La huída
Luego de que Fabrich se retirara de la competencia insinuando el camino de la deserción, de improviso, ante la voz maternal que lo distrajo en su empeño, cambió de ruta yendo en dirección a sus padres con un pedazo de vergüenza expresada en el rostro. No era lo suficientemente grande para contenerla cuando en él, se reflejaba, además, la adversidad del razonamiento ante los deseos juveniles, y expresaba el haber asimilado el comportamiento de su novia, como una burla que sería bendecida por todos en la ciudad al convertirlo en su epicentro.
Ante la mirada atónita de los presentes, se apoderó de Bércijuz. Su padre lo había dispuesto sobre el lateral de la silla que ocupaba. No visualizó que tal actitud, pudiera ser interpretada como un acto de traición por tratarse del símbolo protector de la ciudad. Un acto cien veces más atrevido, indecente y doloroso que el desliz que le produjo Anarina.
—¿Qué haces, Fabrich? ¡Detente! —gritó el rey contrayendo las facciones de su rostro.
Todos siguieron el imán de la voz. El silencio quedó anclado como una embarcación encallada sobre la villa deportiva. El rey se levantó colerizado repudiando la actitud de su hijo. La reina Lucefa quedó desconcertada ante lo que sus ojos veían y lo que no se le había enseñado. Sus hermanos Perkes y Leopoldi, su amigo Parondas y Anarina, su supuesta novia, igual se levantaron de sus asientos con la súbita intriga acosando los cerebros, y ante el asombro de muchos, entre espectadores, visitantes y deportistas que vivieron la dramática suspensión del partido... desde la propia intervención reclamante de la reina. Sin modificar su comportamiento, Fabrich siguió adelante con la única idea absurda que afloraba en su cabeza.
Se dirigió veloz hacia el establo de los stethacanthus, como si se tratara de algo más que un simulacro de guerra; tomó a Asicante, el experimentado preistbur que su padre le hubiera obsequiado, lo montó con la rebeldía guiando sus emociones, atravesó el portón de salida y se dirigió hacia donde no debía luego de traspasar la muralla de agua, dejándose llevar por la corriente en caída libre hacia las profundidades que surcaban la ciudad, como si el abismo lo llamara. El misterioso lugar prohibido al que nunca un habitante de Aldana debía dirigirse de acuerdo con las leyes de la metrópoli acuática. Su hermano Perkes que corrió hasta el portón principal, trató de detenerlo, pero el stethacanthus iba más rápido que sus palabras y el instinto animal del jinete molesto, no escuchaba consejos. En un abrir y cerrar de ojos con párpados o sin párpados, Fabrich y su cabalgadura se perdieron de la vista de todos. El olfato de los Traivons los seguía de cerca.
El rey Bridas, aún no digería el malestar que le propinó la actuación repentina y desconocida de su hijo. Y él, estaba lejos de imaginar que su camino se haría tan extenso, turbio y peligroso como la aventura. Pero no sabría el resultado final hasta tanto no lo experimentara.
Detrás del canal de agua en forma de corriente que protegía a la ciudad, había corrientes furtivas de agua que emergían repentinas en cualquier dirección, cumpliendo con su función en el ecosistema marino al llevar o traer consigo fauna y flora hacia otros sitios del mar. De pronto, la suerte no estaba con ellos, una portentosa corriente marina que emergió de las profundidades con una precisión y velocidad abismales, los sacudió con tal fuerza, que Fabrich y su cabalgadura quedaron azonzados en medio de las olas internas. El atrevimiento de Fabrich iba más allá de una simple corriente de agua; debía hostigar a la suerte y al destino, si era necesario. Cometió el error de sentirse valiente al sentirse humillado, que lo indujo a la decisión errada bajo la protección de un arma que desconocía, y que tal desconocimiento, podía augurarle un destino desconsolador. Pero estaba decidido a jugar al héroe en la búsqueda de una apasionada aventura, que lo desconectara de la tragedia emocional que él mismo había motivado. Siendo demasiado pronto para saberlo, el rumbo encaminado tendría sus giros, vueltas y revueltas... Desconocía que la verdadera aventura, quizá más escalofriante que el recorrido ya iniciado o aquel que le faltaba por recorrer, estaba en sus manos y podía conducirlo al borde de una tragedia.
