Capítulo 32👑

Luca

Cuando llegó el momento decisivo era un lío de nervios e incertidumbre. Me obligué a relajarme y convencerme a mí mismo de que todo estaría bien. Necesitaba darle un poco de confianza a Isadora. Ella se encontraba en la misma situación que yo. Hoy presenciaría la muerte de su padre, me preocupaba que no pudiera gestionarlo.

Me afeité el rastro de barba, me peiné el cabello antes de ponerme el traje negro y la corbata roja que había escogido Alayna. Pude ver mi reflejo en los brillantes zapatos recién pulidos. Laika ladró desde la esquina como si me estuviera dando su aprobación.

—Estás a cargo de mi hijo—Le dije—. Hazme sentir muy orgulloso.

Sus ojos marrones se entrecerraron y agachó la cabeza en sumisión. Laika no era solo una perra o una mascota. Era mi amiga. El tiempo avanzaba, pero su lealtad incondicional era inquebrantable. Ella me seguiría hasta el final.

—Buena chica—sonreí.

Le hice un último chequeo a mi aspecto y busqué el frasco de mi colonia favorito en la cómoda. Me apliqué una pequeña cantidad antes de guardarlo. Dos suaves brazos me rodearon la espalda desde atrás y besó mi cuello.

—Ten mucho cuidado—susurró Alayna—. Si algo anda mal entraré en esa estúpida fiesta y mataré a todos por mi cuenta.

—Nada saldrá mal—afirmé.

—¿Lo prometes?

Me giré y la agarré por la cintura. Su aroma me relajó. Suave, dulce. Me encantaba cómo olía. Quería consumir cada parte de ella: su cuerpo, su alma.

—Lo prometo.

Le di un beso casto y salimos de la habitación. En la sala Gian masticaba un cannoli con los ojos fijos en el iPad. Luciano ya había hecho de su parte uniéndose como camarero al servicio de catering. Fabrizio estaba en la habitación de vigilancia mirando las cámaras. No me despediría de mi hijo porque volvería hoy mismo. Era un hasta pronto.

—Me estoy muriendo de nervios—Se quejó Kiara—. Luciano no me ha contestado ningún mensaje.

—Está trabajando, no lo molestes—Reajusté mi corbata, aunque fracasé. Alayna negó antes de ayudarme.

—¿Y si él no toma ninguna copa envenenada? —cuestionó Gian—. Ese viejo de mierda es muy astuto.

Me había hecho la misma pregunta, pero no insultaría la inteligencia de Luciano. Él era un experto.

—Él va a tomarlo. Dejen sus pesimismos.

Gian miró la hora en su reloj.

—¿Dónde está Isadora?

—Aquí.

La luz de la tarde que se asomaba por las ventanas iluminaban a Isadora de pie en las escaleras. Se veía hermosa. El vestido rojo estaba ceñido a su cuerpo, escote pronunciado y una cola que se arrastraba hasta el suelo. El cabello rubio recogido en un moño enmarcaba su rostro con maquillaje suave y labios carmesí. Bajó los escalones tímidamente y miró un segundo a Alayna.

—Mentón en alto—dijo Alayna.

Isadora levantó la barbilla y caminó con la espalda recta. Fabrizio apareció en ese momento, se quedó suspendido mirándola con la boca abierta. Le extendió la mano y ella le sonrió con dulzura.

—Te ves hermosa—susurró Fabrizio.

Las largas pestañas de Isadora se agitaron.

—Alguien me ayudó a escoger el atuendo—respondió y compartió una sonrisa cómplice con Alayna.

El vestido definitivamente era algo que Alayna recomendaría. Atrevido y elegante al mismo tiempo. No tan sugerente ni recatado. Los tacones altos le añadieron unos cuantos centímetros a su altura.

—Un consejo... —carraspeé y aflojé un poco mi corbata—. Tenemos que permanecer juntos todo el tiempo. Hasta el final. Debemos mantener la mente clara y no dejarnos llevar por nuestras emociones. Hoy no importa si Fernando es tu padre o el abuelo de Thiago.

