Apertio Aurium
Al tercer día de mi estadía en el templo más lúgubre en que dejado alguna clase de huella, he podido entender descaradamente lo que podía orillar a un clérigo tan amado al camino del óbito y al retintín de la enajenación moral. Este templo de la vieja época y del largo ayer, carecía de la diáfana santidad que vive en cada casa en donde el Señor se manifiesta. Fría, desolada y muerta. Así definía mis instintos esa vieja arquitectura gótica o pre-moderna. Pero para conservar algo de cordura en ese habitáculo entoldado de fuerzas misteriosas, decidí matar mi tiempo y uno de los días menos importante en mi vida, en investigar al sacerdote que me antecedió y que a un muerto su presencia me aventaja en desorbitado saber. Y, ciertamente, todas mis labores de investigación se resumieron en lo que se decía o se preguntaba en el confesionario.
Para mi suerte o mala fortuna la primera en venir y confesarse fue la querida Señora Gómez, la cual con su soltura fachendosa hizo que retuviera forzosamente la más grande de las carcajadas estentóreas ante su pintoresca hilaridad. Pero deje de lado todo lo que podía estorbar en mi indagación predeterminada o en mi fisgoneo insaciable, y le pregunté con una laica insistencia sobre su relación con el fenecido Alfred Arias, o sea mi excelentísimo antecesor presbiteral. al principio la señora más hocicuda del pueblo me cuestionó con una leve indiferencia vocal y con varios gestos de aquejamiento ético, pero en seguida cedió a su instituto natural de expresar lo inexpresable o lo que no debería ser sabido en primer lugar, y me dijo que mi antecesor era un hombre que su oratoria le hacía llorar y pensar en sus pecados muy a profundidad. Quedé sorprendido ya que la Señora Gómez no parece ser de las mujeres que lloran tan fácilmente, pero un hombre con el don de expresar la voz del Señor en su prédica es capaz de ablandar con susurros la piedra más dura o apaciguar con una tierna canción el apetito voraz de un fiero león. Pero eso no es lo único que la Señora Gómez me dijo, sino que también ésta me contó que de todos los pecadores que hay en el pueblo, el Padre Alfred Arias era el menos pecador y el más santo de todos. sin embargo, éste se suicidó y quebranto el solemne principio de la vida tangible y enrevesada, por lo cual tras escuchar lo masón de corazón que fue ese gallardo defensor de la fe, no puedo entender porque sucumbió al deseo carnal y peor aún, al deseo de acabar con su vida y su honorabilidad.
Pero bueno, de la misma forma en que llegó, ésta se fue y con gran rapidez ya que debía de vigilar los pasos de su adultero esposo, un hombre trabajador pero amante de las pasiones según ella, aunque hecha esta salvedad no me parece raro lo detonante que era la personalidad de la Señora Gómez, una personalidad dominante pero permisiva como la de una loca enamorada de un loco infiel.
Paso un minuto tras la ida de la queridísima y poco tolerable Señora Gómez. Vaya qué es tortuoso ser un sacerdote, momento como éste en especial me hace pensar si mi decisión fue la correcta. Es duro, extremadamente duro, el dudar de tus decisiones o las múltiples funciones que debes desempeñar a trancas y barrancas o de día en día, ya que de la duda surge las herejías que más abundan en la mente consciente pero confundida. Veo un reino dorado en la nube más alta del cielo, pero algunas veces no veo nada y todo se queda en tinieblas y en silencio; quizás esa imagen de desesperanza a la que atribuyó el nombre de pesadilla y otras veces de vacío, fue la que orilló al Padre Alfred Arias a querer corroborar la existencia del cielo, matándose y yendo al infierno.
Pero mi largo pensamiento de lo más inusual fue opacado por una persona con igual rareza, esa persona era la señora Despradel, una mujer bella pero tristemente proclamada como atea desde mucho antes de que yo residiera en esta lacónica comunidad y en este templo sacro y perverso. Sin embargo, su presencia era tan llamativa para mí que casi al momento preciso de escuchar su voz, yo le infligí un sermón de lo más cariñoso, pero ella lo obvio y únicamente me confesó su pecado y se marchó. He conocido personas como ella, personas que se hacen llamar ateos por simple apariencia y prefiere ser vistos como tales, aunque tenga esta aflicción por ser oídos y perdonados por un ente superior y divino.
Pero bueno no sólo los adultos son quienes necesitan ser oídos sino también los niños. Me gustan los niños, son muy fáciles de entender y carecen algunas veces del conocimiento cultural, ético o moral de la fenomenología de su infracción, aunque partes de ellos suponen por cuenta propia que la acción que me comparten en la tutelar mazamorra de los secretos (el confesionario) no es algo que deba ser considerado como un acto de lo más encantador o de sentirse plenamente orgulloso.
Fue una tarde deleitosa aunque muy presurosa para mi gusto, muchos personas entre ellas niños de edades retóñales me confesaron sus secretos e intimidades como si de un engarce altruista se tratase ese vínculo fulgurante de servidumbre y fe. No obstante y, muy a mi pesar, al final del día todo esos consejos y sugerencias no son desempeñado al pie de la letra por quienes en primer lugar requerían esa clase de claudicación o propuesta ferviente de amor clerical. No soy digno de quejarme, dado que no soy muy diferente a las mujeres, a los hombres y a los niños, ya que he recibido consejos de mis superiores, pero siempre he adoptado la dejadez y he figurado como un zafio creyente que no dispone lo que su voluntad no le manda, por lo cual he repulsado todas y cada una de las buenas voluntades que han intentado influir en mi característica forma de ser.
Soy un sacerdote porque no me encontraba a mí mismo y con tal hipocresía creí que podía engañar al mundo y a quien lo creo, pero tristemente no fue así. quién busca de la fe algo que no es propia de ella, es alguien que se apasiona con el anarquismo y la destrucción personal. Me pregunto si mi antecesor tuvo esa clase de pensamiento o creencia por culpa de su tan respetada fe, acaso fue su destrucción personal producto de una religiosidad que nunca sentiré, en verdad que pensamiento cruzó en la mente de quien embebió en el mustio de su óbito la panacea del sufrimiento eterno.
Pase todas las horas que restaban del día pensando en la antinomia de una ontológica deformidad de la voluntad. Hasta que llegó el momento en que mi letargo me aducía al campo de las ensoñaciones atemporales o conjuntamente breves. Pero mi sueño fue perturbado por una pesadilla en la que soñaba que caía y caía, desde la gloria a la perdición. Y con un susto que nadie vio y un grito que nadie escuchó, desperté con la típica reacción de un mentecato y pelele, es decir con la costumbrista cara de un hombre que asocia lo soñado con lo que se va a vivir. Pero además de despertar con un gesto que no atribuía como mío, también desperté con una habitación con un desorden que la asemejaba a un improvisado cuchitril de un hombre sin cultura o saliente de un país con escasas vías de desarrollo. No recuerdo que sea una persona que se desplaza entre sueños, pero al ver lo que le hice a mi habitación en ese estado de inconsciencia; pude refutar, aunque no sea un orgullo admitirlo, que no soy tan ordenado como siempre pensé. Sin embargo, después de avivarme tras ejemplificar una oración perfecta en prosa y verso, noté algo en ese desorden tan inhabitual, y lo que sencillamente observé en el producto de mi desacierto era un libro; aunque de reojo y desde un ángulo muy oblicuo parecía ser un diario. Y después de tomar el manuscrito y abrirlo, descubrí algo valiosísimo y confidencial, y ese algo asombroso e ilustre era que el diario, resulto ser ni más ni menos que de mi antecesor, es decir, Alfred Arias.
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