Capítulo 8: Tratado de paz entre dos mundos
Llevaba media hora con el móvil en la mano mientras veía el mensaje que Harry me dejó como respuesta a toda la sarta de estupideces que le dije ayer. No era un texto extenso, de hecho, era más un chiste malo, de esos que solía mandarme cuando todavía éramos mejores amigos.
[Harry Brown: ¡¿Quién es ese Pokémon?!]
¿Qué responderle?, ¿hacer como si nada?, ¿poner un simple: «hahaha sí xd»?
Eran casi las seis de la tarde y por alguna razón no me quedaban fuerzas para levantarme a buscar el baño e irme a duchar, y eso que tenía esa sensación de estar sucio. Como si estuviera cubierto de una gruesa capa de porquería. Me daba asco y eso que ni siquiera me miré en un espejo. El extraño de mi reflejo seguro me haría dar arcadas. Tampoco había comido o visto a nadie más, solo escuchaba el movimiento de abajo y me insultaba por no ser capaz de levantarme e ir a ayudarles.
No sabía dónde estaba Joshua o en qué lugar había pasado la noche. Y eso estuvo bien. Más que perfecto. Deseaba no volver a verlo, pero eso era imposible, así que pensé en escribirle en cuanto me encontrara de mejor humor.
La puerta de la habitación se abrió de golpe y un Max con una pistola de agua entró a bombardearme. Fue tan rápido que no atiné a protegerme. Solo lo miré estupefacto e incrédulo.
—¿Te la vas a pasar todo el día acostado? —inquirió con estupor.
Asentí con la cabeza, volví a tumbarme en la cama y cerré los ojos.
—Hombre, estás en Nueva York sin supervisión adulta, ¿y te la vas a pasar así?
—¿Cuánto te debo por el hospedaje? —le pregunté con voz trémula.
—Nada. —Cruzó los brazos y rodó los ojos—. Mejor levántate a comer —apremió.
No tenía hambre, pero sabía que debía hacerlo, aunque tal vez todo tuviese el sabor de una masa insípida.
—¿Dónde está Joshua? —Puse el pulgar cerca de mi boca para morderme la uña.
—Se fue en la madrugada y no ha regresado.
Con eso bastaba, también me aterraba bajar y encontrarlo.
—Hice mucha tontería vergonzosa anoche —pensé en voz alta, volví a acostarme en la cama.
—¿Y? —Alzó las cejas e hizo una mueca.
—Perdón por haber hecho el ridículo y de paso estropear tu fiesta.
—Deja de disculparte por todo —reclamó, se sentó en la orilla de la cama—, la gente hace mierda ridícula cuando está intoxicada. Lo importante es que no te moriste ahogado.
Era como si me hubieran drenado y vuelto un autómata.
Malditas drogas.
Juré que no volvería a hacerlo. Si así se sentía al día siguiente, no quería saber nada más de eso.
Comencé a preguntarme en cuál de las cinco habitaciones se había muerto la anciana. Tal vez en la que me dieron. Quizás ella fue la que me drenó la energía. Quizá me maldijo para que la cagara, como castigo a la invasión de su territorio.
—Creo que la vieja muerta me chupó la energía en la noche y de paso me maldijo —mencioné, asustado.
Max soltó una carcajada.
—¿Seguro que no se te metió agua al cerebro? —interrogó entre risas.
—Tal vez —musité—. Yo sigo sin creer que Joshua me haya salvado.
—Tanto como eso no, pero supongo tu integridad era su responsabilidad —respondió con un gesto que mostraba su vergüenza ajena—. Él quería pescarte, pero le ganó el peso y se fue de boca a la piscina, entonces, ya eran dos personas ahogándose, hasta que él recordó que sí sabía nadar.
La sola imagen le quitó todo el mérito de héroe. Éramos tal para cual en ese sentido: imanes de lo irrisorio.
—El punto es que no debes avergonzarte —continuó—. Si no existe evidencia de eso, nadie salió herido y todos estaban igual o peor que tú, solo te queda reírte y ya. Deja de pensar tanto, Christian.
—Tienes razón —me senté en la cama.
«Lamento haber creído que eras el líder de una secta», dije en mi mente, de encontrarme en mejor modo se lo hubiera dicho.
Le prometí a Max que saldría en un rato y bajaría a comer. Él salió de la habitación después de decirme que, si no lo hacía, vendría a tirarme una cubeta de agua encima.
Max me dijo que si me perdía usara un GPS para encontrar la casa porque no pensaba dejar la comodidad de su hogar e irme a buscar si me perdía. No supe si lo dijo en broma o no, así que por si las dudas, descargué la aplicación para poder salir a vagabundear sin temor a extraviarme en las calles de Nueva York.
Anduve sin rumbo alguno, con las manos dentro de los bolsillos de mi chaqueta y un cigarrillo entre los labios. Admiré los grandes edificios, el tránsito pesado y a dos personas peleándose en la calle por un lugar de estacionamiento. Era ese tipo de estrés que desconocía. De ese que quería sentir en vez del acostumbrado.