Isadora asintió.

—Lo veo cómo es realmente, Luca.

—¿De verdad? —cuestioné.

—Ella puede hacerlo—La defendió Fabrizio y la atrajo a su cuerpo—. Es más fuerte de lo que crees.

No quería dudar, pero había visto a esta mujer llorar porque no tenía la aprobación de su padre. Le compraba regalos a Fernando por sus cumpleaños que él rechazaba. En algunas entrevistas solo decía cosas buenas de él, incluso cuando la golpeaba porque estaba aburrido. No había nada malicioso o rencoroso en Isadora Rossi. Era una gran persona y dudaba que su bondad muriera de la noche a la mañana. Sin embargo, respondí:

—Confío en ti—dije.

Me dio una sonrisa tan agradecida que oprimió mi corazón. Ella era la más afectada en todo esto y seguía de pie a cualquier costo. Isadora combatía la oscuridad de su familia con amabilidad y paciencia.

—No voy a decepcionarte.

Madre bajó de las escaleras con Thiago en su cadera y un abrigo de piel sintético que le tendió a Isadora. Mi hijo chilló cuando vio a su progenitora. Mierda, sería difícil alejarla de él. Lloraría el resto de la noche si no nos marchábamos ahora.

—Debemos irnos —musité.

Isadora besó las mejillas de Thiago que al instante se aferró a su cuello. Lo sabía.

—Yo lo distraeré—Se ofreció Kiara y le enseñó un paquete de chocolate—. Tengo la dosis perfecta.

Fruncí el ceño.

—¿En qué quedamos?

—¡Hey! Conservé uno en mi bolsillo porque yo también amo los dulces—explicó ella—. Solo le daré un trozo. Lo juro, gruñón —Le sonrió a Thiago—. La tía Kiara tiene algo para ti, cariño. Ven conmigo.

Tal y cómo lo había previsto los ojos grises de Thiago se iluminaron al ver el paquete de Kit Kat. Agitó su mano en un intento de arrebatárselo a su tía, pero Kiara negó con la cabeza. El niño respondió con un grito de cólera.

—Solo voy a invitarte si vienes conmigo. ¿Quieres? —Thiago asintió y perdió el interés en su madre—. Vamos a ver un episodio de tu caricatura favorita...

Lo alejó de nosotros y suspiré de alivio.

—Eso estuvo cerca—dijo Isadora. Se puso el abrigo y cuadró los hombros, preparándose para cualquier audiencia que pudiera esperarnos—. ¿Estás listo? Porque yo sí.

👑

Isadora clavó sus uñas en mi brazo cuando entramos al salón. La oleada de invitados elegantemente vestidos se arremolinaba y degustaban copas de vino y champagne. El escenario era extravagante como todo que se relacionaba a Fernando Rossi. La orquesta había ocupado su sitio en el centro y tocaba un vals lento. Nada señalaba que esta mansión anoche había sufrido un ataque. Nada de ventanas rotas ni grietas. El aire olía a crisantemos, las flores que rodeaban las barras de las escaleras.

—¿Te sientes bien? —Le pregunté a Isadora.

—Me siento increíble.

Ella encajaba perfectamente bien en el escenario. No dudó ni una sola vez. Se mantuvo en su papel con una expresión en blanco que me hizo sentir orgulloso. Pronto llamó la atención de los invitamos cuando caminamos juntos. Los reconocimientos no tardaron en llegar. Saludamos a algunos hombres, nos mezclamos en conversaciones triviales mientras fingíamos que nada estaba mal aquí. Isadora recibió con una sonrisa los halagos e incluso coqueteos. Se rió de algo que había dicho un caballero con la cabeza echaba hacia atrás que mostraba su delicada garganta. Todos estaban hipnotizados.

—No nos han presentado —Un hombre de aspecto amable miró a Isadora con una sonrisa y besó el dorso de su mano—. Señora Vitale —Apenas notó mi presencia—. Señor Vitale. Soy Adriano Ferraro.