El primer impulso guiado por la bestia morando en el interior de la conciencia, suele ser el más devastador.
La razón es algo que no se forja sólo con el placer de la visión, ni se nutre con la mayoría de edad ni el tamaño del cuerpo. Es una virtud resbaladiza, como el pez en la mano. No es extraño, incluso, verla rondar en un cerebro joven del cuerpo más pequeño. El infortunado de Fabrich, vio lo que creyó ver, imaginando el argumento en las acciones.
Bércijuz relumbraba en su mano izquierda. La terquedad lo hizo más rápido que la inteligencia. Por tratarse de un acto de desacato al rey y a la ciudad, Zorquiel intentó hacerle frente antes que abandonara Aldana, pero la dramática reacción de Lucefa por tratarse de su hijo, contuvo toda intención. El rey Bridas, debió ahogar entre labios la decepción paternal y la furia del monarca ante el desaire de la autoridad, expresos en un cúmulo de gestos irascibles e inmediatos que no cabían en su rostro.
El efecto del enojo iba en decadencia, en la misma proporción en que el efecto de un temor extraño comenzó a invadirlo. Había perdido el sentido de la orientación desde el inicio del viaje, igual que perdió el sentido de la razón encandilado por la soberbia. El olor a miedo comenzó a colarse entre las sienes, adquiriendo la forma casi física de un dolor apabullante que derrumbó el reinado de la irreflexión. Ante el efecto persuasivo de la angustia, se vio envuelto en un acantilado prohibido que le hizo despertar de su mal genio. El cerebro comenzó a divagar entre lo real y lo irreal dibujando nuevos contornos en el rostro que quedaron absorbidos por las sombras del lugar. El corazón olvidó la melodía y el ritmo de su canción perpetua. Hasta la acción de tragar se atrofió por un leve instante, que pareció atragantarse con un gigantesco miedo dispuesto a devorarlo.
Su ímpetu acobardado ignoraba que se estaba convirtiendo en el alimento de una embocadura siniestra llamada Kamandra. Un bocado de agua ingresó a su boca, y sintió diluida en sus moléculas la risa maléfica de la hechicera, creando un efecto de miedo que actuó en su organismo para aligerar una severa conmoción en su interior que le erizó hasta las escamas. Parecía un Traivon más humano que tiburón; algo realmente inconcebible para su padre.
Un poco más sumiso, continuó el camino entre un bosque líquido de notas trágicas y sonidos agónicos que parecían eternos. Desconocía lo que iba a suceder, desconocía el destino y los pormenores del valle de Kamandra en dirección hacia el averno. Pero el mayor peligro, sin duda, lo representaba el báculo al desconocer su poderío. Todavía no le había sido revelado por su padre, hasta tanto no fuera declarado por él como su sucesor en el trono por más que fuera el primogénito. La nobleza de su corazón, el coraje de su espíritu y la aceptación de Bércijuz... le darían el reconocimiento por parte del rey Bridas. Bércijuz era sumamente importante en la decisión, y cada uno de los secretos escritos en su forma se hicieron con palabras que no fueron escritas; las pronunciaron los labios de los Dioses. Eran mandatos hieráticos que el báculo habría de cumplir bajo la orientación razonable de un rey justo.
Esta era la poderosa razón por la que el báculo tendría un único mentor y líder absoluto.
¿Hasta cuándo? El tiempo lo diría.
El rey Bridas, creía conocer todos los secretos de su noble arma más allá de su mundo, que ni la propia reina debía conocer. Pero no era de dudar que Lucefa conociera lo suficiente de su esposo, y hasta más de lo que él mismo pudiera conocer, excepto aquel secreto. Y respecto a sus hijos, algo conocía el rey Bridas menos que su esposa, pero lo que seguramente conocía más que ella, era la actitud pueril de su hijo Fabrich, digna de un buen escarmiento.
Los escabrosos sonidos se hicieron más intensos y de repente, sintió que una fuerza extraña lo halaba, al punto de verse envuelto en una encrucijada de vientos que manaban de todas las direcciones, hasta crear un remolino que los absorbió como si estuviera licuando los tiempos, desplazándose a una velocidad extraña para dejarlos caer a través de su embudo en un espacio distinto y fangoso. Fueron horas de camino convertidas en minutos.
