Capítulo 36: Nunca pierdas el origen

Los delitos de Bennet eran serios; emborrachó a un menor de veintiuno para después intentar abusar de él. Y aun así me costaba verme como su víctima y quería engañarme a mí mismo pensando que fue algo anecdótico que me gané por mi cuenta. Similar a cuando corría por el patio siendo un niño, y me caía a sabiendas de que eso pasaría. La abuela siempre me decía que era por idiota y nadie nunca le refutó aquello.

Y eso mismo creía yo.

Que por idiota todos comenzaron a putearme en la escuela. Que por idiota me enamoré de un profesor del que nada sabía. Que por idiota seguí a un potencial abusador. Que por idiota dejé que me emborrachara hasta quedar como un trapo. Y que por idiota acabé internado en el piso cinco de un hospital de Nueva York, en el área de psiquiatría.

Sería solo una semana. De acuerdo con la primera valoración y la entrevista, tenía depresión clínica, estaba dentro de La campana de Cristal, como llegó a llamar Esther Greenwood a su mal. Pertenecía a uno de los colectivos que iba al consultorio de mi padre, al mismo grupo en el que se incluía mi excompañera; Susana Carson.

Los primeros días se dieron así: despertaba temprano para tomar los medicamentos, desayunaba algo no tan nefasto, leía en el salón e iba a llorar con la psicóloga durante una hora. Regresaba a seguir dándome de topes por no comprender el español de García Márquez, daba el momento de la comida y me entretenía quitándole la carne a mi plato. Llegaba la noche, cenaba, seguía maldiciendo el no haber nacido como hispanohablante y me tiraba a dormir para que una enfermera en la madrugada me apuntara con su linterna en la cara.

Lo único que hizo la diferencia fue la terapia de grupo, donde, de haber estado de mejor humor, me hubiera saltado a decir: «Hola, me llamo Christian Miller y yo nunca, nunca, he besado un chico».

No obstante, preferí perderme en mis cavilaciones mientras escuchaba como un joven que tartamudea se quejaba de sus hermanos.

Aun así, con el paso de un par de días, pude soltarme mejor y aprendí tres valiosas lecciones que todavía son relevantes para mí:

1. Los peces beta matan a las criaturas que sean capaces de superarlos en belleza (eso afirmó una chica que tiene una obsesión con los acuarios caseros).

2. Puedo relacionarme más fácil con las personas cuando pierdo el filtro y saco los absurdos que se me ocurren. Eso las hace reír y me toman por un sujeto carismático.

3. Nunca debí dejar de dibujar.

El pequeño grupo de diez con el que estaba coincidió en aquello, así que le pedí a una de mis terapeutas que le dijera a mi padre que, para la próxima visita, me trajera los colores de madera que me compró en Navidad. Como no tenía nada muy interesante que dibujar, intenté trazar el salón de la misma forma en la que me lo enseñó Joshua: partiendo de un punto en el centro y de ahí, lanzar paralelas para cuidar la perspectiva.

Tuve sentimientos encontrados realizando eso, pensaba todo el tiempo en él, pero a la vez, me concentraba en hacer los trazos lo mejor que se pudiera. Al final, solo fui capaz terminar de marcar los puntos de fuga. De acuerdo con la psicóloga, debía seguir intentándolo, porque dibujar era algo mío que yo disfrutaba y que empecé a dejar a partir del acoso. Aunque hacerlo me hiciera pensar en Joshua, yo tenía que plantarme y decirme a mí mismo que a pesar de los estragos que dejó, yo debía continuar haciendo lo que me gustaba.

Hannah vino a visitarme el quinto día de mi estancia, y eso ocasionó que recibiera miradas curiosas del pequeño grupo con el que había logrado congeniar; quise pensar que era porque no se esperaban que tuviera amistades. Digo, durante las sesiones de terapia de grupo solo hablaba de cuán basura me sentía y de la ansiedad que me causaba no estar haciendo algo más que expresar mis sentimientos e intentar leer un libro en español mientras el resto de mis compañeros recibían sus cartas para la universidad.

—¿Quieres ver la cicatriz de la lobotomía que me hicieron? —le pregunté a mi amiga una vez nos acomodamos en los sillones de la sala de visitas.

