Capítulo 31: El colado de la familia

Joshua dejó de estar más cerca de los veinte que de los treinta a finales de abril porque había llegado su cumpleaños número veintiséis.

El tiempo avanzó rápido, cuando miraba hacia atrás, parecía que todo lo nuestro empezó solo semanas antes, y en realidad pasaron más de siete meses desde que él se presentó por primera vez a darnos clases.

La doctora Keysen suele decirme que me la vivo divagando demasiado en tiempos pasados. Le creo y estoy de acuerdo en que a veces el futuro me causa tal terror que prefiero mirar atrás; mirar atrás y darme cuenta de que pude haber gozado más ciertas cosas, mirar atrás y enterarme de lo idiota que fui la mayoría de las veces, mirar atrás y entristecerme porque no puedo regresar el tiempo.

Desde la fiesta de Hannah comencé a asistir a terapia de forma regular, una vez a la semana cada jueves por la tarde. Justo el día en el que salía una hora antes de clases e iba a ver a mi novio a su departamento. Tuve que modificar esa parte de lo que era mi rutina, situación que no le gustó, pero no me recriminó.

Le dije a Joshua que cambiaría las sesiones para más tarde o que lo haría con menor asiduidad, sin embargo, se negó. Recuerdo que sus palabras exactas fueron:

—Ya deja de joder, vete a terapia.

Resignado, continué yendo a las sesiones de una hora. Mismas en las que descubrí que necesitaba pasar más tiempo con mi familia, replantearme mi relación —todavía no le soltaba que era mi maestro—, y buscar apoyo psiquiátrico, ya que era probable que necesitara tomar medicinas para mejorar mi ánimo y ansiedad.

Me negué a todas menos a la primera.

No me sentía tan mal, no al grado de necesitar medicinas. Como le dije a Joshua, pensaba que había gente en peores condiciones. Yo todavía podía tener amigos, ir de fiesta y salir de casa sin problemas. En cuanto a lo de replantearme mi relación, ni siquiera lo dudé. Le expliqué a Keysen que Joshua me había hecho más bien que mal, que estuvo para mí y que gracias a él la estaba viendo a ella.

Mis decisiones no le agradaron mucho, pero por su profesionalismo lo dejó como algo privado, y que trabajaríamos en otras sesiones. Ese día solo me dio la tarjeta de un psiquiatra —mandarme con mi propio padre y que él me medicara era un error—, para que en caso de que lo sintiera necesario, fuera a verlo.

Guardé la tarjeta en mi bolsillo y en cuanto pasé por un bote de basura la tiré. Nadie debía encontrarla. Si mi padre o Alice la veían, insistirían hasta que aceptara engullirme tres tipos de pastillas al día, o si Joshua lo sabía, me llevaría por la fuerza. Era mejor que yo solo sujetase las riendas sobre aquello.

Luego de salir del hospital, caminé un par de cuadras para llegar a la pastelería. Era el cumpleaños de Joshua y debía compensar los días que no habíamos podido vernos. Le compré una torta de zanahoria, pequeña y con betún de vainilla, se supone solo seríamos nosotros dos. Ya le había mentido a mi padre desde antes de ir a clases con que me quedaría a dormir en casa de Jason. Pasaría la noche entera con Joshua y la sola idea me hacía sentir como una colegiala hormonal.

Tenía una caja de pastel en manos que debía cuidar más que a mí mismo, prefería que la gente chocara conmigo o me empujara, antes de que golpearan al pastel. Si tomaba un autobús era posible que tuviera que ir de pie, y si usaba un taxi, me saldría más caro. De modo que opté por caminar casi medio kilómetro con una caja de pastel.

Cuando llegué a su puerta, la golpeé con el pie, estuve a punto de hacerlo con mi propia cabeza, pero solo mataría más de mis ya escasas neuronas. Me maldije por no ser Hannah, quien podía tocar el timbre con el pie como si fuera lo más normal del mundo.

—¡¿Eres sordo?! —grité cuando me empecé a desesperar.

Aguardé unos segundos hasta que la puerta se abriera, pero en lugar de ser Joshua, fue el director de la escuela, Arthur Sawyer.

Ahí estaba él, con su barriga, el cabello cubierto de canas y los ojos del mismo azul que Joshua. No usaba el traje de siempre, con su ya clásica corbata roja y saco negro; vestía de la misma forma que el papá de Harry cuando era domingo: pantalones deportivos y camiseta holgada.

Debía agradecer que no se le marcaran las tetas como al progenitor de Harry.

En ese momento me hubiese gustado que uno de los vecinos de Joshua enloqueciera, me interceptara por detrás, colocara la navaja de un enorme cuchillo de carne en mi garganta e hiciera un corte ahí, causándome una hemorragia, y tras esto un desmayo y quizá la muerte.

