Prólogo: el príncipe del Reino del Día

Cuando Kirishima era un niño, a él le encantaba apreciar el cielo de su reino, pensaba que no había un cielo más bonito que el que estaba encima suyo: varios tonos de azules y un blanco lechoso precioso incorporado que le transmitía tanta paz. Eran como si le dieran brochazos al cielo de blanco de vez en cuando a esos tonos de azules, eso sin contar las nubes cúmulos color crema que se apreciaban por todo el cielo a lo largo del día.   

El azul favorito del joven príncipe era el que siempre se veía en el horizonte, un azul verdoso muy intenso que siempre colisionaba con la tierra. Más allá de su azul preferido estaba la tierra del amanecer, el reino vecino. Una tierra húmeda y rica de tierras fértiles; sin embargo, era necios a abrir sus fronteras al comercio y, por esa razón, se rumoraba que constantemente estaban en escaseces de materias primas como los minerales, el cuero, la lana, madera, etc.  

Su tutor, el profesor Aizawa, un extranjero del Reino de la noche le había comentado todo eso en unas clases pasadas. Hace poco más de dos meses habían comenzado sus clases para prepararse y ser algún día un buen rey que se preocupara por la gente que permitió que su familia velara por ellos. Odiaba cuando su profesor, de melena tan oscura como el fondo del pozo principal del pueblo, le pregunta cosas que claramente él no sabe.

Cómo la época donde más se transporta la flora y fruta que solo se da en su reino, o la miel, o la lana, o cuántos ópalos y demás joyas se sacan en las minas al mes o al año. Unos buenos librazos en la cabeza se llevó y no le quedó más que aguantar las ganas de llorar porque no quería sentirse como un niño tonto, él siempre se consideró un niño muy listo que hacía toda su tarea e incluso le pregunta al panadero o a la que riega el jardín las cosas que Aizawa le preguntaba con el fin de que se las respondieran.   

Rara vez el pueblo del Reino del Día lo veía y él no entendía por qué no lo dejaban salir. Tal vez era por las altas fiebres que lo llevaban a la cama por días o porque su cabello natural era de un rojo escarlata brillante, tanto su madre como otras personas de la confianza de la fémina pintaban cada inicio de semana su cabello con una tinta especial traída desde el otro lado del inmenso mar, es decir, del Reino del Atardecer. Nunca discutió con su madre de la razón de tapar tan bonito color, más que nada porque su madre parecía nostálgica y frágil, eso le rompía el corazón.  

Tenía incluso prohibido salir de su habitación si las raíces rojas se asomaban entre el aburrido negro y era incluso más molesto con las cejas, aunque aprendió a vivir con todas esas precauciones desde la corta edad. Por eso, la mayoría de sus amigos eran los que trabajaban en el castillo. Ellos siempre eran muy buenos con él, al menos más de lo que su papá había sido con él desde que tiene memoria, ya que daba la impresión de que no lo quería. 

Su mamá, la reina Hikari, solía decirle que estaba cansado y que lo mejor era evitarlo pero, ¿cómo hacerlo? Por más que su madre endulzara las terribles experiencias llenas de gritos e incluso golpes, él sabía que no era querido por su padre. Cuando Aizawa le notó un moretón bastante colorado en un día soleado mientras daban una caminata por el mercado, su actitud refunfuñona y esquiva cambió. 

Desde entonces, el extranjero de las tierras de la noche se convirtió en su figura paterna y rara vez le dejó solo. Para Kirishima, su tutor se convirtió en todo lo que deseó de un buen padre y su madre se notaba visiblemente más tranquila, más cuando una enfermedad degenerativa se apoderó de su vitalidad.    

Los colores del cielo le calmaban aún después de todas las tragedias que pasó durante su adolescencia como: la soledad que se volvió cotidiana o las millones de dudas que su madre y el mismísimo Aizawa le dejaron. Después de los catorce se dio cuenta que ambos sabían cosas que lo involucraban, pero que no compartían con él. Casi cuando su madre estaba por dejar este mundo, en pleno delirio murmuraba cosas sin sentido, cosas que sonaban con insistencia en su mente.  

Nunca se perdonará el haber dejado esos valiosísimos días con su madre solo por su berrinche de que le contaran qué sucedía. El silencio de ambos cuando los encaró le provocó una cólera que nunca jamás había sentido; luego de que se escapara a su refugio especial que lo resguardó por casi dos meses, se enteró por una ave dorada mensajera que era imprescindible su presencia inmediata por la salud de su madre. Esa semana nunca fue suficiente para compensar el tiempo en que la dejó sola. 

Y lo peor de todo es que, cuando necesitaba al hombre que lo crió, se enteró que había partido a su tierra natal un día antes de que regresara. De ese entonces, ya no supo nada de aquel tutor que tanto quiso... y era lo mejor, con el tiempo le guardo cierto recelo por dejarlo solo con ese tirano que era su padre y por huir antes de decirle la respuestas a todas sus preguntas, pero sobre todo, por dejarlo ahí, solo. 

Ahora con la maravillosa edad de 23 año y con pocos días para su coronación, Kirishima sigue viendo el cielo con insistencia. Busca esa tranquilidad del infantil que alguna vez fue e intenta olvidar las voces que le recriminan a cada segundo todo lo que ha hecho mal desde que nació. El azul y el blanco lechoso le siguen encantando, pero ya no es suficiente. Cree que un cielo con los colores parecidos a los de su cabello sería justo lo que necesita para calmar a la bestia en su interior.     

Ya no cree que el cielo del Reino del Día sea mejor, de hecho, cree y afirma que el mejor cielo es el del Reino del Atardecer, nunca lo ha visto pero verdaderamente desearía ser otra persona e irse, aunque su permanecía necia a un lugar que no pertenece lo lleve a la muerte. Todo es mejor que estar en unas tierras que parecen tan ajenas a él, el Reino del día se convirtió en un cruel patíbulo y desgraciadamente no puede escapar de ella.   

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