Bichos rastreros se movieron veloces sacudiendo el polvo líquido, aquella ceniza depositada por la generosidad obligada de las maliandras. Algunos ojos aún con vida, fueron sacudidos por la corriente que aleteaba en el fondo. Fabrich y Asicante, atontados por el trance hipnótico del viaje inesperado, observaron atemorizados como aquellos carbones encendidos que parecían mirarlos, señalaban el camino a alguna parte. ¿Cuál camino? Montones de maliandras apandilladas cortaron el paso por delante y por detrás, inquietando el instinto del stethacanthus que se aceleraba desde su fortaleza física hacia el jinete. Fabrich intentó sacudir las maliandras de su rostro y de su cuerpo que comenzaban a fastidiarlo. El corazón reaccionó haciéndose pesado para cumplir sus funciones vitales; latía con dificultad para anunciar que había vida en aquel cuerpo. El Traivon balbuceó el miedo, que logró despertarle una sensación de alerta constante. En su cerebro traumatizado la intención de retroceder se fortaleció, pero a su espalda, el camino ya no existía. Ni siquiera hacia delante. Aquel sitio se había convertido en un vacío con aspecto de laberinto sin forma, ni entradas ni salidas; ante el desespero por abandonarlo, corría el riesgo de adentrarse más en él así volviera sobre sus pasos.
El averno abrió sus fauces y desplegó su inquietante aroma. El alarido de las cocuimas apesadumbró prolongando el miedo, al punto de querer despertar para no sentir el desenlace de la pesadilla. Para su desconcierto, el cuerpo estaba tan despierto como su cerebro desorientado. Las bestias se apilaron desplegando y cerrando sus aletas laterales para lanzar destellos que nacían y morían cada segundo, provocando demasiada luz repentina que, a la exposición de la oscuridad absoluta, enceguecía sumiendo al Traivon y su cabalgadura, en más oscuridad. Sus picos y garras afiladas permanecían atentas para el desenlace. Sólo esperaban la orden de su ama para alimentarse.
La emperadora del mal olió su presencia desde antes que se encaminaran hacia sus aposentos, y los guió sin que lo sospecharan. La necesidad de un nuevo corazón para mantener su belleza, alentar su fuerza y lograr extender el poderío, no podía ser alimento de los cuervos ni quedarse en la intención.
Fabrich, intranquilo por una incertidumbre mayor, escarbaba entre su inconsciencia que lo aconsejaba casi a gritos a dar un giro intentando regresar, pero el lugar parecía haber dado el mismo giro. La aniquiladora peste del valle comenzó a someterlos. Asicante reacionó para huir de las plagas oceánicas sin que hubiera recibido orden alguna de su jinete. Pero todo parecía previsto. Cada intento por safarse significaba adentrarse más en el infierno, con el flagelo del último residuo de tranquilidad que todavía les quedaba.
Fue entonces, cuando el mal tomó las riendas de su destino en manos de la hechicera, que sin dudarlo los atrajo a su morada, sumidos en la sinfónica de una risa macabra que fue su recibimiento. Una caterva de especies raras e insinuantes los escoltó hacia el destino truncado nacido de la irreflexión. El alcázar se encontraba a pocos pasos. Como parte de la celebración, bandadas de murpélagos lo recorrían a gran velocidad. En el umbral del carnívoro jardín, algunas ranas se arriesgaron dando saltos extraordinarios favorecidos por las aletas. Tropas de gatupeces merodearon a la entrada para inspeccionar a los forasteros. Los colmillos de Asicante relucían al retarlos, que no dudaron en responder igual abominando su presencia. Parecían sonreírle al Traivon y su cabalgadura compadeciendo la dicha y la desgracia de su destino. A través de la ventana dispuesta en lo alto del alcázar, la estatua firme de una figura imprecisa, desgarbada y fantasmal, se reflejó. El tiempo pareció detenerse.
El osado Asicante, asumió la mejor actitud agresiva del guerrero. Y aunque Fabrich intentó mantener el mismo equilibrio, no logró conseguirlo. Pero se esforzó por aparentar una actitud fuerte y sosegada. Sabía que contaba con el báculo que inspiraba poder, respeto y autoridad, igual que sabía, que no era digno de llevarlo en una batalla desigual a punto de estallar.