—¿Christian? —preguntó él, también se encontraba ansioso—. ¿Qué haces aquí? —Noté su mirada sobre mí, me estaba analizando como si fuese un espectro.

Sonreí, nervioso. No debí haber llevado las gafas, quizás estaba pensando en Charly.

—P-perdón —dije con la voz temblorosa—, e-es q-que yo-yo creí que Jos... —me detuve antes de cagarla por segunda vez—. Que el señor Beckett estaría hoy.

Se supone nadie sabía que nuestro apreciado director tenía un hijo que trabajaba como maestro en la misma institución. Yo también lo había atrapado. Hice un ejercicio de respiración, mordí mi labio inferior y pensé bien mi próximo movimiento.

—¿Qué sucedió? —preguntó Joshua a lo lejos.

Escuché sus pasos y vi, como detrás de su padre, su cabello rizado se asomaba. Ese sería uno de los momentos más incómodos que ambos tuviésemos que enfrentar.

—¿Chris? —interrogó él una vez me vio.

Se hizo un espacio en la entrada, junto a su padre. Arthur retrocedió, ya que ambos no cabían. Joshua se quedó pensativo, era obvio que se exasperó por el penoso encuentro. Aquello me hizo sentir como un imprudente y me insulté un par de veces, rompiendo con mi récord de medio día sin ofenderme a mí mismo.

—¡Feliz cumpleaños! —exclamé, avergonzado. Escondí la cara detrás del pastel.

Joshua tomó la caja, se encontraba extrañado y nervioso. Tampoco sabía qué hacer, ninguno tenía idea de cuál era la reacción inteligente.

—Mira, soy el maestro favorito de alguien —le explicó Joshua a su padre con media sonrisa.

—Sí, me ha apoyado bastante con los bocetos del mural —seguí con la mentira. Me saqué las gafas y las limpié con la camiseta.

—Es una de las cosas más satisfactorias de la docencia —completó Arthur, metió una mano al bolsillo—. Te lo dije —miró a su hijo—, un buen maestro deja marcas en sus alumnos.

«Como las de los cardenales en mi cuello y mis arañazos en la espalda de Joshua», respondí en silencio.

—Bueno, yo tengo que irme a hacer cosas —dije mientras señalaba hacia atrás.

Di un par de pasos de espaldas antes de voltearme.

Tenía ganas de ir a destruirme el hígado con Vodka en el cuarto de Karen. Ella se quejaría de Luke. Jason diría que soy una mala influencia para su hermanita, no obstante, se uniría a nosotros a contarnos que Miranda es maravillosa y él no llega a su altura por ser un total desastre.

—¿Por qué no te quedas a partir el pastel? —me preguntó Arthur.

¿Por qué no me apuñalaban la yugular?

—Soy vegano, no tomo ese tipo de pastel —respondí sin voltear, cerré los ojos y tensé la mandíbula—. Gracias.

—Acá en la caja dice que lo compraste en la tienda vegana a la que siempre vas —añadió Joshua.

Quería que me quedara, por alguna razón deseaba que compartiéramos ese momento. Sospeché que fue porque no le apetecía mantenerse solo con su padre; yo sería el invitado con el que no se podían debatir asuntos de familia. Fue un método sucio para ahorrarse una charla incómoda y privada.

Me volteé y solté una carcajada de nervios, haciendo parecer mi negativa una simple broma. Ellos me miraron como si fuera un loco; Joshua para fingir que desconocía el hecho de que soy raro a morir, y Arthur porque en serio le parecí extraño.

Entramos los tres al departamento, que para mi sorpresa se encontraba en óptimas condiciones, nada de ropa tirada o envolturas de comida. Las cajas estaban bien estibadas en una esquina, el comedor limpio sin platos sucios encima, la tele y la consola de videojuegos sin polvo y la pizarra del fondo sin nuestros dibujos. Ya no se sentía como el del Joshua que conocía. Quizás así era cuando él estaba con Lisa en Nueva York. Con ella sacaba lo mejor de sí, conmigo solo el desastre que en verdad era.

Me senté en el comedor con toda confianza, el director se acomodó enfrente de mí y Joshua fue a la cocina por platos. Estuve en silencio buen rato, jugando con mis dedos y mirando a la madera barnizada. Ya ni siquiera estaban mis manchas de chocolate.

—¿Qué harás cuando te gradúes? —me preguntó el director.

No habíamos tocado ese tema en casa. Cada que lo quería sacar, mi padre decía que luego me preocupara por eso. Lo hacía porque no deseaba que me desanimara pensando en que era un fracaso, sin embargo, eso no era necesario, yo continuaba creyendo que así era.

—Tal vez un año sabático —repliqué.

—Si él entró a la universidad, tú también puedes —respondió Arthur, señalando a la cocina, su voz era despectiva—. Era de los mejores arquitectos.

—Vale —resoplé. No me gustó su forma de hablar, necesitaba devolvérsela—. ¿Qué es usted del señor Beckett?

