De Regreso


Después de la derrota de Barlock regresar al palacio y tomar el poder no había sido tan complicado como ella imaginó que sería. Erie tenía más aliados de lo que había imaginado, aunque claro, así también hubo quienes quisieron oponérsele. Sus órdenes fueron sencillas para aquellos que a pesar de saber su jerarquía, no estaban de acuerdo con su liderazgo: –Mátalos a todos– le indicó a Hegel con aquella luz perdida en su mirada. Hegel se convirtió en el líder de su pequeño ejército, con miembros de los rebeldes, los nómadas del desierto, guardias reales y otros más que se unieron a la causa recuperaron su hogar en una batalla.

Mientras toda una guerra se desataba en la superficie ella permaneció oculta, en el mismo lugar donde había conocido a Aarón por primera vez, intentando sanar sus heridas físicas y de alguna manera las emocionales, pero esas parecían prevalecer sin darle descanso. Dormía la mayor parte del tiempo, y de tanto en tanto era visitada por diferentes rebeldes, que como ella, permanecían ocultos porque no eran aptos para la batalla. Nadie le parecía particularmente importante, hasta que un día Steve llegó para sacarla de su estado letárgico.

–Alguien llamado Ray ha venido a verte, Princesa Erina– habló mientras aquel perro ladraba con entusiasmo.

–¡¿Ray?!– exclamó de pronto recuperando parte de la llama que se había apagado en ella.

–Vino con un dragón, como dijiste que lo haría– sonrió Steve –La guerra está decidida.

Erie salió, con ayuda de Steve, de su habitación, y en el pasillo vio a su robusto amigo sonreírle con calidez haciéndola correr hacia sus brazos. Sentía que habían pasado meses desde la última vez que lo había visto, aunque no era así.

–¡¿Él está bien?!– preguntó Erie aprisa.

–Eso creo– asintió –No me dejaron quedarme Erina. La posición del Reino no es muy favorable allá. Pero se lo llevaron tan pronto como llegué, estoy seguro que estará bien– le sonrió.

Erie se dejó abatir en los brazos de su amigo, quebrándose al fin en un mar de lágrimas y lamentos. Rompiendo la máscara de frialdad que había llevado hasta entonces. Se quedó con Ray hasta que se quedó dormida en sus brazos en un intento de descansar del dolor que su corazón traía cada día al despertar.

La guerra se libró en una semana recuperando el palacio y su título como legitima heredera. Al regresar pudo ver a gente con quien no había tenido contacto en meses. Gente que la apreciaba de verdad, como sus damas de la corte, quienes eran lo más parecido a amigas que había tenido, su nana y sirvientes muy allegados a ella. Algunas de estas personas tuvieron que ser liberados de las prisiones de Heraticlon, y otras por las que ella preguntaba simplemente habían desaparecido, por no decir, que habían sido ejecutadas.

Todo había permanecido tal cual ella lo recordaba. Los finos pisos de madera traídos desde Driakilon, capital del Reino de Tierra; las paredes blancas con relieves de pequeñas llamas por todo lo alto de la pared con aquella pintura dorada resaltando las llamaradas aún más "¡Es como vivir dentro del fuego!" solía exclamar con emoción cada vez que se detenía a admirar los pasillos cuando era una niña; los ventanales aún enseñaban el bello jardín que su madre con tanto esmero se había dedicado a cuidar y expandir. No era común ver plantas verdes a excepción de los cactus en Heraticlon, pero claro, por ser la familia real, conseguir un poco de césped no había sido un problema mayor. Nada parecía haber cambiado en grandes proporciones desde que su tío había tomado el poder. Un jardín más seco, más cuadros y estatuas de Barlock y diferente personal en el palacio que deambulaba bajando la cabeza por donde ella pasaba, pero en su mayoría todo permaneció intacto.

Erie ordenó eliminar el toque de queda y borrar cualquier otra ley o mandato de la dictadura de su tío, trayendo la paz al fin. Tenía mucho trabajo que hacer, y sus días era extenuantes y largos; al menos sus quehaceres de reina la mantenían lo bastante entretenida para no poder quedarse a solas con sus pensamientos.

