Capítulo 35: Una decisión que cambia todo

Cuando desperté, lo único que tenía claro era el sonido de esa máquina que mide los latidos cardíacos. Ese estúpido y perenne ruido que todavía tengo dentro de la cabeza. Todo era blanco y borroso, me sentía endeble, ajeno a este mundo terrenal, y llegué a la conclusión rápida de que me habían engañado con respecto a la forma en la que se veía el infierno.

Una silueta se paró delante de mí y gritó algo con emoción; su voz me parecía conocida, pero no supe que se trataba de mi padre hasta que él me lo contó días después.

La silueta se alejó y no tardaron en llegar más. No sé qué pasó con total exactitud, solo mencionaron palabras que no entendí, se acercaron a revisarme, a comprobar que mis signos vitales estuviesen bien y a verificar que, en efecto, había recuperado la consciencia. Quise hablar, sin embargo, no podía, tenía la boca llena de algo que me impedía hacerlo y la mente confundida, como cuando después de haber dormido de más, por fin te dignas a abrir los ojos.

Y en realidad algo así fue lo que pasó conmigo; estuve inconsciente casi tres días en esa cama de hospital, con los doctores a la espera de que despertara.

Nunca llegué al puente de Brooklyn. Todo se trató de un delirio producto de la cantidad de alcohol que bebí los últimos días —misma que también me causó esa congestión grave—. Tras huir de Bennet, me quedé en una calle cualquiera y perdí el conocimiento. Fue Max el que me encontró minutos después, porque para mi suerte, había ido a buscarme al bar en donde le dijimos que estaríamos, al ver que no regresaba. Él intentó hacer que reaccionara y como no lo consiguió, llamó a emergencias.

Era una total ironía, yo quería llegar al puente de Brooklyn para saltar y por fin acabar con mi vida, y aunque no estuve ni cerca de ese punto, sí conseguí llegar a terapia intensiva y ponerme en riesgo de muerte. De no haber sido por Max, habría perecido por la falla respiratoria que causó el exceso de alcohol.

Mis emociones se pausaron, no sentía nada más que confusión y al parecer mi padre lo sabía. En lugar de regañarme por escapar a Nueva York, abandonar el móvil en casa de Karen y emborracharme con un potencial abusador, se limitó a tomar mi mano y acariciar mis cabellos como cuando era un niño. Yo tenía los ojos bien cerrados, no dormía, pero la boca no me daba para decir algo y mi cabeza tampoco procesaba información.

Los medicamentos no tardaron en hacer lo suyo y caí dormido otra vez. No soñé nada. Tenía en la cabeza algo muy parecido a una televisión descompuesta. Desperté horas después gracias a los doctores que hacían su chequeo de rutina. Con la poca fuerza que poseía alcé las manos y las miré para comprobarme que estaba en el mundo terrenal y no en el de una alucinación.

Noté que tenía moretones en las muñecas, hice una mueca y me asqueé al pensar que quizá las había dejado Bennet. Mi estado mental me hizo llegar al nivel de ser incapaz de enterarme. Los doctores, al notar que me encontraba más lúcido, hicieron algunas pruebas de rutina para comprobar que todo dentro de mi cabeza estuviese bien.

Fueron dinámicas simples; seguir patrones, reconocer objetos, ejercicios de coordinación con las manos y, por último, algunas preguntas sencillas: ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿En dónde vives? ¿Quiénes son tus padres? ¿Qué estabas haciendo?

A lo último no supe cómo responder. Aunque sabía la respuesta, pensé en lo desertado que sería decirles a los doctores: «Quería llegar al puente de Brooklyn para suicidarme».

Y ya ni siquiera sabía si aún deseaba concretar aquel plan.

—Lo siento. —Fue lo primero que dije una vez vi a mi padre entrar a la habitación.

Él tenía prominentes ojeras, el rostro demacrado y los ojos hinchados, quizá de tanto llorar. Fijó su atención en mí y oculté la cara debajo de la sábana blanca por pena.

—Perdóname tú a mí —susurró, avergonzado—. Mi trabajo era ponerte más atención.

—Se supone ya debería saber cómo cuidarme solo —dije con la voz hecha un hilo—, pero volví a cagarla, soy un idiota.

—Y yo también —vaciló con una sonrisa amarga.