Los ojos marrones de Isadora brillaron en reconocimiento.

—Eres del partido opuesto a mi padre.

Él sonrió encantado de que ella lo reconociera.

—Así es.

—Tus propuestas me resultan fascinantes —murmuró Isadora—. Pienso que nadie le ha estado dando importancia a la seguridad de Palermo ni a la educación.

¿Próximo postulante a gobernador? Había recibido algunos volantes de su compaña, pero no le di mucha importancia. Si Fernando moría otro ocuparía su lugar. ¿Sería este sujeto? No podía leerlo ni asumir que era un buen tipo. Honestamente nadie que estuviera involucrado en la política era confiable.

—Los niños son el futuro—respondió Adriano—. Y yo soy un hombre moderno que confía en ellos. Quiero demostrar que las tradiciones son importantes en Palermo. Nadie debería faltarle el respeto.

Me aclaré la garganta y miré más allá de la multitud. Me sorprendía incluso ver tantos invitados después de los escándalos que involucraban a Fernando. Al parecer las fotos que expuse en los medios pasaron desapercibidos. Su táctica desde un principio fue encubrir su error con esta farsa y estaba funcionando.

—Me gustaría hablar contigo de negocios en alguna ocasión, Luca—La voz de Adriano regresó mis ojos en él y sonreí con ironía.

Ahí tuve mi respuesta sobre si era un hombre decente. No me había equivocado. Todos eran iguales.

—Cuando desees—respondí y tomé la cintura de Isadora—. Si me disculpas, quiero bailar con mi esposa.

La pista de baile estaba atestada por la atrayente orquesta. Aún no se habían presentado los futuros maridos y me pregunté la razón. Isadora y yo nos movimos suavemente al ritmo de la música. Mis ojos cada tanto iban hacia los camareros. Luciano tenía que aparecer pronto.

—Estoy asustada—susurró Isadora.

—Lo estás haciendo muy bien. Te lo aseguro.

—Solo pensaba en las consecuencias de su muerte—Nos balanceamos en la pista, mezclándonos con el resto de los invitados—. Apuesto a que ni siquiera me tuvo en cuenta en su testamento.

—Si se trata de dinero nunca te faltará nada.

—Lo sé, pero...

—No. Vas a retomar tus estudios en la universidad —zanjé—. Me tienes a mí y Fabrizio. No te abandonaremos.

Liberó una respiración agitada. Los nervios estremecieron el resto de su cuerpo y la tranquilicé con un abrazo.

—Qué se joda mi padre.

Sonreí.

—Así se habla.

Sus manos temblaron en mi pecho.

—Ahí está.

Seguí su mirada hacia las puertas dobles viendo a Fernando y Lucrezia. La multitud estalló en aplausos cuando la pareja feliz se hizo presente. El gobernador tenía un traje blanco y pajarita negra. Su prometida, por el contrario, lucía como un pavo real. Llamativa, exótica. El vestido negro era de encaje, el collar de diamantes colgaba en su cuello. Sus ojos crueles examinaron a sus invitados hasta que se encontraron con los míos. Su expresión fría no cambió. Nada de sonrisas, ni gestos amables. Solo desprecio.

—Ella es tan horrible—susurró Isadora.

Por dentro, sí. Ya no recordaba a la mujer que me sonreía cuando era un niño o me defendía de mi padre. El alma pura de Lucrezia había muerto con Marilla.

—Vamos a acercarnos—murmuré.

Isadora enderezó la espalda, caminó derecha y fingió tener la confianza que carecía. Su sonrisa era amplia, perfecta, no dejaba ninguna duda. Fernando hablaba con un grupo de caballeros mientras Lucrezia miraba en reloj de oro en su muñeca.

—Señor y señora Rossi—espeté en voz alta y algunos invitados me observaron—. Felicidades a ambos. Apuesto a que la recepción de la boda será hermosa como esta. No puedo esperar.

Fernando era todo sonrisas y dientes brillantes.