Tuve la desgracia de nacer en un pueblo pequeño, pasar ahí casi toda mi existencia y mudarme a una ciudad que apenas llegaba a eso. La vida tranquila y sin ajetreos no era lo que necesitaba. A mí me urgía estresarme con cosas ajenas a las que rondaban por mi cabeza. Tener menos tiempo para pensar y ocuparme en pelear con la vecina que estacionó su auto enfrente de mi pórtico.
Decidí responder los mensajes, menos los de mi padre y el de Harry. Mensajeé a casi todos mis nuevos contactos; amigos recientes, se supone, solo los había conocido en una que otra fiesta o reunión, tal vez decidieron que sería buena idea guardar mi número porque así formaría parte de su colección de amistades efímeras. El punto es que de ellos no había de qué preocuparme, solo me mandaron signos de interrogación o algo parecido.
Que esas personas se dieran cuenta de que me encontraba intoxicado no me importaba, así que daba igual. Tal vez alimentarían la reputación del nuevo Chris, el rebelde y desinteresado. Y no lo vi como algo negativo.
Pasé por una librería y le compré a Hannah un domo. Dentro tenía a la ciudad en miniatura y al agitarlo, pequeñas motas blancas se esparcían por todos lados. Encontraba un placer extraño en sacudirlo. Imaginaba a un centenar de personas pequeñas viviendo ahí y a un yo convertido en Godzilla. Cuando era niño, solía jugar así con Harry; armábamos una ciudad con mis Legos, después brincábamos para destruir lo que construimos, y la madre de mi amigo nos puteaba por dejar un tiradero en su salón. De eso ha pasado tiempo y cada que lo recuerdo me sabe más a algo que vi en una película.
Cuando llegué a Central Park busqué un montículo de hojas secas para tumbarme. El sol ya se estaba ocultando, lo que quería decir que pronto volvería a casa de mi padre y tendría que darle una explicación. Sabía que debía crear una coartada, pero no me encontraba en condiciones para inventar cosas. Me había resignado. Fingiría estar escuchando el reclamo mientras mi conciencia se encontraba divagando en el domo de Nueva York o recordando la película en la que jugaba con Harry y era ingenuo y feliz.
Saqué el móvil cuando sentí que este empezó a vibrar en mi bolsillo. Llegó un nuevo mensaje.
[Harry Brown: Chris, tiempo sin hablar, ¿cómo estás?]
¿Tenía derecho a quejarme y rechazarlo?
Cuando estaba por mudarme él volvió a mensajearme, se disculpó por haber inventado cosas y me dio el pésame por lo de mi madre. Solté una carcajada cuando lo leí. Con palabras no se arreglaría nada de ese horror que viví, pero de uno u otro modo fue reconfortante, un mero premio de consolación después de perder casi todo. No obstante, ese día me encontraba tan susceptible que lo acepté y le dije que no había problema, que no pasó nada, que estaba bien.
A los pocos segundos recibí otro mensaje suyo:
[Harry Brown: Me enteré de que te mudaste, lograste dejar este pueblo.]
Como si estuviera a punto de darme un clavado a la piscina de Max, tomé una larga bocanada de aire antes de abrir su chat y responderle.
[Yo: Perdón por lo de ayer, estaba en dos sentidos.]
[Yo: Todo tranquilo, como siempre.]
[Yo: Y el Pokémon es una cosa llamada ajolote, rarísimo, ¿verdad?]
Deseé desde mis adentros que después de ese mensaje me dejara en visto. Que se olvidara de mi existencia y me diera por muerto. Así como yo pretendía hacerlo con él y todo lo que me lo recordara.
Cuando iba a guardar de nuevo el móvil, recibí un mensaje de Joshua preguntándome dónde estaba. En lugar de entrar en pánico pensando en qué escribirle, le mandé una foto de lo que tenía enfrente. Con eso bastaría. Me haría el dormido el resto del viaje y el sordo cada vez que me hablara.
Estuve viendo memes un buen rato hasta que sentí como una silueta se posó delante de mí. Levanté el cuello y, a pesar de la sombra, pude reconocer la figura de Joshua. Alto y un poco encorvado. Si yo fuera un animal cualquiera, me habría hecho el muerto, pero por desgracia no era así y solo me senté en el suelo.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, cruzó los brazos y miró hacia abajo.
—La fotosíntesis. —Metí la mano en mi bolsillo y saqué un cigarro junto con el encendedor—. ¿Y tú?
Por la forma en la que movía los dedos y se balanceaba sobre sus talones, supe que estaba tan tenso como yo. Puse el cigarro entre mis labios y lo protegí con una mano para que el aire no apagara el fuego
—Quería hablar contigo...
—Déjalo así —lo interrumpí—. La gente hace muchas tonterías cuando está mal, a mí me causa gracia ahora —repuse, hice un ademán con las manos—. Hagamos de cuenta como que nada sucedió.
