Capítulo 3: El ave que caza el felino

Veía a mi padre y a su esposa como seres tan idílicos que casi podía jurar que eran un par de actores, de esos que salen en comerciales sobre cereal con fibra o leche baja en grasa. Ya saben, ambos risueños, fotogénicos, profesionistas exitosos y en espera de su primera hija.

¿Y yo? Yo no sería más que el que les traía botellas de agua o el que desmantelaba los equipos una vez la grabación terminase, y era también el que se quedaba a barrer hasta altas horas de la madrugada, con la única compañía de las cucarachas del estudio.

A pesar de los casi cinco meses que llevaba viviendo con ellos, continuaba sintiéndome como un extranjero en su casa. Un invitado más que solo estaría de paso, que pronto se marcharía y dejaría de invadir su privacidad.

Tanta perfección en un cuadro me provocaba náuseas, era incluso enfermizo. Ya no disfrutaba mi pan con mermelada y mi taza de café. Pensé en levantarme, ir a la habitación que me habían dado e ir por mi libro de La campana de cristal para continuar con las desilusiones de Esther Greenwood en Nueva York, pero no deseaba ser cínico. Por eso mejor saqué el móvil y me puse a perder el tiempo viendo memes.

El perfil era reciente. Había dado de baja mi antigua cuenta para evitar que el acoso continuase por ahí. Además, no me apetecía conservar recuerdos de esa época. La única persona que todavía tenía agregada era mi viejo mejor amigo Harry. Lo curioso es que fue él quien difundió el rumor que empezó mi calvario. Quizá la gente en mi antiguo instituto tenía razón: carecía de dignidad.

Le di u trago a mi café y revisé las notificaciones, la mayoría eran de reacciones a mi foto de perfil. En ella salía Hannah junto al extraño del espejo, los dos abrazados y sonriendo. Había más de cien reacciones y unos treinta comentarios que no sabía cómo responder. Antes, cuando todo estaba bien, solo recibía notificaciones de reacciones en mis memes.

—Chris —me llamó mi padre por primera vez en todo el desayuno, su tono era tímido e inseguro. La combinación perfecta entre temor y pereza.

Bajé el móvil y lo miré de frente.

—¿Quieres que te lleve a la escuela? —preguntó él, su expresión se parecía a la de alguien que acababa de soltar una bomba—. Hoy puedo llegar un poco tarde al hospital.

Mi padre era un respetable psiquiatra cuya especialidad eran los adolescentes y los niños. Irónico ¿no? Se dedicaba a escuchar y ayudar a otros, pero después del divorcio se desentendió de mis líos hasta que mi madre se encontraba dando sus últimos suspiros.

Negué con la cabeza y metí el resto del pan a mi boca, casi atragantándome. Necesitaba un pretexto para no responder al instante e inventar, en ese lapso, una historia que me zafara de pasar veinte insufribles minutos de silencio incómodo a su lado.

—Jason está estrenando su permiso y su papá le prestó el coche —dije tras tragar. Tomé la taza de café y me la empiné—. De hecho, acaba de mandarme un mensaje diciéndome que ya está en la esquina —mentí y después señalé a la puerta.

Mi padre hizo un gesto que no pude interpretar, tal vez decepción o alivio.

Limpié mi boca con la manga de la chaqueta y me levanté de la silla, procurando hacer el menor ruido posible. Caminé hasta la salida mientras me despedía con una seña. Tomé mi mochila del perchero al lado de la puerta y al marcharme la empujé con la espalda. Como se pueden imaginar, Jason no estaba en la esquina aguardando por mí en el coche de su padre, sino en la parada de autobuses, esperando junto con Karen a que llegara el nuestro.

Les hice una seña a lo lejos, fría y desinteresada. Jason agitó la mano con un tanto más de emoción y su hermana casi saltó al verme. No tenía algo especial conmigo, ella era así con todos, saludaba así hasta a los desconocidos, lo que me desconcertaba.

—¿Qué tal les fue limpiando el vómito? —pregunté, alcé una ceja y miré a la calle.

—¡Estuvimos recogiendo hasta las nueve! —se quejó Jason—. La próxima vez que sea en tu casa. —Giró la cabeza para mirarme de forma sugestiva.

—No sería mala idea —agregó Karen, su voz era chillona, por llamada parecía que hablabas con una niñita—. Creo que tu casa es más grande.