—Gracias por venir, Luca—Me apretó la mano con brusquedad, respondí del mismo modo, casi quebrándole los huesos. Ocultó su mueca antes de apartarse y besar a Isadora en las mejillas—. Cariño, te ves hermosa —Su mandíbula se tensó ante el esfuerzo que le supuso expulsar las palabras.

Sabía que no aprobaba el vestido de Isadora. Su expresión de asco lo decía todo. ¿No se cansaba de querer controlar cada acción de su hija? No soportaba verla vivir.

—Gracias, padre —dijo Isadora en tono encantador—. Estoy muy emocionada con la boda. ¿Dónde planean ir de luna de miel?

Fernando flexionó la mandíbula varias veces y aprovechó que nadie nos prestaba atención para demostrar la furia que sentía. Sus ojos me escrudiñaron, su puño tembló en la copa. Miré al hombre que nos vigilaba desde una distancia adecuada. Glev Kizmun. El soldado más prometedor. Traería problemas.

—Te encanta sabotearte a ti misma —siseó y zarandeó el brazo de Isadora—. ¿Por eso querías venir? ¿Para comportarte como la puta que eres?

La rabia se impuso ante cualquier racionalidad. Me puse en medio, empujando al bastardo. ¿Cómo se atrevía a maltratar a su hija? No le importaba el público, no le importaba nada.

—La próxima vez que vuelvas a ponerle una mano encima te partiré la cara—advertí —. Me importa un carajo tus invitados. Me encargaré de que todos sepan la clase de mierda que eres.

La voz sedosa de Lucrezia puso en orden el caos. Colocó una mano en el pecho de su prometido y les dio una sonrisa a los invitados. Unas cuantas miradas confusas se dirigieron hacia nosotros. Percibí a Luciano sirviendo copas y suspiré de alivio.

—Hoy es un día muy especial, querido—intervino Lucrezia—. ¿Por qué no saludamos a los demás? Muchos nos están esperando.

Pero Fernando se mantuvo firme, sus pupilas dilatadas mientras miraba a Isadora y después a mí. Nunca había visto sus ojos tan llenos de odio.

—¿Veinte hombres muertos por culpa de tu zorra? —Se burló el gobernador—. No es nada comparado a lo que tengo preparado si intentan hacer algo en mi contra.

—Cariño... —insistió Lucrezia.

—Cállate—La cortó él—. Los mejores asesinos de élite pelean de mi lado. ¿Qué creen qué pasará si yo muero? Tomarán el pago que les ofrecí—Su sonrisa siniestra reflejaba el mal en su máxima expresión.

—¿Los mejores? Permíteme dudarlo—interferí confiado—. Alayna los mató en menos de un minuto. ¿Andrei Stepanov? No es aliado de nadie.

Sus cejas se alzaron, la sorpresa grabada en sus rasgos. Él ya no tenía nada a su favor. Estaba muerto. Mi intervención en su final era misericordia. Otros como Stepanov planeaban cortarlo en pedazos porque debía pagar una deuda imposible de liquidar. Fernando se había ganado muchos enemigos por culpa de sus errores. ¿Y Alayna? Ella tampoco se quedaría atrás.

—Tú...

—Estás armando un escándalo vergonzoso—Lucrezia lo agarró del brazo y lo alejó de nosotros—. Tranquilízate.

Fernando se acomodó la chaqueta de su traje y sonrió mientras se reunía con los demás. Isadora hizo algunas pausas para recuperar el aliento, me observó con ojos llenos de lágrimas.

—Me odia lo suficiente para venderme como si fuera un ganado.

Una nube de tensión me rodeó. Cristo, ella lo sabía.

—¿Cuál es nuestro objetivo esta noche, Isadora?

Se secó las lágrimas y elevó la barbilla. Bien. No teníamos tiempo para los lamentos.

—Lo mataré—dijo.

Giró sobre sus talones mientras se alejaba. Me quedé aturdido, lleno de impotencia. Tal vez debí dejar que Alayna le volara los sesos. Tal vez... Inmediatamente cambié de opinión cuando percibí qué pretendía Isadora. Se acercó a Luciano y agarró dos copas de la bandeja. Una sonrisa se extendió por mi rostro. Esta venganza era de ella. De nadie más.