Lo mejor era fingir que no importaba. Las situaciones perderían peso y más rápido pasarían, convirtiéndose en recuerdos llenos de telarañas, arrumbados en el umbral de mis memorias.
Era mi forma de lidiar con todo y al menos había servido para mantenerme cuerdo.
Creo.
—Yo olvidé que no sabía nadar y tú me abrazaste porque no tenías idea de qué hacer luego de escuchar todo mi drama —vacilé. Le mostré una amplia sonrisa—. Lo mejor es fingir que no pasó.
Joshua me miró, impaciente. Abrió la boca, quería decir algo, sin embargo, el timbre de mi móvil lo impidió. Lo saqué solo para darme cuenta de que tenía una llamada de mi padre. Sudé frío. Si bien podría evadirla, la sola idea de estar así de mal con él me indisponía. Otra carga encima. Algo más de qué arrepentirme.
—¿Todo bien? —preguntó, interesado.
Negué con la cabeza y saqué el cigarro de mi boca.
—Tengo conflictos más importantes de los que preocuparme, Joshua —sonreí con amargura—. Descubrieron que mentí y estoy metido en un drama. Le dije a mi padre que estaría acá con Hannah, pero hizo de detective y ahora se vienen los reclamos.
—Presta. —Extendió la mano para que le diera mi teléfono—. Puedo sacarle provecho a esto de ser tu profesor.
Le di mi móvil, no esperaba nada bueno y, de hecho, me estaba preparando en silencio para que las cosas empeoraran.
Joshua carraspeó y después aceptó la llamada. Acercó el teléfono a su oreja y escuchó con atención por unos segundos. Metió la mano dentro del bolsillo de su gabardina y miraba a los lados, tal vez buscando la forma de disociarse del regaño. Yo moría de vergüenza. Imaginaba con claridad cada una de las frases de mi padre, reclamos como: «¡Eres un irresponsable!». «¡¿Qué te está pasando?!».
—Soy Joshua Beckett, el profesor de Historia del Arte de Christian —aclaró, su voz se volvió más gruesa, menos adolescente—. Verá, no sé por qué él habrá mentido así, pero quiero decirle que todo está bien. —Silencio. Seguro mi padre se hallaba reclamando de nuevo—. Él no hizo nada malo, vinimos a una exposición de Arte, trajeron desde México algunas obras de Leonora Carrington a Nueva York.
Arqueó una ceja y recargó la espalda en el tronco del árbol que tenía detrás. Mis esperanzas de que el asunto se solucionara incrementaron en un cincuenta por ciento.
—¿Qué fiesta de ayer? —preguntó él, de seguro repitiendo la interrogante que le lanzó mi padre.
«¡Puta madre!».
—El hotel en donde nos quedamos hizo una fiesta anoche —le explicó y después me mostró un gesto triunfal. Lo miré incrédulo, pero en el fondo, aliviado—. Algo ruidosa, no fue nada grave, no dejé que nadie bebiera —se giró hacia mí y nos dedicamos una sonrisa de complicidad—. Christian tiene talento, sería buen artista, hay mucho que pulir, pero ahí está el diamante en bruto. —Abrí los ojos, sorprendido. Observé la silueta de Joshua con la ciudad de Nueva York detrás siendo cubierta por el manto nocturno—. Pienso que quizá le avergonzaba admitir que le apasionan estas cosas y prefirió inventar ese cuento. Ya sabe cómo son los adolescentes. Tengo que colgar, en un rato más iremos de regreso.
Joshua terminó la llamada y después me lanzó el teléfono para que lo atrapara.
—Gracias —dije sincero—. Me ahorraste un montón de problemas.
—Tómalo como compensación por este lío.
Saqué el cigarro de mis labios, lo puse entre los dedos de mi mano derecha y pensé en esa aventura surrealista. No quería repetirla. Era momento de parar.
—Te propongo un tratado de paz —expresé de repente.
Él frunció el entrecejo y me dedicó esa mirada que decía: «Este sujeto raro».
—¿Qué pasa contigo? —me preguntó con molestia—. Todavía de que te ayudé.
—Paz entre ambos mundos —respondí, fastidiado—. Mi mundo y tu mundo. —Me quedé en silencio un rato, esperando respuesta, pero al no tenerla, le dije—: paremos con todo esto y hagamos de cuenta como que nada pasó. —Me estaba involucrando de más con Joshua—. Volvamos a ser profesor y alumno otra vez, solo que llevémoslo en paz. Dejemos de estar peleándonos en clase y de perseguirnos el uno al otro. Por eso, paz entre ambos mundos.
Se quedó pensativo, pero después extendió su mano. Nos dimos un apretón para sellar el tratado. Sentí su palma suave y sus dedos delgados y largos. También noté su sonrisa, genuina y a la vez contrariada. Quise preguntarle por qué tenía esa expresión, pero me lo ahorré, y aquello se quedó como uno de los tantos misterios que envolvían la figura de Joshua Beckett.
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