Capítulo 39: Rosas blancas y lavandas

Cuando hablé con mi padre sobre la idea de conseguirme espacio en una universidad para estudiar artes, pensé que le daría un ataque de rabia y me mandaría a la mierda. Creía que le estaba imponiendo mis deseos egoístas, cuando él se esforzaba en arreglarme y gastaba cientos en un tratamiento. No obstante, solo se quedó callado, mientras Alice dejó a Heather en la carriola y me dio un abrazo.

—¡Al fin! —exclamó, emocionada—. No quería tirar nada de lo que habías hecho porque sabía que servirían para algo.

—¿Qué? —pregunté, obnubilado.

Alice se separó y me dio una palmada en la espalda.

—Cuando estuviste internado y limpié tu cuarto, casi tiro todo lo que habías dejado en cajas y arrancado de las paredes —relató. Volvió a su lugar en el sillón, junto a mi padre, quien seguía impasible—, pero vi que eran buenos y no pude, preferí guardarlos a ver qué podíamos hacer con ellos, y también dejé ese portafolio intacto. —Ella se refería al regalo de Joshua—. Tengo entendido que en algunas universidades piden trabajos viejos.

—Algo así me dijeron —añadí con temor.

Volví a ver a mi padre, pero solo nos observaba como un espectador más, no pude detectar emociones en él o algo que me dijera cuánto me odiaba por ser un egoísta.

—¿Irás a Nueva York? —preguntó Alice. Cargó a Heather y la meció en sus brazos.

—Es muy tarde para buscar sitio en otro lado —resoplé—. Casi todas las universidades están cerrando admisiones y Max es el único que puede ayudarme.

—¿Seguro qué quieres ir a Nueva York? —interrogó mi padre.

—¿Hago mal? —me tiré en el sillón pequeño.

—Para nada —atinó a decir él—, es lo que tú quieres y en lo que eres bueno, pero ¿estás listo?

Desconfiaba de mí y era claro porque lo hacía. La última vez en Nueva York casi muero después de que un degenerado por poco abusó de mí. Los recuerdos volvieron en forma de un golpe. Como si uno de mis viejos compañeros me hubiese tomado de los cabellos, estampado la cara contra la mesa con la suficiente fuerza para hacer que mis gafas se rompieran y mi nariz sangrara.

—Creo que sí. —Tragué saliva—. Estoy mejorando, incluso puedes preguntarle a Keysen, al menos déjame intentarlo —supliqué.

Alice le dio un codazo y él torció la boca.

—¿Cuándo irás para allá? —preguntó, cruzó los brazos y ladeó la cabeza.

—Max me lo dirá, primero quiere averiguar qué oportunidad hay para mí.

—Vale, estaremos al pendiente entonces. —Destensó la postura, Alice movió su mano y la puso encima de la de él—. Pero, si algo sucede, cualquier cosa, no te preocupes. Tomarse un año de descanso no está mal.

Mi madre solía decir que los años sabáticos son un desperdicio de tiempo y que nada más los inútiles que no eran capaces de seguir con sus estudios los tomaban. Yo corría el riesgo de convertirme en aquello que ella despreciaba. Su recuerdo ocupaba mis pensamientos tanto como el fantasma de las manos de Joshua pasándose por mi piel.

Después de la charla me levanté del sillón y me encerré en la habitación. Tiré mi cuerpo sobre la cama y cerré los ojos, dejando que el ventilador del foco me refrescara el rostro. Sentí una vibración en mi bolsillo, saqué el móvil y vi la notificación. Esperaba algún mensaje de mis amigos o de Max, pero lo que encontré fue un aviso del calendario.

«¡¿YA PEDISTE EL REGALO DE MAMÁ?!».

Solté una carcajada, una dolorosa. Se me había olvidado quitar esa función y el móvil seguía recordándome que debía pedir el regalo de cumpleaños de mi madre con una semana de anticipación. Lo puse porque una vez tuve problemas con el envío y no llegó a tiempo, esa ocasión le improvisé algo con el poco dinero que me quedaba y ella hizo como que le gustó el collar de cinco dólares que compré en una tienda de segunda.

Desde niño era costumbre mía darle algo. Primero eran dibujos con crayolas, después alguna manualidad hecha con macarrones, en secundaria le daba flores que cortaba del jardín de la abuela, a los quince le regalé un libro de Sartre, a los dieciséis un estuche para su portátil y a los diecisiete un anillo de plata. La tarde que la sepultaron, esa joya estaba puesta en uno de sus dedos, no lo vi, pero cuando la busqué días después del funeral, la abuela me lo contó.