Por mí hubiera estado bien que hicieran el desastre que quisieran en mi hogar; que tiraran todas las cortinas, rompieran los vidrios, vomitaran en el patio, fornicaran en el salón y fumaran porros en el jardín. El problema era que yo no tenía una casa. Era solo un invitado que estaba de paso en donde mi progenitor.

El autobús llegó al poco rato, lo que me salvó de explicarles por qué no podían hacer la fiesta en la morada de mi padre y su esposa. Pagamos la cuota y caminamos los tres hasta la parte trasera. Los autobuses solían ir vacíos a esa hora, nada más unos cuantos preferían pagar que caminar de más. En nuestro recorrido encontramos a una secretaria maquillándose, un oficinista dormido y a un joven de cabellos rizados revisando el móvil. Cuando caminé a su lado, me di cuenta de que se trataba de Joshua Beckett.

Aceleré el paso, empujando a Jason por la espalda. Era un absurdo, lo sabía, pero creía que tenía algo en la cara que delataría el hecho de que ayer le tomé un par de fotos en las que salía con su amante.

Karen se acomodó entre Jason y yo, puso su bolso en sus piernas y sacó el móvil. Sin embargo, dirigió su mirada a nuestro maestro.

—No esperaba que viviera por aquí —comentó mi amigo en un susurro—. Es la primera vez que nos lo encontramos.

—Ver profesores en un lugar ajeno a la escuela me parece surrealista. —Enfoqué mi atención en la ventana para que no se notara que la presencia de Beckett me causaba algo.

—A mí no me molesta —agregó Karen—. Es de los tipos más atractivos del instituto. —Encogió los hombros—. Encontré su perfil el otro día y se ve cómo alguien interesante.

Jason le dedicó a su hermana una mirada de estupor.

—¿Tienes su Facebook? —le pregunté, sorprendido.

—Me salió en sugerencias —se justificó—. Y ya sabes, me puse a ver.

Jason movió la cabeza, mostrando lo mucho que desaprobaba que su melliza pasara la tarde revisando perfiles de hombres atractivos que la superan en edad por más de ocho años.

—¿Puedo ver? —inquirí sin pensarlo mucho.

—A este paso Hannah, Karen y tú, van a terminar montando un grupo de estudio dedicado a Joshua Beckett —dijo Jason con claro fastidio—. Y van a descubrir que, en efecto, vende drogas.

«Y que le gustan los hombres», completé en mi mente.

Cuando estuve a punto de retractarme, Karen ya me había puesto el móvil en la mano con el perfil del profesor. Pude devolverlo, pero por alguna razón no lo hice, todo lo contrario, me puse a revisar.

La descripción decía que venía de Inglaterra, pero que estudió en una universidad neoyorquina. Tal vez eso explicaba su nombre de ritmo europeo. En su foto de perfil aparecía junto a una pareja de su edad y, lo que deduje, era su hijo pequeño, los cuatro se hallaban posando con el Big Ben como fondo. Mientras, en su imagen de portada, había una suya en El puente de Brooklyn.

En las fotos sonreía con plenitud, ni siquiera parecía el amargado que nos daba Historia del Arte. Bajé el móvil, estiré el cuello lo más discreto que pude y miré de refilón hacia donde se encontraba Beckett. Él apoyaba la cabeza en el vidrio; tenía despeinados los cabellos rizados y aun sin verle el rostro, podía descifrar su expresión de hartazgo. 

Beckett, en lugar de volver a su actitud del profesor amargado, prefirió ponernos un documental sobre El arte clásico. Ya lo había visto antes, lo encontré un día que no tenía mucho que hacer, así que no le presté la más mínima atención a esa clase. Hannah se hallaba a mi lado, mirando con los ojos entrecerrados al frente. El profesor daba constantes paseos por los pasillos que quedaban entre las mesas para revisar que no estuviéramos viendo el móvil, durmiendo o perdiendo el tiempo.

Aparte de verdugo, era nuestro carcelero.

Me encontraba cerca de azotar el cráneo contra la mesa para dejarme envolver en un cansancio que era incapaz de vencer. Desde que me mudé había empezado a dormir por lo menos nueve horas al día y a tomar siestas casi de forma involuntaria. Para no dejarme derrotar, decidí entretenerme con otra cosa. Tomé un bolígrafo, abrí mi cuaderno y me enfoqué en Beckett un rato hasta que guardé en mi memoria sus rasgos más sobresalientes.

