no sabía nada del destino que te esperaba. Ese engreído tiene un aprecio demasiado delirante por el honor y aborrecería mis servicios a El Sharekhar. —Miró las agujas moverse—. Menos mal que su tiempo se acaba y pronto tendrá su merecido.
La rabia y el odio estaban a punto de conseguir que me estallara la cabeza y que mi corazón se convirtiera en una trituradora de sangre.
—No te importa nadie más que tú —escupí las palabras—. Usaste a ese ser, lo hiciste mucho antes de conocerme. —Sus ojos brillaron y, a través de ellos, se me reveló la verdad—. Sabías qué iba a suceder. Sabías que controlaría la llama, que abrasaría a mis padres y calcinaría las almas y los cuerpos de mis tesoros. Todo formó parte de tu plan.
La entidad sonrió.
—No formó parte de su plan, sino del mío —dijo ella—. Él no es capaz de predecir con tanta exactitud ni tampoco de motivar tanto a alguien como tú para que siga un camino. Los susurros no están unidos ni a la llama ni él, los susurros provienen de mí. —La ira tensó mis facciones, esa maldita fue la culpable de torturarme durante años con el incesante siseo de las voces—. Toda tu vida ha sido un trágico teatro en el que has interpretado el gran papel de un inestable, perturbado, sufrido e infeliz humano.
Los ojos se le iluminaron y los susurros resonaron fuera y dentro de mis pensamientos.
—Draert... Draert... Draert...
Apreté los dientes, inspiré con fuerza y me esforcé para que la llama roja prendiera.
—Retiro lo que dije antes, acabas de ponerte al mismo nivel que el desgraciado —pronuncié con rabia—. Os odio a los dos por igual. Y haré que ambos ardáis. —El ligero calor del fuego rojo me permitió mover los dedos—. No merecéis existir.
La llama prendió con la suficiente fuerza para mover el brazo y llevar mi mano al cuello de la entidad, pero el desgraciado me sujetó la muñeca antes de que la alcanzara.
—No, niño malo mata padres y hombre maligno mata mujeres y niños —me dijo mientras negaba con la cabeza y dejaba caer mi brazo, que volvió a inmovilizarse—. Tienes que interpretar tu último gran papel, el del conductor de la llama y las ascuas extintas, el del quebrador del sello de Los Nacthernies. —Me palmeó el hombro—. Te has preparado toda la vida para esto. Es tu hora de brillar.
El Antecesor, que se recuperó algo del control ejercido en su ser, su alma y sus pensamientos, miró con rabia a quien lo manipuló y se incorporó en el altar.
—Maldita Predecesora —pronunció con odio, levantó la mano, empujó a la entidad varios metros hacia atrás con una fuerza invisible y le lanzó una llamarada azul—. Me has usado como si fuera un sin mente de los mundos de polvo.
El fuego ocultó por completo la figura de la que llamaban La Oradora, la rodeó y creció hasta alcanzar el techo. El Antecesor bajó del altar, incrementó las llamaradas y caminó hacia ella.
—Sigue así... —murmuré, al sentir que el entumecimiento que me mantenía inmóvil desaparecía.
El desgraciado del traje observó sonriente al Antecesor usar el poder de su fuego.
—Esto es maravilloso —pronunció, admirando el espectáculo de llamaradas azules—. El mismo día que el apestoso humano llorica que he tenido que soportar va a desaparecer, voy a disfrutar de la extinción del fuego interno de un Antecesor. —Observó casi hipnotizado las llamas que no paraban de crecer—. Vamos, libera toda tu ira y drena el calor de tu ser.
Mientras notaba el cosquilleo en mis manos, el Antecesor, sin dejar de proyectar llamas azules, miró al desgraciado del traje rojo.
—Después irás tú, Ígneo —le amenazó, tras alzar la otra mano e incrementar aún más las llamaradas.
—No, este desgraciado es mío —solté, antes de abalanzarme contra el mal nacido del traje, sujetarle los brazos y darle un cabezazo en la nariz.
—Tendrás que esforzarte más, asesino de padres, madres, esposas e hijos —contestó, con una amplia sonrisa mientras la piel del tabique se quebraba y emergían finas capas de polvo rojizo de las fisuras.
Grité, permití que la ira prendiera mi interior, como un horno de carbón al que no le caben más paladas, lo tiré contra la superficie vítrea, hundí la rodilla en su barriga y le golpeé la cara, una y otra vez.
—¡Viniste a mi vida para atormentarme, pero no dejaré que te vayas sin que sientas mi dolor! —bramé mientras él reía, sin casi darme cuenta de que mi piel se agrietaba y que de ella emergían destellos rojizos y algunas partículas negras—. ¡Tendría que haberte pulverizado nada más hacerme con el control de la llama roja, no te merecías seguir existiendo!
El desgraciado del traje, con la cara desfigurada, no paraba de reír.
—Sigue Draert, golpéame igual que golpeaste con tus llamas a tu mujer, a tus hijos y a tus padres. —Se carcajeó, tras escupir una mezcla de ceniza roja y un líquido negro y pastoso—. No me destruiste porque me necesitabas para culparme de tus pecados y crímenes.
La rabia creció, nubló aún más mis pensamientos, grité, mis puños se recubrieron con una mezcla de fuego rojo y polvo negro y seguí golpeando.
—Voy a hacer que te tragues todas tus burlas —pronuncié, soltando saliva con cada palabra, mientras la cabeza del desgraciado se convertía en una pastosa pulpa negra con un montón de ceniza roja espolvoreada.
Cuando el cuerpo del mal nacido tembló un poco, antes de quedar inerte, escupí en la masa amorfa en la que se convirtió su rostro y me levanté. Me quedé unos segundos observando su cabeza trasformada en una mancha pastosa sobre la superficie vítrea hasta que una fuerte ráfaga de viento, proveniente de las llamaradas que ardían alrededor de la entidad, me golpeó. No podía saborear la derrota del mal nacido del traje, aún había alguien que tenía que pagar, La Oradora sufriría.
Imagen de La Oradora creada con nightcafe
🌟 Muchas gracias por leer y pasarte por esta locura. Espero que te esté gustando. 🌟
😠 Hemos descubierto quién torturó a Draert con los susurros. 😠
🔺 ¿Crees que Draert y Makhor forman un buen equipo? 🔺
🔵 Después de la interpretación que hizo, ¿creías que el desgraciado traicionaría de este modo a Draert? 🔵
♦️ Faltando muy poco para el final, ¿cómo crees que acabará todo? ♦️
✔️ Queda nada para el cierre de la historia, estamos cerca, pero me encantará seguir con las teorías sobre los misterios y ver cuáles se te pasan por la cabeza con las piezas que ya tenemos. 🤔
⭐️ Si te gusta la historia, se agradecen los comentarios y los votos. Además sería de mucha ayuda si compartes o le hablas de la novela a alguien que le pueda interesar. ⭐️
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