Tomó mi mano, ya no era la de un niño que se agarraba a su padre para no perderse y aun así lo sentí igual. El momento se perturbó cuando enfocó su atención en los moretones que tenía, también pasó sus ojos por mis clavículas. Aunque no había querido verlas, supe que ahí estaban los cardenales que me dejó Bennet.

—Ignora eso —mencioné al instante.

—Chris, no me mientas, ¿quién fue?

Enmudecí y negué.

—Max me contó del tipo con el que te fuiste —se respondió a sí mismo—, ¿tú quisiste que hiciera eso?

—Yo elegí irme con él —contesté, nervioso—. Fue culpa mía.

—Chris... —Soltó mi mano, se acomodó en el banco de al lado y recargó los brazos en la cama—. Deja de culparte.

—Es la verdad. —Intenté sentarme apoyando los codos, pero no pude—. Yo acepté todo.

—Supe que estabas en Nueva York porque alguien me avisó —prosiguió—, fue Josh.

Oculté por completo mi cara con las sábanas, otra vez, el peso del malestar emocional me golpeaba.

—Nos dijo que estabas mal, que tenías una crisis y que tú querías... —Él hizo una pausa—. Acabar con todo. —Volvió a tomar mi mano—. Cuando llegamos, no tardó en llamarme Max para decirme dónde estabas.

—Josh es un cínico —espeté—, me rompe en mil pedazos y después se las quiere dar de mi salvador.

—No te alteres, Chris. Todavía sigues débil.

—Siempre lo he sido —resoplé, me quedé callado un rato y giré la cabeza para mirar a la ventana—. ¿Qué harías si yo dejara de existir? —escupí, harto de todo. Mis emociones volvieron a funcionar y mis ojos a escocerse.

—No digas eso —regañó. Tal vez, haciéndose el fuerte—. No me lo planteo porque no va a pasar.

—¿Tengo una vida que merece vivirse? —Algunas gotas comenzaron a caer de mis ojos.

Él agachó la cabeza, me soltó y cubrió su rostro con ambas manos. Supuse que lo hizo para reprimir las ganas de sollozar conmigo.

—Josh me dejó —musité, seguía llorando, pero no eran las lágrimas agresivas de siempre—, más bien, entendí que no era lo que yo creía. Y con eso comprendí que en serio yo no tengo ningún valor.

—Chris —mencionó mi padre, se mantuvo fuerte, aunque vi sus ojos cristalizarse. Me pregunté a cuántos chicos de mi edad había escuchado decir cosas peores en su trabajo—, por supuesto que tienes valor. Para mí, para Alice, para tu hermana y para tus amigos. Tú vales mucho.

Era un mal agradecido, en número más a la lista de razones por las cuales detestarme.

—Tampoco para el que hizo esto yo valía algo —dije mirando a mis muñecas.

—Eso fue un intento de abuso —expresó con rencor.

—Una parte de mí, la más perturbada, quería que lo hiciera.

Dio un respingo y creo encajó las piezas del rompecabezas de mi mente. Apretó el tabique de su nariz y meditó un rato.

—Estás peor de lo que creía.

—¿Me vas a encerrar en un manicomio? —Sonreí con amargura, necesitaba un comentario fuera de lugar para destensar el ambiente.

—Tal vez, y algo de electroshock tampoco te haría mal —bromeó, se le notaba el esfuerzo por mantener la compostura—. Luego hablaremos de eso, ¿vale?

Max me regañó por no escucharlo, pero también me dijo que se alegró de haberme encontrado a tiempo. No lo expresó de forma sardónica, más bien con plena transparencia, noté su culpabilidad y quise decirle que en realidad todo recaía sobre mí.

—Deberías dejar de hablar conmigo —dijo con voz trémula—, casi siempre te pones en riesgos.

—Soy un imán de accidentes —vacilé—, relájate.

—Chris, esto es serio —suspiró—, ya veré la forma en la que te lo compenso. —Hizo un ademán con la mano, intentando recuperar su animosidad.

Yo no quería eso. En realidad, no sabía qué deseaba y aunque trataba de mostrarme lo más afable que pudiese, algo en mí seguía incomodándome. Si bien ya no estaba a mitad de una crisis, el malestar emocional continuaba y tenía la sensación de que nada sería igual.

Y aquella corazonada pasó a convertirse en un hecho cuando mi abuela llegó de visita.