Puse una almohada en mi cara, no quería soltarme a llorar pensando en el mal hijo que era y en lo mucho que la echaba de menos. Keysen decía que cuanto más reprimiera el dolor de su partida, más se acumularía en la herida, infectándola.

De haber estado ella durante todo el asunto de Nueva York, no se hubiera despegado de mí un solo minuto en el hospital. También le habría hecho un drama a mi padre por no haberme cuidado bien. Se hubiera encargado de la denuncia por intento de abuso. Recibiría su visita diaria durante la hospitalización, y al volver a casa, prepararía la pasta al Pesto que tanto me gustaba.

De hecho, todavía no he probado una pasta al Pesto mejor que la de ella.

«Das asco, ni siquiera eres capaz de ir a dejarle flores al cementerio», me reclamé.

Repasé por mi mente las opciones que tenía. Sería el primer año que no le daría un regalo, la primera vez en dieciocho años que no la felicitaría por su cumpleaños. Incluso, el año anterior, aun estando en el hospital recibiendo el tratamiento, estuve a su lado, viendo Bojack Horseman juntos en la Tablet.

Recuerdo que me dijo entre risas:

—El próximo año vamos de pícnic al lago y cómprame una botella de Whisky.

Sin embargo, eso ya no iba a pasar.

Aunque no fuese mucho y no tuviera sentido —si era realista—, todavía había algo que podía hacer por ese día. Busqué entre mis contactos el número de la abuela y aguardé a que respondiera la llamada. Volvería al pueblo y me armaría de valor para visitar su tumba por primera vez desde el funeral. 

Como querían asegurarse de que no hiciera algo estúpido, mi padre me llevó hasta el punto medio entre el pueblo y la ciudad. Es una parada con un minisúper, casi en la nada, a mitad de un bosque de pinos, neblina y el trinar de los pájaros. Era justo el tipo de lugar que me daba terror, además, era ahí donde mis padres, después de divorciarse, quedaban de verse para «entregarme».

Contadas fueron las veces que lo hicieron, pero aún recuerdo esa primera vez; a mi madre fumando un cigarrillo, esperando el coche de su exmarido y saludándolo con solo una seña una vez llegara. Tengo presente su voz pidiéndome que saliera, el calor de su cuerpo al abrazarme de despedida y la amenaza que le dio a mi padre para que me cuidara bien.

Lo que más me duele de repasar memorias de cuando vivía, es que cada vez voy dándome cuenta de lo mucho que ella me amaba. Aún continúo siendo un enfermo de nostalgia y creo que ese aspecto de mi personalidad nunca se irá.

Esa vez no fue muy diferente a lo que sucedía en mi infancia, solo que la abuela vino por mí en su coche rojo; un modelo de antaño que pertenecía a su difunto esposo. Yo siempre tuve la fantasía masturbatoria de hacerlo correr a toda velocidad por la carretera que atravesaba el bosque.

Hubo una simple seña como saludo entre ambos, algunas súplicas de mi padre para que tuviera cuidado y también la mirada rencorosa de la abuela, burlándose de la ironía. Al parecer, no superaría lo sucedido en Nueva York y no dejaría de señalar a mi padre.

—¿Co-cómo estás? —le pregunté, temeroso. Miraba por la ventana del vehículo al bosque mimetizarse delante de mis ojos, abrí un poco el vidrio para que entrara algo de ese adictivo aroma a humedad—. Perdona si no he llamado es que...

—Christian —me interrumpió—, no hay nada que justificar. Entiendo el motivo por el que no te gusta hacerlo.

—¿Por qué crees que sea? —No la miré, seguía absorto en el paisaje distorsionado. Pasábamos cerca de un lago, ahí donde mi madre quería su pícnic—. ¿Soy mal agradecido?

—Es duro para ti —replicó, seguía ensimismada en el camino—. De hecho, me sorprende que hayas querido venir hoy, pero también me alegra. Te ves mucho mejor que la vez pasada.

Aproveché que íbamos entrando al pueblo y que la velocidad se reducía para voltear a los asientos traseros, había un frondoso ramo con flores de lavanda, algunas blancas y otras pequeñas de color rosa. Las lavandas eran las favoritas de mi madre, la casa se inundaba de ese aroma, ya que era su predilecto.

—¿Está sola? —le pregunté después de incorporarme.

Ella negó.

