El Reloj

Miro por la ventana de mi habitación, las grandes máquinas segar los campos, arrancando los tallos de trigo que después procesarán para vender a los pocos privilegiados que pueden permitirse su compra. La fortuna quiso que yo fuera una de las pocas personas que pueden llenar sus vientres por las noches. Me despierto todos los días con esa visión, como si fuera un recordatorio de la suerte que tengo. Ahora, estoy a punto de perderlo todo y por qué: por amor —¡cómo si no!

—Es el momento, señorita —dice una voz a mis espaldas.

—Espera.

He tomado como cábala esperar a que las segadoras tiren el vapor acumulado en sus engranajes hidráulicos para marcharme. Es el permiso de nuestros dioses de metal para que prosigamos con nuestra existencia.

Desde chica, veía esos tremendos seres tragarse a un operario y cobrar vida, consumiendo los campos de trigo con sus mecánicas fauces. Era tan inocente que pensaba que necesitaban de ese sacrificio humano para proveernos de comida. Jamás me había fijado que, quién se entregaba a estas deidades, día tras día, era siempre la misma persona.

Me da vergüenza recordar cuando le pregunté a uno de los operarios si él se iba a sacrificar para que los dioses nos alimentaran. Sonrió y me explicó que, en verdad, aquellas gigantescas cosas eran máquinas que ellos controlaban. No estaban vivas. Es más, me llevó de la mano hasta quedar frente a una de ellas. Eran tan imponentes, con todas esas válvulas, ruedas dentadas, correas de distribución, cadenas, cables y botones por todos lados. Me invitó a subirme con él y entonces la magia se terminó.

—Ahora —respondo cuando vi exhalar a mis, otrora, dioses.

Camino por un pasillo oscuro, en donde mis pasos reverberan en las tablas barnizadas e impolutas. Llegamos a un ascensor cuya cabina era parecida a la jaula del pajarito de mi hermanita Noemí. Eso era lo que menos deseaba: encerrarme y cantar para nadie. Yo quería volar libre. Por eso estaba huyendo precedida por Agnes, el ama de llaves.

Llegamos al subsuelo, salimos del ascensor y Agnes abre la puerta que nos conduce a la bodega. Agarro una lámpara, que se enciende nada más pulso un botón que causa una pequeña chispa que prende la mecha que se alimenta de aceite.

—Aquí se separan nuestros caminos —dice con lágrimas en los ojos—. Jamás pensé que sería tan valiente, señorita Raquel.

No lo era. Estaba cagada de miedo, pero siempre se me dio bien ocultar mis sentimientos.

—Muchas gracias, Agnes. No sé cómo pagarte por este servicio.

—Sólo quiero que me escriba alguna vez —pidió entre lágrimas—. Use Sra. Sánchez como identificación y sabré que es usted.

—No tienes que tratarme más así. Ya no. No soy otra cosa que una chica enamorada. Atrás quedó esa niña noble y caprichosa —pido mientras le ofrezco un pañuelo que Agnes no acepta.

—Ese pañuelo puede serle útil... a ti...

Me hace sonreír la dificultad de Agnes por ser informal. No me puedo enfadar con ella. A pesar de todo, me ayudó tanto desde que supo que mi familia no lo aceptaba a él...

Él no es un campesino o el hijo de una familia rival. Tampoco es un príncipe. El asunto es un poco más complejo: es un criminal. Un ladrón que ha asaltado varias viviendas de esta zona. Me gustaría decir que es una especie Robin Hood, pero te mentiría. No quiere otra cosa que robar al pudiente para adquirir ese estatus.

Lo encontré un día que estaba abriendo la ventana de mi casa con un extraño instrumento. Yo estaba vestida con un largo camisón de color beige y arrastraba mis pies hacia la cocina. Tenía sed. El servicio estaba durmiendo y no tenía ganas de hacer sonar la campana para despertar a nadie.

—¡Vaya, vaya! —exclamé curiosa cuando por fin accedió al interior—. Alguien quiere robarme algo...

Apenas podía ver su rostro cubierto por un pañuelo. Tan sólo distinguía sus botas de cuero negro de caña alta, y pantalones y jersey negros. Su cabello largo y rubio estaba agarrado con una coleta, dejando libre sus ojos de color miel —eso lo vería en otra ocasión.

—Podría robarte el corazón si me lo permitieras —contestó ocurrente.

—No pensarás que se lo doy al primer ratero que asalta mi casa, ¿no?

—¿En serio soy el primero? Si hubiera sido el segundo, ¿si me lo habrías dado?

—Quítate el pañuelo y pueda que la próxima vez, te lleves el tesoro más grande: yo —contesté, sin saber si era yo quien hablaba u otra Raquel.

El ladronzuelo no se lo pensó. Se descubrió y se acercó un poco para mirarme mejor.