–¿Erina?– escuchó su nombre mencionar en la gran habitación, despertándola de su ensoñación.

Su mirada se había perdido en aquel espejo gigante frente a ella. Su cara aún poseía aquel hematoma que Darius le había provocado, cambiando de color purpura a uno verdoso, que se suponía que era una buena señal. A pesar de que había estado descansando mucho más que cuando se mantuvo vagando por el desierto, las bolsas negras bajo sus ojos aún persistían en adherirse a su piel. Tal vez era porque despertaba a la mitad de la noche gritando el nombre de Aarón mientras estiraba su mano en un intento desesperado por no separarse de él.

–¿Cómo has seguido?– le preguntó intentando sonar considerado.

–No te suena bien el tono condescendiente, Hegel– respondió al fin la princesa volteándolo a ver con una amago de sonrisa. –No está en ti.

–Supongo que tienes razón. Corrijo, eres todo un desastre– se burló ampliando su sonrisa.

Erina se había aferrado a él después de lo sucedido en el abismo de nubes, y por alguna razón había depositado su confianza en él incondicionalmente. Él por su parte, había dejado su resentimiento y odio guardado en algún lugar muy profundo de su ser, ya que no consideraba que la hubiera perdonado por lo que le había que tocado que vivir, pero admiraba su lucha persistente. Ahora se podría decir que le agradaba, aunque no necesariamente todos los días; peleaban más a menudo de lo que sonreían. –¿Qué tal tus quemaduras?

Erie vio sobre su hombro en un intento de vislumbrar su espalda como un acto reflejo. Una túnica de colores naranja con pliegues larga y suelta cubría todo cuerpo. Su doctor le había prohibido usar ropa tallada hasta que la quemadura de su espalda estuviera completamente sana. Estiró ambos brazos y arremangó las mangas largas y acampanadas de su atuendo para dejarlos ver. Pequeñas marcas pintaban el lugar de sus heridas, pero a diferencia de su espalda, aquellas habían dejado de doler hace mucho y habían sanado por completo.

–Estarán bien, tenemos un gran doctor en la corte real– respondió al fin.

–Increíble, la Reina Erina Crowley– habló Hegel sentándose sobre una de las sillas aterciopeladas que habían en la gran habitación. Colocó una de sus piernas en uno de los brazos de la silla y tocó con desinterés los bordes.

–Aún no soy reina, falta unos cuantos meses antes de mi coronación– le corrigió.

–Bien, Princesa– enfatizó –Dime ¿Para qué me llamaste?

Erie elevó la comisura de sus labios y un destelló malicioso se denotó de su ojos ámbar. Se volteó nuevamente viéndose reflejada en el espejo una vez más.

–Iré por él– habló al fin viendo desde el espejo la notoria cara de sorpresa de Hegel –A Cronius– aclaró –Una vez arregle todo aquí y sane, iré a traer a Aarón.

–¿Es que no escuchaste nada de lo que te dije antes? La Marca de Unión lo ha marcado de por vida con otra mujer, una cronence. Dudo mucho que ella lo entregue tan fácilmente o que la marca sea algo que se quite con agua y jabón, sabes.

–Encontraré el modo– habló decidida –Si existe la forma de poder estar juntos la encontraré– dijo Erie sin duda en su voz –Y necesito de tu ayuda para que así suceda– indicó –¿Cuento contigo?

Hegel exhaló pesadamente y asintió sutilmente con la cabeza -Supongo que no se puede hacer nada contra la voluntad de una mujer- aseveró para sentarse adecuadamente -¿Cuándo partimos?

Erie sonrió ampliamente. Esto estaba lejos de terminar para ella. Había encontrado el amor, y no estaba dispuesta a dejarlo a ir por un pentagrama mágico. Sin importar lo que le costase, regresaría con Aarón fuera cual fuera el precio. Para ella esto era sólo el comienzo.


Gracias a todos por llegar hasta aquí. Esta fue mi primera historia original (larga) y la verdad es una historia que en lo personal me gusta bastante. Sé que el final, es un final abierto, ya que tiene una continuación que aún está en proceso, pero espero poder completarla y subirla por igual.

Bien, sin más que agregar, su autora se despide. Kat fuera.


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