Antes vivíamos los tres juntos, pero cuando me fui, olvidé por completo el detalle de que la dejaría bajo abandono total en una casa grande. Me sentí culpable por haber pensado solo en mí y mi necesidad de huir.

—Le rento el cuarto a una chica —contestó sin inmutarse—. Está trabajando como consejera en una escuela y en lo que consigue su propio departamento, vive conmigo.

Las casas y lugares que pasaban a través de mis ojos me parecieron ajenas, estuve ahí en numerosas ocasiones, recorrí esos sitios a pie con Harry al menos unas cien veces, pero ya no lo sentía como parte de mi cotidianidad; me volví un turista en el pueblo que me vio crecer.

—Y cuando se marche, ¿qué harás?

—Pondré otra vez el anuncio en Internet, hay aplicaciones para eso según me explicaron.

Estuve a punto de preguntarle desde cuándo sabía publicar ese tipo de cosas en Internet, pero el coche se detuvo. Habíamos llegado al cementerio sin que yo me diera cuenta, me acostumbré en poco tiempo a distancias más grandes, mi lugar de origen me parecía pequeño a extremos ridículos, porque ya había recorrido casi la mitad de Nueva York en metro y mi ciudad completa en autobús.

La abuela fue la primera en bajarse, como siempre, imponente y segura de sí. A pesar de la edad y las canas, se mantiene lo más derecha que puede y todavía maquilla sus labios delgados de carmín. Un tiempo fue la abogada más reconocida del pueblo, llegando a tener más presencia que mi abuelo, que también se dedicaba a la abogacía. Mi madre de ahí escogió su profesión, siguiendo con la tradición familiar. Lo que me convertía a mí en el primero en romperla al elegir la vida de artista Neoyorkino.

Tomé el ramo y la seguí por el camino de piedra de río, este se hallaba enmarcado por frondosos manzanos en línea recta. Era irónico, en ese cementerio el pasto se mantenía en una tonalidad brillosa casi todo el año, los árboles en primavera daban frutos o dejaban crecer flores. Era de los mejores lugares para ver naturaleza, en donde podría sentarme por horas con un caballete a intentar plasmar ese paisaje como si fuera un artista Impresionista.

El viento frío revolvía mis cabellos, sin embargo, el sol brillaba en su punto, evitando que titiritara. Tal vez era la mano de mi madre acariciando mi melena y aupándome en su abrazo cálido, como si tuviera cinco años otra vez. Sacudí la cabeza para sacarme la melancolía y el potencial llanto, no quería un ataque de tristeza, que la abuela le dijera a mi padre que continuaba en las mismas y que él pensara que lo mejor era encerrarme otra vez, cortando mi nueva esperanza de aspirar a la profesión de artista.

Continuamos caminando por el pasto, viendo las tumbas abandonadas y a una que otra persona dejando rosas. Una pareja lloraba desconsolada en una lápida recién puesta, alcancé a ver de soslayo y la fecha de nacimiento de esa persona era igual que la mía. Tragué saliva al imaginar que, de haber sido otra la historia, Alice y mi padre estarían en las mismas. Llorándole a un cuerpo a tres metros bajo tierra, a un joven que todavía tenía años por delante.

Cuando llegamos a la lápida de mi madre, mordí mi labio inferior con fuerza. Dejé el ramo en la piedra y solo tuve el valor de leer hasta donde terminaba su nombre grabado en cincel. Agaché la cabeza y me concentré en un solo punto en el suelo; mis zapatillas se llenaron de tierra y en mi mente me disculpé por no haberlas limpiado.

Ella odiaba que llegara con los zapatos sucios y que me anduviera así por la casa, sin pensar en el esfuerzo que le puso al suelo para dejarlo reluciente.

—Llegas justo a tiempo —escuché decir a la abuela, su tono pasó a uno más afable.

Supe que no me hablaba a mí. Salí del trance y alcé la cabeza para ver a quién se dirigió. Abrí los ojos con impresión cuando vi a un joven de cabellos castaños e iris grises.

Creí que mis medicamentos estaban fallando, que mi situación mental había empeorado al grado de hacerme delirar, ya que Harry se hallaba ahí, saludando a mi abuela con un apretón de manos y sosteniendo un ramo de rosas blancas en la otra.

Tuve el suficiente autocontrol como para evitar salir huyendo en cuanto lo vi y también el necesario para no lanzármele encima a golpearlo, soltando todos mis odios y rencores reprimidos.

Inserte sus sentimientos de odio a Harry aquí.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top