—Eres hermosa —dijo con una radiante sonrisa.

En un abrir y cerrar de ojos, incapaz de reaccionar, sus labios estaban sobre los míos. ¡El atrevido me había robado un beso! Salió corriendo hacia la ventana y, antes de saltar, me dijo:

—Volveré a por el tesoro.

—¡No me dijiste tu nombre! —le pedí mientras se dejaba caer.

Cuando me asomé, ya se había marchado. Su atrevimiento me había dejado locamente enamorada. Acostumbrada a que, hombres y mujeres, me trataran con distancia, el desparpajo del ladronzuelo este me había cautivado. Además, ¡era tan atractivo! No tiene lógica. Lo sé, pero ¿desde cuándo el corazón piensa?

Con esa pinta de sinvergüenza, temí que me dejara esperando varias noches. Y así fue. Lo esperé durante dos madrugadas en las que nunca apareció. Se estaba haciendo desear. La tercera noche me rendí. Por un momento pensé que había surgido algo especial, pero me equivoqué. Él no era más que un ladrón al que dejé escapar.

Al regresar a mi alcoba una sombra me sorprendió, me tapó la boca y sujetó mis manos.

—Perdona, pero tenía trabajo —susurró—. Te voy a soltar. No grites por favor.

Haciendo gala de su delicadeza «rateril», me liberó y dio un par de pasos atrás. La ventana del dormitorio estaba abierta y por ella se filtraban algunos haces de las farolas de gas y la luz de la luna, que iluminaban su atractivo rostro.

—Q-qué hiciste...

—¿Qué robé? ¿Eso es lo quieres preguntar?

¡Otra vez esa sonrisa pícara que logra desarmarme tan fácil!

Asiento y lo dejo dar vueltas por la habitación mientras no dejo de mirarlo.

—Unas joyas por aquí, algunas monedas de oro por allá... También algunos componentes para arreglar algo —dijo, melancólico.

—¿Por qué arreglar si puedes comprarlo con el dinero que robas?

—Hay cosas que no se pueden comprar —comentó, todavía con una triste sonrisa—. Tengo un reloj, era de mi padre, que un idiota de mi sector rompió al poco tiempo de que fuera asesinado. Es lo único que me queda de él. Su paso por este mundo. Él lo hizo. Era relojero.

—Lo siento.

—¿Por qué? ¿Fuiste tú la asesina?

—¡No, pero...!

—No te disculpes. No te queda bien.

Me quedé callada esperando que dijera o hiciera algo. Estaba triste y no sabía cómo alegrarlo. No suelo estar en esa situación. Son todos los que suelen esforzarse por hacerme sonreír a mi hermana o a mí.

—Me falta una pieza todavía. Una que pensé que podría estar aquí. Es un botón. No más grande que una lenteja. ¿Tenéis relojes?

—Mi padre tiene uno, pero lo guarda celosamente en su despacho. En la caja fuerte, creo.

—Entonces es valioso...

—¡Mucho! Nunca me dejó tocarlo.

—Pero nunca me lo prohibió a mí.

Iba a replicar su ocurrencia, pero decidí callar.

—No me dijiste tu nombre. Las normas de educación...

—Alan —respondió mientras daba un paso y se ponía a pocos centímetros de mí.

—¿A-Alan qué? —pregunté intimidada por su impetuosidad.

—Tan sólo Alan. Mi familia no tiene apellido.

Aquel curioso dato me hizo entender el truculento pasado de mi ladrón favorito. Sólo los criminales y los traidores no tenían apellidos por estas tierras. ¿Estaría continuando con el oficio familiar? ¿Dónde se habría criado? ¿En las calles? ¿Orfanatos? ¿Cárceles? Pero su padre había sido relojero. ¡Este chico es un misterio!

La cabeza me pedía que fuera prudente y lo dejara marchar. Incluso que gritara, así alguien vendría a detenerlo. Era una persona —en apariencia— peligrosa de la que no sabía nada. Podría asesinar a sus víctimas —o tal vez no. El caso es que era un desconocido total, sin apellido y, a todas luces, sin futuro. Mi corazón, no obstante, clamaba por otro beso y que me llevara a una de esas aventuras para recordar el resto de mis días.

Lo agarré de la mano y lo llevé hasta el despacho de mi padre, en el segundo piso.

—Por cierto, yo soy Raquel.

—Ya lo sabía —Lo miro extrañada ante su réplica—. Te he visto varias veces por la ciudad. Es bueno ser invisible para la gente. Escuchas y ves cosas muy interesantes.

—Me las vas a tener que contar.

—Te aseguro que son muy interesantes. Pero creo que lo podemos dejar para otra cita.

Llegamos al despacho. Como era de esperar, la puerta estaba cerrada. Mi padre no quería que nadie entrara en su sancta sanctórum. Yo, la que siempre había tratado de ser la más correcta de sus hijos, estaba a punto de destruir mi vida para ayudar a un ladrón.