—Quiero hacer un brindis por la hermosa pareja—Isadora golpeó suavemente la copa con un tenedor para atraer la atención de cada invitado—. El día que murió mi madre también había perdido a mi padre. Siempre hemos tenido nuestras diferencias, pero cuando enterramos en un ataúd a la mujer que más amábamos sabía que nada volvería a ser lo mismo. Yo... intenté llenar ese vacío —Las lágrimas se formaron en sus ojos—. Quería salvarlo de la oscuridad en que se ha convertido su vida.

Miré la reacción de Fernando esperando un signo de empatía, pero todo lo que vi fue indiferencia. Basura sin sentimientos. Isadora sonrió y le entregó la copa de vino. El bastardo no pudo negarse, no con el público alentando a su hija.

—No estoy aquí para hacerlos llorar. ¡Es momento de celebrar! Mi padre ha dejado su luto y se está dando otra oportunidad con una mujer sensacional—Levantó la copa y bebió—. ¡Brindo por los novios! ¡Les deseo lo mejor!

Los invitados aplaudieron, silbaron a Isadora que sonreía entre lágrimas. Sabía que le dolía orquestar la muerte de su propio padre, pero era lo mejor. Este era un adiós. Un ciclo cerrado en su vida. Uno de los ingredientes más dañinos del veneno era la coniina entre otras mezclas. El dolor que Fernando sentiría por dentro sería tan insoportable que no podría expresarlo con palabras. No tendría oportunidad de pedir ayuda o hacer que su lengua funcionara. Sus organismos arderían.

—Salud... —susurró Isadora con un sollozo.

Contuve la respiración porque se definiría muchas cosas esta noche. Y si Fernando no bebía...

—Salud —espetó el gobernador—. Gracias a todos por estar aquí—Le dio una mirada gélida a Isadora—. Sobre todo, gracias a mi hija por sus hermosas palabras. Siempre estaré agradecido por llenar ese vacío dándome un nieto.

Bebió un sorbo de vino, luego dos. Era mejor de lo que esperaba. Compartí una mirada con Isadora y reprimí la sonrisa de triunfo. Fernando Rossi estaba muerto. Lucrezia se removió incomoda en su posición. Ella no era ninguna estúpida. Presentía que algo malo pasaría.

—¡Brindo por los novios! —Levanté la copa y le sonreí a los invitados—. ¡Salud!

Luciano agachó la cabeza y salió del salón disimuladamente. Ahí fue cuando Lucrezia lo notó. Mierda. Toqué el micrófono instalado en mi chaqueta.

—Saldremos en veinte minutos. Que el conductor designado esté listo.

Isadora continuó interpretando su papel. Logró cautivar a la mayoría de los invitados con su actitud alegre y amable. Mientras me aseguraba de que todo estuviera en orden ella bailó con otros hombres, incluso invitó a su padre en la pista. ¿Qué carajos? Miré la hora en mi reloj. El veneno no debería tardar más de una hora para que hiciera efecto en su organismo. Presentaría varios síntomas antes del inminente final: vértigo, ganas de vomitar, parálisis...

Supe exactamente en qué momento sucedió. Fernando soltó a su hija antes de dar un paso atrás. Lo vi desconcertado, mareado. Di otro trago a mi bebida para disfrutar el espectáculo que pronto se desarrollaría. Todos mis instintos gritaban que corriéramos ahora, pero quería saborear ese momento. Ver cómo esa escoria moría.

Uno...

Dos...

Fernando se desplomó al suelo con un fuerte ruido. La multitud entera se dispersó, todos conmocionados mientras el gobernador se tocaba el pecho desesperadamente. Su boca se abrió y ningún sonido salió. Sus ojos miraban a Lucrezia en busca de auxilio. Y fue ahí cuando Isadora cerró su actuación con broche de oro.