—Su padrino —mintió—. Es el hijo de una amiga en Inglaterra.

Joshua estaba detrás de nosotros con los platos en la mano, me observó con fastidio. Se sentó junto a su padre, y a mí me dejaron en el otro lado de la mesa, como el extraño invasor que era.

Esa fue la primera vez en mucho tiempo que dejé de sentir ese departamento igual a un hogar.

—¿Has hablado con Estella? —le preguntó Arthur.

Me estaba sirviendo pastel por mi cuenta, fue una rebanada más grande de la que yo me hubiese podido acabar, pero me había acostumbrado a que Joshua tomase de mi comida sin pedírmelo.

—Por videollamada —replicó con frialdad. Él agarró un plato, me arrebató la pala y se sirvió un trozo pequeño—. Le diría que viniera, pero detesta los vuelos.

—Tu madre también odia a los estadounidenses —vaciló Arthur. Sin preguntar, tomó el plato de su hijo y empezó a engullir de ahí.

Por instinto me paré de mi silla a servirle a Joshua una porción como la que él se acostumbró o a ingerir. Me la recibió, agradecido, y por suerte su padre no le prestó mucha atención a mi gesto.

—Deberías ir a verla —le sugirió a su hijo—. ¿Cuántos años llevas sin ir para allá?

—Unos tres. —Joshua metió la cuchara llena de betún a su boca—. Si todo va bien, la veré más de lo que ella quisiera.

—¿Al fin decidiste aceptar el trabajo en Londres? —preguntó, se estiró para tomar una servilleta y limpiar el betún de su boca.

Abrí los ojos por la impresión, no sabía nada de eso. Me había traicionado. Una cosa era que dejara de trabajar en el instituto, otra que se cambiara de vuelta a Nueva York, y una muy distinta que se fuera del continente para volver a su país.

—No podía rechazar tal oferta. —Encogió los hombros—. Todavía falta que me den el contrato a firmar.

—Felicidades, señor Beckett —mencioné con un falso entusiasmo—. ¿Cuándo se iría? —lo miré a los ojos, quería ejercer presión.

—Les pediré que me dejen terminar este curso —respondió al instante.

¿En serio yo conocía a Joshua? No lo sé. No tenía una noción de su familia, de sus medias hermanas y de su vida en Inglaterra más allá de lo de Charly.

—Hay muchas ventajas si te vas a Londres —continuó Arthur. Insistía demasiado en mandar a Joshua lejos, tal vez por miedo a que alguien se enterase—, irás a visitar de nuevo a tu amigo ese... ¿Cómo se llamaba?

—¿Charly? —respondí yo. Me dejó estupefacto el que su padre no supiera que en realidad él murió, causando una herida todavía infectada en Joshua.

Ambos me observaron con atención.

Solté la cuchara, dejé el plato a medio a acabar y me levanté de la silla, lo hice todo con tal celeridad que no le permití hablar a nadie. Me despedí con una seña y escapé. Bajé las escaleras corriendo, escuché unos pasos detrás de mí, pero no les tomé importancia. No hasta que una mano se posó en la base de mi hombro.

Reconocería esos dedos en cualquier lugar del mundo. Incluso, si ahora volvieran a tocarme y yo estuviera ciego, sabría a quién le pertenecen.

Joshua estaba detrás de mí, tenía la respiración agitada.

—Perdón —dije con voz trémula—, soy un estúpido y la cagué.

—Lo hiciste mejor que Charly cuando lo conoció —vaciló, me jalo hacia él y después abrazó mi cuerpo por detrás—. Casi le suelta lo que por poco hicimos cuando se quedó a dormir en la casa —habló con una nostalgia impresionante, era la misma de cada que lo mencionaba—. Lo que dijiste tú no se compara.

Ya lo sabía, Joshua me amaba, pero no igual a él, nunca como a él. Charly quizá fue ese gran amor de película adolescente, ese que tuvo un final trágico. Yo sería algo así como el tipo cualquiera del que se enamora en el spin-off que nadie quiere ver.

—Te vas a ir —musité—, y odiarás a los estadounidenses. —No iba a zafarme por mi cuenta, por el contrario, me sentía cómodo en sus brazos, pero también quería que él me soltara y me tirara por las escaleras.

—Nos vamos a ir y odiaremos a los estadounidenses —me corrigió.

—¿Estás drogado?

Negó.

—¿Vendrías a Londres conmigo? —susurró a mi oído—. No quería pedírtelo hasta que estuviera seguro.

Como varias veces antes, mi cerebro entró en corto circuito.

Y cuando eso pasa, mi respuesta a todo se vuelve «sí».

¡Hola, conspiranoicos!

Volvimos un poco a los comentarios extraños de Chris y sus pensamientos no TAN deprimentes. 

¿Creen que haga bien en irse del continente con Joshua?

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