—Muéstreme sus habilidades —indiqué ceremoniosamente.

Alan sacó un extraño instrumento y, al pulsar una pequeña manivela, un resorte empujó un par de agujas con las que empezó a trastear la cerradura.

E voilá!

Contuve una exclamación, sorprendida por su rapidez. Nos adentramos en la oscura habitación y, hasta que no cerramos la puerta, no me atreví a encender la lámpara que mi padre tenía en el escritorio

—Me dijiste que tenía una caja fuerte.

—Detrás del cuadro de mi abuelo —indiqué mientras señalaba el cuadro de un hombre con una mirada dura y condescendiente.

Nunca lo conocí. Murió hace mucho tiempo, tras un duelo con otro de los terratenientes por una estúpida disputa territorial. Mis hermanos mayores apenas lo recuerdan. Está claro que su trato no pasaría a la posteridad. Mucho me temo que mi padre heredó la misma habilidad para hacerte sentir mal.

—Bueno, veamos... —decía mientras quitaba el cuadro de la pared y analizaba la caja fuerte—. ¡Anda! ¡Es una Les deux!

—¿Eso es malo?

—En absoluto. Tu padre, para ser tan rico, es muy tacaño. Esta es una mierda de caja. Mira.

Apretando otras palancas de su herramienta, surgieron unas extrañas varas de formas muy particulares, con las que trasteaba la cerradura concentrado. A continuación, le dio un golpe seco a la rueda de combinaciones que se desprendió de la puerta.

—Por favor, haz los honores —me dijo.

Me acerco a la caja fuerte emocionada. Estaba a punto de destruir a la chica educada, respetuosa y con futuro, que mis padres trataron de construir durante los diecisiete años de mi existencia. Sólo tenía que tirar de la manija.

Respiré profundamente y tiré de ella en el momento que exhalaba. En su interior había papeles y varias cajas. Agarré una, con el corazón latiéndome desbocado, y la abrí. En su interior había varios mazos de billetes y monedas de oro. Jamás había visto tanto dinero junto. Lo miré a Alan. Él había agarrado una cajita pequeña, en cuyo interior reposaba, sobre una superficie acolchada, un reloj de bolsillo de un extraño color. Ni plata, ni oro. No recordaba que fuera así.

—¡Oh, dios! —exclamó.

—¿Qué pasó? —pregunté sobresaltada.

—Tu padre tiene el reloj de una organización secreta llamada Steamwise. Son los dueños de la mitad del país: los campos, las minas, el ferrocarril ... Tener uno te abre puertas en todo el mundo. Puedes reunirte con los reyes, los presidentes y los nobles. No puedo creer que haya encontrado uno. ¡Pensé que era un mito!

Escuché un ruido al otro lado de la puerta. Alan me mira alarmado.

—¡Reúnete conmigo en la fuente del Ángel dentro de una semana, después del canto del cisne! —me pidió con los ojos húmedos.

La puerta se abrió de golpe y mi padre entró armado con su escopeta de caza. Atiné a agacharme en el momento que la disparaba hacia Alan, pero mi querido ladronzuelo era más hábil que mi dormido padre. Con un par de acrobacias, llegó hasta la ventana, la cual atravesó sin preocuparse en abrirla. Mi padre volvió a disparar, pero Alan ya no estaba allí.

—¡Maldita sea! —gritó frustrado.

Corrió rápidamente hasta la mesa donde vio las dos cajas abiertas. Golpeó con fuerza el tablero mientras maldecía a viva voz. No tardaron mi madre y hermanos aparecer por la puerta, acompañados del servicio.

—¡Qué hiciste, pobre estúpida! —exclamó mientras me levantaba por el cuello del camisón—. ¡Te das cuenta de que acabas de sentenciar a tu familia!

—Por favor, Ricardo —rogó mi madre—. El ladrón seguro que la obligó.

—¿Acaso tiene la pinta de haber sido obligada? La escuché hablando con él tras la puerta.

Mi padre hizo un amago de pegarme, pero mis hermanos lo detuvieron.

—Ya está, padre —dijo Juan, el mayor—. No vale la pena.

—Encontraremos el reloj. Te lo prometo —aseguró Luis.

Así fue como terminé encerrada en mi habitación, donde sólo Agnes me visitaba para llevarme comida, agua y limpiar mi ropa. Durante estos días, le conté, una y otra vez, lo que había pasado —omitiendo desde luego que nos encontraríamos en la fuente del Ángel.

Ahora sólo me separan unos minutos de volverlo a ver.