—¡¡Está teniendo un ataque al corazón!! —exclamó—. ¡¡Ayuda!! ¡¡Ayuda!!

Su grito era espeluznante, desgarrador. Generaba en el público justo lo que quería: empatía, dolor. Cómo una clásica historia de Shakespeare dónde la tragedia era inevitable. Cayó al suelo con su padre. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, sus labios temblorosos y el horror en su expresión. Era demasiado buena. Hasta yo me lo creería si no supiera nuestro plan.

—¡¡Llamen a una ambulancia!!—gritó—. ¡¡Hagan algo!!

Me llamó la atención la reacción de Lucrezia. Ella estaba quieta en su posición. Sus ojos acusatorios me observaron directamente y alcé mi copa en su dirección a modo de brindis con una sonrisa. Uno menos. Pronto llegaría su hora.

Tres soldados rodearon el cuerpo de Fernando y esa era la señal. Atrapé a Isadora entre mis brazos mientras ella sollozaba en mi pecho. Toda la atención estaba en el cuerpo inerte de Fernando. Los ojos del difunto permanecían abiertos, su boca abierta y la piel pálida. Hasta nunca, hijo de puta.

—Papá... —sollozó Isadora.

Le acaricié el cabello. El flash de una cámara lastimó mis ojos, los paparazzi se apresuraron a sacar conjeturas y nos acorralaron.

—Por favor, nada de preguntas—dije con la voz llena de pesar y evadí las miradas—. Queremos privacidad.

Volví a mirar hacia la multitud notando la ausencia de alguien en particular. ¿Dónde diablos estaba Lucrezia? Escuché el sonido de las sirenas, los camarógrafos captaban la trágica imagen del gobernador muerto. Protegí a Isadora mientras la arrastraba a la salida de emergencia. Afuera estaba la prensa, no queríamos lidiar con ellos. Me metí entre un camarero y una pareja de ancianos, arrastrando a Isadora con mi mano alrededor de su muñeca. Pasamos por un vestíbulo y luego avanzamos hacia un pasillo desierto.

Los tacones altos resonaron contra las baldosas, acompañando nuestras respiraciones agitadas. Vi un matafuego colgado en la pared cerca de la puerta y suspiré. El conductor designado debería estar listo. Solo un paso más...

—Alguien está aquí—susurró Isadora.

Los vellos de la parte posterior de mi cuello se erizaron, un escalofrío me recorrió la columna cuando noté a un hombre trajeado en la puerta con una pistola en la mano. La mirada en sus ojos era fría, desquiciada. Era el guardaespaldas de Fernando. Sabía que causaría problemas.

—Yo me lo pensaría dos veces antes de acercarte—advertí en voz baja y posicioné a Isadora detrás de mi espalda.

Sonrió con desdén.

—Me pagaron para matarte, Vitale —dijo—. Y no me iré de aquí hasta terminar mi trabajo.

Isadora retrocedió con un grito de horror cuando el sicario me atacó. Me alejé de su alcance porque si me atrapaba estaría en una gran desventaja. Él me superaba en peso y tamaño. Me lanzó un puñetazo, pero me agaché a tiempo y golpeé sus riñones con mi codo. Se dobló, gimiendo mientras le daba un rodillazo en la cara. La sangre salió a borbotones de su boca y sus orificios nasales.

—Voy a disfrutar haciéndote pedazos, hijo de puta—gruñó.

Se incorporó y se lanzó sobre mí como un toro furioso. Mi espalda chocó contra una pared, su mano me rodeó la garganta y me robó el suministro de aire. Su agarre era firme, contundente, aunque a la vez pausado. Quería prolongar esto. De reojo vi a Isadora tratar de romper el seguro del matafuego.

—Tú lo mataste, ¿no es así? —inquirió Glev entre risas.