Ella abrió los ojos con impresión y puso uno de sus dedos en mi frente, misma que se encontraba cubierta por mis cabellos despeinados.

—Tengo el trozo de cerebro en un frasco —continué, fruncí los labios para reprimir la carcajada.

—Vale, pero solo si me dejas subastarlo en Internet —replicó, soltó una leve risa.

—Te imagino anunciándolo como: se vende cerebro de perturbado —bromeé, oculté mi carcajada poniendo una mano en mi boca.

Hannah hizo lo mismo, como sentíamos que no podíamos atacarnos de la risa ahí, hicimos juntos ruidos extraños que provocaron las miradas del resto de las personas de la sala.

—No estás perturbado —bufó, tomó una de las almohadas del sillón y me golpeó el hombro con ella—. Te ves bien.

—Me siento un caos.

—Es tu baja autoestima hablando. —Puso los ojos en blanco—. Karen y yo lamentamos el haber creído que embriagándonos para afrontar los problemas te ayudaría, es nuestra culpa.

Suspiré y miré a mi alrededor, había mesas del lado de la ventana —obvio de plástico—, una familia jugaba cartas mientras reían y en la otra esquina un padre abrazaba a su hija.

—No, para nada —dije al mismo tiempo que colocaba mis manos encima de las suyas—, mi terapeuta dice que no hay que hablar de culpas, sino de responsabilidad. —Sonreí de lado. En realidad, la idea de que todo era culpa mía continuaba ahí, sin embargo, trataba de imponer la otra—. Y fue irresponsable, pero tampoco es como si me hubieran obligado.

Hannah tiró la cabeza encima de mi hombro.

—Te extrañamos —susurró—. Jason se peleó con Luke Potts por haber engañado a su hermana, fue un desastre, le dejaron el ojo morado, y Jason acabó suspendido. Karen se fue a pelear con el director para que también castigaran a Luke y lo logró a base de insistir por tres días.

Me hice la imagen mental de Jason llegando a reclamarle a Luke, después, el empujón a los casilleros y por último cómo acabaron tirados en el suelo. Pensé en lo mucho que me hubiera gustado estar ahí, mínimo para apoyar a Karen o hacer el intento de ayudar a mi amigo con la pelea.

—Voy a arruinar la sorpresa y diré que tenemos planeado recibirte con un pastel vegano que horneara mi mamá y te echaremos confeti encima. —Ella seguía recargada en mi hombro, yo acaricié su nuca.

La propuesta de la abuela regresó a mi cabeza, no quise pensarla ni comentarla con mi psicóloga. Imaginé que de irme nadie me recibiría con esa alegría, es más volverían a molestarme e ignorarme. No obstante, si me quedaba, en cuanto tuviera el pastel en manos, Joshua Beckett se aparecería frente a mí y arruinaría el pequeño progreso que hice.

—No sé si vaya a regresar —musité.

—¿No me digas que te vas a quedar aquí por ocho años como en esa película donde sale Winona Ryder con Angelina Jolie?

Negué.

—Me dan de alta el lunes, pero...—Insuflé—. Tal vez me vaya a vivir con mi abuela, ya sabes, para no ver a ya sabes quién.

Se separó de mí y acomodó sus largos cabellos castaños hacia atrás.

—Entiendo —susurró—, no obstante, si te vas para mí es como si me ofrecieras el poder visitarte cada verano en tu casa de campo —bromeó, pero noté la tristeza en su mirada.

—Claro, los invito a aburrirse en mi pueblo fantasma donde no hay más que hacer que picarse los ojos o ver si aparece algo perturbador a la orilla del río. —Encogí los hombros—. Un amigo y yo nos encontramos una vez un maletín con los documentos de un tal Samuel Devine.

Tenía doce años cuando Harry y yo decidimos ir al río a ver si conseguíamos pescar algo y descubrimos ese maletín, perteneciente a un hombre que fue atleta en la década de los 40.

—Suena tentador —dijo al mismo tiempo que sacaba el móvil para revisar la hora—, Chris... Sabes que a donde quiera que te vayas no podrás deshacerte de nosotros, somos tus sanguijuelas.

—Se equivocan, yo soy su parásito.

—Chris, la única razón por la que Karen y Jason no se encuentran aquí es porque los castigaron por lo de Luke —informó. Guardó el móvil, ya que se supone los prohibieron—. Somos un cuarteto de sanguijuelas.