Ella se apareció en la habitación mientras Alice me cuidaba. Ambos sentimos la tensión; por un lado, era la madre de la exesposa de su marido, y por el otro, yo estaba delante de la persona que evadí desde que me mudé con mi padre.

—¿Cómo sigues, Christian? —preguntó con frialdad.

No quería verla, porque el valor no me daba, tampoco deseaba hablarle, ya que soltaría una perorata de disculpas. Yo esperaba que mi abuela se olvidase de mí y que me diera por muerto.

—Christian, te hice una pregunta —insistió. Así era ella, estricta y exigente, me mantenía a raya cuando cuidábamos a mi madre, nunca me permitió mostrar debilidad—. ¿Cómo sigues?

—No lo presione —agregó Alice—, apenas se está recuperando, pero avanza bien según los doctores, en unos días quizá ya pueda volver a casa.

La abuela resopló, cruzó los brazos y se sentó en el sillón que se encontraba delante de la cama.

—¿Desde cuándo bebes, Christian? —preguntó, severa.

—No tiene mucho, por eso me excedí, porque no conocía mis límites —respondí con la voz hecha un hilo, bajé la cabeza y aferré las manos a la sábana—. Soy un idiota.

—No digas eso —corrigió Alice—. Nada es tu culpa.

—Te vas a vivir con tu padre y en menos de un año casi te mueres —expresó, fastidiada. Mordí mi labio inferior—. ¿No crees que deberías volver?

Tragué saliva.

Si bien sería una forma de librarme de Joshua y ayudarme a olvidarlo, también regresaría a ser aquella persona que todos odiaban; volvería a ser maltratado y golpeado como rutina. No lo soportaría, pero tampoco me creía capaz de aguantar estar delante de Joshua sin quebrarme o volver a tener otra crisis.

—Cuando vivía allá lo acosaban —respondió Alice por mí—, por eso él quiso venir con nosotros.

—¿Es verdad eso? —me interrogó la abuela.

Asentí, mi boca no daba para hablar. Nada me avergonzaba más que el hecho de que ella supiese lo que en realidad pasaba conmigo. Jamás se lo conté, porque no quería estorbarle.

Justo en ese momento, la puerta se abrió, dejando ver a mi padre. Él dio un sobresalto al ver a su exsuegra. Yo volví a agacharme, no me encontraba listo para escucharlos discutir sobre lo que yo debía hacer con mi vida.

—Le estaba preguntando a Christian si quería regresar conmigo —comentó la abuela, se levantó del sillón y se acercó a donde yo yacía.

Sentí su mano acariciar mi cabeza y aquello acrecentó la ansiedad que tenía por la decisión que debía tomar.

—Amanda —la llamó mi padre, carraspeó para aclararse la garganta—, Chris no está nada bien. Pasó episodios muy bruscos cuando vivía contigo y acá también. —La abuela le dedicó un gesto hostil. Encontró la ironía en el hecho de que un respetable psiquiatra, enfocado en adolescentes y niños, tuviera un hijo con mis problemas—. Es seguro que tendrá que empezar un tratamiento farmacológico y quizá pasar unos días en el área de psiquiatría.

Abrí los ojos con impresión, no creía que lo del manicomio fuera en serio.

—¿Y la escuela? —les pregunté a todos—. No puedo faltar más días, estoy en último año.

—De eso no te preocupes, yo lo arreglaré —respondió mi padre con seguridad, sentí sus manos ponerse en mis hombros—, preocúpate en estar bien.

—Los exámenes y eso podrán reponerse después —completó Alice.

—¿Y cuándo lo den de alta? —se adelantó a preguntar la abuela—. Christian, ¿vendrás conmigo o te quedarás?

La duda continuaba atormentándome, era una decisión compleja que cambiaría el rumbo que tomaría mi vida.

—No lo sé —resoplé, alcé la cabeza y los miré a todos con los ojos cristalizados—, pero es un hecho que nada será igual para mí, ¿verdad?

Mi padre asintió. Era lo obvio, se esforzaría en que así fuera, aun si eso implicaba volver a vivir lejos del otro y de nuevo poner esa barrera que durante años nos mantuvo como dos extraños.

¡Hola, conspiranoicos!

#ProtejanAChris

Si fueran el vegano conspiranoico, ¿se quedarían para plantarle cara a Joshua o volverían al pueblo donde fueron acosados?

Quedan solo 11 capítulos más.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top