La incredulidad y la burla en su voz me llevó a un escenario en particular dentro de mis pensamientos. Recordé mi secuestro hacía tres años, las humillaciones que había pasado en manos de Carlo y Gregg. Ya no quería lidiar con bravucones, cobardes y hombres estúpidos. Estaba harto de todos ellos. Golpeé mi frente contra la suya y rugió dándome espacio suficiente para liberarme. Mi visión se nubló temporalmente, aunque eso no me detuvo. Le di otro puñetazo en la mandíbula.

—Yo lo maté—respondió Isadora.

Entorné los ojos cuando la vi con el matafuego en las manos y golpeó a Glev en la nuca. Joder... El ataque fue jodidamente duro e inesperado ya que el sicario se derrumbó. Isadora se veía tan diferente que casi no la reconocí. El cabello rubio estaba despeinado, tenía un brillo maniático en la mirada.

—Zorra estúpida—gimió Glev, tocándose la nuca y mirando sus dedos manchados de sangre.

No permitiría que saliera vivo de aquí. Le arrebaté el matafuego a Isadora y lo levanté por encima de mi cabeza. El sicario pronunció ni una palabra, ni suplicó por su vida. ¿Por qué debería hacerlo? Él sabía que estaba muerto. Golpeé el matafuego contra su cara una y otra vez. Con cada golpe, su cuerpo se estremeció y soltó quejidos de dolor. Su sangre voló por los aires y me salpicó el traje. En cuestión de segundos ya nada de él era reconocible. Mi pecho se agitó con las respiraciones, mis manos temblaban.

—¡Luca, para! —rogó Isadora—. ¡Para, por favor!

Solté el matafuego y me volví hacia Isadora. Me observó en shock, se llevó las manos a la boca por la impresión. Se suponía que el atentado debía ser lo más limpio posible y acababa de hacer pedazos a un hombre. Tenía restos de sangre en mi traje. Maldita sea.

—Lo siento, no quise asustarte—Me acerqué a ella y traté de medir mi respiración—. ¿Estás bien?

Las lágrimas llenaron sus ojos y asintió.

—Sácame de aquí, por favor.

Volví a mis sentidos y entrelacé su mano con la mía. Habían pasado más de veinte minutos. Alayna me advirtió que si no regresaba al auto en determinado tiempo vendría por mí. Mierda.

—Vamos—susurré.

Escuché pasos por encima de mis hombros, gritos y órdenes. El caos se aproximaba y teníamos que salir. Ignoramos el cuerpo de Glev y empujamos las puertas dobles. La sensación de alivio me abordó cuando vi un auto todo terreno estacionado. Las ventanillas bajaron y mis ojos se encontraron con los de Alayna. Examinó mi aspecto, pero no hizo preguntas. Lanzó una orden que seguimos de inmediato.

—¡Suban de una jodida vez! —exclamó.

Metí a Isadora en la parte trasera, luego me ubiqué en el asiento del copiloto al lado de Alayna. Luciano y Gian ya estaban adentro. El caos de afuera fue silenciado mientras nos dirigíamos a la autopista, volví a respirar con normalidad. Miré la sangre en mis dedos, mi ropa...

—¿Qué demonios, hombre? —preguntó Gian con una mueca—. ¿Por qué luces como si hubieras ido a la graduación de Carrie?

Luciano estalló en carcajadas.

—¿Asesinato limpio? Mi culo.

Le mostré el dedo del medio.

—Jódete —Isadora buscó consuelo en los brazos de Luciano y yo me quité la chaqueta. La corbata me estaba ahogando. Cristo... ¿Por qué algunas cosas no salían como esperaba? —. Se presentó un inconveniente y tuve que improvisar—expliqué.

Alayna mantuvo sus ojos en la autopista y apretó el volante.

—¿Sufrió mucho?

—Le destrocé la cabeza—contesté—. Supongo que eso fue suficiente.

Hubo una leve sonrisa de satisfacción en sus labios rojos.

—Ese es mi príncipe.

El breve momento de triunfo nos duró muy poco. A través del espejo retrovisor vi a dos autos negros tratando de alcanzarnos a toda velocidad. Alayna pisó el acelerador.

—Pónganse sus cinturones, muchachos—advirtió—. Tenemos compañía.

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