—A veces me sentía más como una mascota o un huérfano al que adoptaron —me sinceré, eso mismo se lo había dicho a la psicóloga—, pero a veces, no sé si algo es verdad o solo es mi cabeza torturándome.

Hannah volvió a darme con la almohada, su mirada de triste pasó a molesta. Entendía el motivo de su enfado, yo también me enojaba conmigo por seguir pensando de esa manera.

Algo que olvidé mencionar fue que, cuando tragué el primer antidepresivo, me ilusioné con la idea de sentirme mejor conmigo mismo y de dejar de odiarme. De hecho, esperé en el sillón con el libro en manos a que una sonrisa natural se posara en mi rostro, pero lo único que sentí fue una sed enfermiza. De acuerdo con mi padre, no se trataba de tomar una pastilla que por automático me hiciera amarme a mí mismo, sonreír y olvidarme de mis problemas, era más una ayuda para regularme, un incentivo que, junto con la terapia psicológica, me haría cambiar de a poco.

—Es tu ansiedad hablando —resopló—, si nos divertimos más estando solo los cuatro juntos es porque nos agradas y nos haces reír con tanto absurdo que profiere tu boca. Si Karen va a buscarte para contarte sus problemas amorosos es porque confía en ti, y ella confía en ti porque sabe que eres un buen tipo. —Hannah colocó sus manos en mis hombros y me zarandeó—. Eres de las mejores personas que existen, Christian Miller. —Sus ojos verdes comenzaron a cristalizarse—. Y es nimia cualquier cosa que tú decidas, ten por seguro que continuaremos siendo un cuarteto de sanguijuelas y parásitos.

Como también quería llorar, dejé que una lágrima cayera y Hannah me sonrió. Nos abrazamos, conmovidos y patéticos, despertando las miradas estupefactas de los demás internos y visitantes, pero nos importó una mierda, ella estaba tan harta de fingir como yo.

Cuando me dieron de alta todavía no sabía si me quedaría con mi padre, Alice y mi hermana, o si partiría con mi abuela. Según la psicóloga, debía hacer una lista de pesos y contra pesos de cada opción, el problema era que el factor Joshua equivalía a cien contrapesos de quedarme.

Cuando entré a la habitación y vi las paredes vacías, sentí una opresión en el pecho. No obstante, fui yo quien quitó mis dibujos de ahí, en un intento por negar todo lo relacionado con el arte de mi vida; porque Joshua para mí era una de esas obras de arte que tienes que esforzarte por comprender, más allá de la estética de su técnica.

Estaba tal y como llegué el verano pasado; la pared blanca que no pertenecía a nadie, igual a si nunca hubiese vivido ahí y los meses que llevaba no fueron más que parte de mi imaginación. A veces pensaba que tal vez yo era un fantasma, quizá después de la muerte de mi madre me volví algo parecido a la anciana de la casa de Max. Y la persona que tanto aprecian Hannah y los demás, no era sino el extraño de mi espejo, alguien que tomó el lugar de Christian Miller.

Cuando le comenté aquello a mi terapeuta, llegó a la misma conclusión de Keysen. En mi intento por cambiar, acabé desconociéndome, despreciando todo lo que fui y a sobre esforzarme para ser lo que otros querían.

Encontré mi móvil encima del escritorio, por curiosidad piqué el botón de en medio y cerré los ojos de golpe al pensar que vería los mensajes y llamadas perdidas de Joshua. Sin embargo, no había nada. Además, se hallaba al cien. Sonreí al suponer que fue obra de Karen. Se sabía mi contraseña, así que era una posibilidad que se hiciera cargo de bloquear a Joshua de todos lados, para que, cuando tuviera de nuevo el móvil en mi poder, no me causara conflictos.

Abrí los correos electrónicos, no me apetecía estar solo con mi cabeza y quería saber si aquel libro de Murakami que pedí llegó a casa en el tiempo que estuve internado.

Para mi sorpresa, el encargo ya se había entregado y tenía un correo de Arthur Sawyer, el director del instituto y padre de Joshua.

¡Buenos días, conspiranoicos!

¿Cómo creen que sea el reencuentro entre Chris y Joshua?

Quedan solo 10 capítulos para el final. 


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