Empecé por su cabello, que ese día se encontraba rebelde. Hice varias curvas y algunas espirales para conseguir ese efecto, después empecé por la forma de su cara, exageré la proporción cuadrada y el modo en el que acababa su barbilla. Las cejas se las puse más pobladas de lo que eran en verdad, los ojos felinos los dibujé pequeños, con ojeras debajo de estos, para mostrar cuán cansado estaba. Por último, la boca se la puse con una línea corta y con puntos alrededor, simulando su barba de días.

Hannah se volvió hacia mí y soltó una risita que se ahogó, convirtiéndola en un sonido extraño. Solo tenía que ponerle el último detalle. Dibujé una viñeta de diálogo saliendo de su boca y le escribí dentro: «conmigo se consiguen porros, primates».

Una silueta se paró justo delante de nosotros. Se trataba de Beckett. Tenía los brazos cruzados y nos escrutaba. Hannah se quedó obnubilada, palideció y abrió sus ojos verdes, yo, por mi parte, no sabía qué hacer. La situación me pareció tan similar que creí que empezaría a hiperventilar. Como primer reflejo, intenté cerrar el cuaderno, no obstante, el profesor lo impidió poniendo su mano sobre la hoja.

Él arrancó el dibujo con brusquedad y después alzó el brazo. Los ojos de toda la clase se posaron sobre Hannah y yo. Tragué saliva y entendí por fin cómo se sintió Harry esa vez por mi culpa.

—Cuánta madurez —profirió, sarcástico—. Aparte de escribir igual a un primate, dibujas como uno.

Le mostró mi caricatura a toda la clase, algunos rieron y otros comenzaron a murmurar. Me quedé en silencio, quería desaparecer e ir a una dimensión ajena a esa situación.

—¿Algo qué decir, Miller? —me preguntó. Fijó sus ojos felinos sobre mí, me había convertido en el ave que cazan los gatos y entregan a sus amos como tributo—. ¿Eres mudo o qué?

Silencio. Mi lengua fue incapaz de pronunciar algo.

—Lo sentimos, señor Beckett —musitó Hannah.

El profesor relajó su postura y bajó mi intento de mofa de su persona.

—Miller, ve a reportarte a dirección —decretó al mismo tiempo que señalaba a la puerta.

—¿Y yo, profesor? —inquirió Hannah, su tono era suave, rozando la sumisión.

No obtuvo respuesta alguna, señal de que yo era el único que recibiría una reprimenda. No es que quisiera que ella fuese castigada, pero lo justo hubiera sido que el profesor pensara eso, yo ya no tenía el bolígrafo en la mano y ambos nos reíamos. Quise protestar, pero de nuevo fui un cobarde. Tomé mis cosas y salí del salón, siendo otra vez el centro de atención contra mi voluntad.

Metí la mano en el bolsillo y saqué mi móvil. Tuve una idea, la conservé y la deformé lo suficiente para que resultara efectiva. Me fui a Facebook, cerré sesión en ese perfil y abrí una nueva con mi antigua cuenta. A pesar de haberle borrado toda la información, aún tenía en la bandeja de entrada mensajes de mis viejos compañeros amenazando con matarme, burlándose de la enfermedad de mi madre o pidiéndome que la acompañara dentro de su tumba.

Los ignoré, evitando caer en provocaciones viejas, aunque leerlos otra vez hizo que mi mal modo creciera de manera exponencial. Busqué el perfil de Beckett, abrí su chat y me dejé llevar por aquel impulso vengativo, y envié las dos fotos que le tomé junto a su amante. 

El hermano menor de Hannah cumplía diez años y ella debía estar ahí en lugar de venir a verme. Me invitó como compensación a lo del reporte, pero no me sentía listo para conocer a sus padres. Pensé que de seguro yo no les gustaría. Que ellos le dirían a su hija que parecía un loco y la convencerían de dejarme de hablar, ella les haría caso y de nuevo perdería a todos mis amigos.

Así que mejor evité esa posibilidad fingiendo que tenía que quedarme horas extra en el trabajo.

—Chris —me llamó una compañera, se trataba de una pinche.

Saqué las manos del agua y me giré a verla a la cara.