Recorro el interior de la bodega, buscando una puerta que me llevará a una caseta en el jardín que utilizan los operarios para bajar las uvas que posteriormente convertirán en vino. Me sorprende que mi familia pueda ser dueña de todos los trigales y las vides de la región. ¿Es posible que haya sido Steamwise la propiciadora de todo esto? ¿Tiene mi padre miedo de perderlo todo por mi culpa? ¿Tengo que sentirme mal por poner en peligro a mi familia? Creo que puedo responder afirmativamente a todas las preguntas. No tengo ni idea de qué es lo que estoy haciendo, ni cuál será el resultado.

Subo por las escaleras hasta la caseta cuya puerta se encuentra entreabierta. Me asomo por ella y veo a los jornaleros trabajando duramente mientras clasifican trigo y uvas para consumo propio, para vender o como materia prima. Salgo sin que nadie me preste atención.

Corro hacia la carretera por donde los carros van y vienen de la capital con sus valiosas mercancías, escoltados por soldados que evitan que los más carenciados puedan robarlas.

No había pensado en que tendría que recorrer a pie el par de kilómetros que me separan de mi destino. De todos los sueños tontos que pude tener, las preocupaciones o dilemas, de alguna forma creí que me teletransportaría mágicamente a mi destino.

Acelero el paso nada más traspaso la frontera a los barrios marginales de la periferia de la capital. Las miradas que me echan sus habitantes son terriblemente reveladoras. No pretenden nada bueno de mí. Sus improperios y amenazas me hacen temer por mi vida. Me salva que es de día y el tránsito continuo de los mercaderes con sus escoltas.

Trato de parar a uno de ellos, antes de que no haya escapatoria. De todos lados se aproximan hombres andrajosos, sucios y con malas intenciones. Es más que evidente que yo soy una chica rica.

—¡Qué diablos haces aquí! —exclama alguien a mis espaldas.

Me giro y veo a mi hermano Luis con su caballo.

—¡Sube rápido! —ordena mientras se lleva la mano hasta su revólver.

De un salto me siento detrás de él y de inmediato espolea al caballo para que galope en dirección a la ciudad.

—¿Cómo has escapado? Bueno, no importa. Sabes que vas a una trampa, ¿no?

Lo miro preocupada. ¿Alan me tendió una trampa? No lo creo.

—Padre ordenó a Agnes que te sonsacara la información de la noche del robo. Sabe que ibas a escapar en algún momento para encontrarte con el ladrón. Entonces lo matará y recuperará el reloj.

—¿Serás tú quién lo haga? —pregunto temerosa de conocer la verdad.

—No, necesariamente. Hay mucha gente que tiene orden de disparar a matar a quien vean contigo y no sea de la familia.

—¡No puedo permitirlo, Luis!

—¿Tan importante es para ti? —pregunta sorprendido—. No es más que un desconocido. Alguien que asaltó nuestro hogar.

—Sabes mejor que nadie, que ese no es un hogar para nosotros. Tal vez para Juan —replico con dolor—. El resto somos despreciables para él.

—¿Qué es esto? ¿Una señal de rebeldía? ¿Un toque de atención?

—No. Es la búsqueda de una nueva vida.

—Sabes que tus acciones pueden perjudicarnos a todos, ¿no? Incluso a Noemí.

Lo miro a los ojos. Es cierto. La pequeña Noemí, la menor de los cuatro, es quien peor llevaría todo. Pero me siento empujada a encontrarme con Alan. Es mi destino. ¿Nunca sentiste un llamado que te obliga a ignorar todos los peligros porque sabes que lo que tienes que hacer es lo correcto? Eso me pasa ahora. Los dos corremos peligro, pero siento que es el amor lo que nos impulsa.

—Ya lo sé. Pero tengo que hacerlo. No puedo explicarlo.

—Está bien. Te llevaré entonces a él —dice finalmente, muy entristecido.

Llegamos a la plaza, donde una gran fuente, con un ángel desnudo coronándola, deja caer un chorro invisible de agua de su jarrón. Nunca vi esta fuente en funcionamiento —y creo que ya nunca la volveré a ver.

¡Allí está! Sentado mirando al infinito, golpeando su bolsillo. Por un momento pensé que no vendría —soy pesimista por naturaleza. Bajo del caballo y corro hacia él. Lo beso profundamente en los labios.

Cuando me separo de él y nos disponemos a marcharnos, escucho una detonación. El disparo viene de mi espalda. De Luis. Alan cae mientras se lleva las manos al vientre. Me doy la vuelta y en ese momento siento otro disparo.

—¿Por qué? —pregunto mientras miro como mis ropas se empapan con mi sangre

—Por la familia, Raquel. Mientras tú antepones a un criminal. Yo me aseguro de que Noemí tenga un futuro —explica mientras remata a Alan. Seguidamente recupera el reloj.

—Ella... algún día sabrá la verdad...

Steamwise no es un grupo con quien jugar.

Luis me apunta de nuevo. Yo aparto la mirada y miro la estatua del ángel. Está fluyendo...

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