—¿Podrías buscar a Peter? —me pidió con una sonrisa—. Necesito que venga para preguntarle algo.

Torcí la boca. Si algo odiaba era salir de la cocina y entrar a la parte del restaurante, sobre todo cuando Hannah no estaba ahí. Por algo apliqué para lavaloza y no como mesero.

—¿No puede alguien más? —le pregunté, hice un mohín.

—Están ocupados —respondió—. Por favor. —Arrastró la última sílaba.

Acepté. Es muy fácil conseguir que yo haga algo que no quiero.

Me sequé las manos con el pantalón, me quité el mandil y caminé por la cocina hasta llegar a la salida que daba al lobby. Para ser un restaurante–bar era bastante acogedor. Había luces amarillas, y el piso de madera rojiza y las paredes tapizadas daban la impresión de encontrarse en uno de esos bares franceses de los años veinte, ahí donde antiguos artistas se reunían a beber, drogarse y escuchar jazz.

Primero localicé con la mirada a ese mesero de cabellos rubios y ojos saltones. Parecía un sapo, hasta las verrugas tenía. Cuando lo encontré, caminé a donde estaba, pasando por entre las mesas. Peter tomaba la orden de un joven cuando llegué. No lo interrumpí, me apoyé en un espacio vacío cercano a la mesa que atendía y esperé. El comensal se encontraba solo, bebía Whisky en una copa y se mantenía sonriente, imaginé que se hallaba algo borracho.

Cuando volteó, sudé frío. Creí que me estaba volviendo loco, pero Joshua Beckett le decía a Peter qué quería para cenar. Al instante supe qué hacía ahí. Vino a buscar quién tomó esas fotos y se las mandó. Cómo si el profesor oliera mi miedo, se giró, encontrándose con mi expresión asustada, supuse que para él mi rostro era una pieza de Arte clásico. Subió la copa cerca de su cara, bebió un trago y después me mostró sus dientes con una amplia sonrisa.

Una vez acabó de anotar la orden, Peter giró sobre sus talones y se acercó a mí a pasos torpes. Puso la mano en mi hombro para sacarme del vahído. Yo tomé una bocanada de aire y alcé la mirada, perdiendo por completo de vista a Beckett.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó.

—T-te h-hablan en la cocina —balbuceé y señalé a cualquier lado, sonaba como un estúpido.

Peter cruzó los brazos, rodó sus ojos de sapo y no dijo nada más. Caminó por el restaurante dejándome atrás, a expensas de mi profesor. Apresuré el paso lo más que me fue posible y casi estampo la cara en su espalda. Tenía prisa por volver a la cocina, ahí donde Beckett no pudiera venir a reclamarme.

Mi jornada terminó sin contratiempos reales, pero dentro de mi cabeza había un caos de teorías acerca de las acciones que tomaría el docente.

De nuevo sería yo arruinando mi vida.

No me despedí de nadie. No me cambié el uniforme y solo metí la ropa que traía puesta dentro de mi mochila. Me puse encima la chaqueta y desaparecí por la puerta trasera, la que daba al callejón por el que salía Hannah. Caminé a toda velocidad entre la oscuridad de esa noche de otoño, haciéndolo como si aún tuviera que cuidar mis espaldas. Pasé pisando latas, vidrios y dando respingos cada que escuchaba a alguien hablar detrás.

Tenía que pasar por enfrente de la fachada del restaurante, así que lo hice corriendo y no paré hasta que estuve a por lo menos una cuadra de distancia. Me detuve en seco, debajo de un poste, necesitaba recuperar el aliento, apoyé las manos en mis rodillas y jadeé por unos segundos. No sabía qué esperaba que sucediera.

Era como tener dos voces peleándose en la cabeza: una me decía que debía escapar y entrar en desesperación, la otra me repetía que era un estúpido y ridículo por hacer las cosas tan grandes.

Una vez me repuse, alcé la cabeza. Seguí con mi camino, sin mirar atrás y correr, pero no tardé en percibir una presencia detrás de mí, para después sentir una mano en mi espalda. Corté el rumbo otra vez y giré la cabeza; Beckett estaba detrás, haciéndome sentir como el ave que lucharía en vano contra un felino.

(Les dejo un dibujo de la caricatura que hizo Chris de Josh xD)

¿Qué creen qué pase con Chris ahora que fue descubierto?

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