La visión nocturna de Kamandra identificó al forastero, y su séptimo sentido, el de la perversión y el mal, le intuyeron que el forastero no era un simple Traivon. Lo olfateó de cerca para asegurarse de su suerte, pero pronto, no pudo evitar reír festejando antes de tiempo. El valle era una colosal trampa; una simbólica telaraña que no parecía tener límites, y que, para su tamaño, Fabrich y su cabalgadura eran menos que insectos. La risa sepulcral rugió de la boca infestada de la bruja, alentando los demás alaridos que se apilaron estrujándose unos a otros, hasta crear la estrepitosa orquesta de ruidos infernales que se propagó en la partitura lúgubre del valle.
Fabrich observó con detenimiento a su alrededor y reconoció que estaban solos y desamparados en una situación buscada; el noble y experimentado Asicante, era una víctima de su arrebato. Las historias de su padre sobre las guerras y las victorias en las profundidades del océano, le llegaron de improviso para atormentarlo. Sabía por tradición, por valentía, por las hazañas contadas y en especial por las enseñanzas de su padre, que una batalla no iniciaba hasta tanto hubiera un motivo que la propiciara, por más que la hostilidad rondara entre pensamientos, ansia incontenible y voluntad, azotando el espíritu y hostigando el cuerpo en la amplia expresión dimensional de las entrañas.
Sin ser premeditado por sus dueños, la risa amenazadora se convirtió en un detonante que lo despertó de su mal sueño. Al presentir la nefasta intención de sus perseguidores, Fabrich, a cambio de sacar la espada, levantó sus manos empuñando el báculo con la suavidad de una fuerza inmediata.
—¡Bércijuz!
Exclamó Kamandra con voz pavorosa orquestada por los latidos de su corazón, que retumbó entre las formas creando un eco en la inmensidad del agua para que todos se enteraran. La satisfacción no era para más, que le alteró las facciones del rostro contorsionando hasta el aliento, mientras la piel, desde sus sienes, se fue recogiendo para agrandar la visión. Quedaron expuestos un par de ojos oscuros y atemorizantes como dos trozos de vidrio alargados en forma de óvalo para verlo todo, extendidos desde el frente de su rostro hacia los laterales, hasta la frontera con sus repugnantes orejas. De inmediato comenzó a maquinar emociones futuras que saboreó al imaginarlas dóciles a su voluntad:
«El mal resucitando de su muerte. La hora cero. El nuevo despertar del reino de Kamandra por fin se acerca».
Reveló entre susurros... Sabía de él por Rhudo, justo lo que el rey Bridas le había revelado. ¿Cuánto? Habría que verlo. La vertiginosa ansiedad no dio espera. La recompensa al pasado estaba a la puerta de sus deseos. Tenía una sola oportunidad que se ofrecía doble: el corazón y el báculo. El plato estaba servido para sus ansias y solo debía actuar con rapidez.
Se abismó desde lo alto del castillo asumiendo la forma de una gigantesca maliandra que, al tocar el suelo fangoso, recuperó la maquiavélica forma de la hechicera. Un murpélago distinto a los demás, de gran tamaño, se posó sobre el hombro izquierdo de la bruja aparentando ser un ave de rapiña oceánica, y dirigió un chorro de luz espesa hacia el rostro de Fabrich, que lo encandiló por un instante. El ave frunció su garganta para luego estirarla, y emitir un fuerte alarido que sonó como un ritual de guerra anunciando el primer síntoma de un holocausto que se avecina. Ante una señal de su ama, voló desde su hombro hasta colarse por la ventana contigua a la entrada principal al castillo, para continuar alumbrando a la distancia desde donde la luz se hacía más tenue.
—¿Quién eres?
La voz ronca y tortuosa de la anfitriona del mal dio inicio a la conversación, con la intención de conocer algo más del forastero que confirmara el indicio de su intuición.
—Me llamo Fabrich —dijo con timidez—. Hijo del rey Bridas, el gobernante de Aldana. ¡El rey más poderoso de los mares! —expresó efusivo la última frase.
Todavía encandilado por el primer chorro de luz directa del murpélago, y sin distinguir a su consultor, le brindó información más de la necesaria; la inexperiencia era notable cuando pretendía intimidar con el poder ajeno. Una sola pregunta bastó para conocer al visitante, el resto de la información estaba en el pasado, y la hechicera Kamandra, formaba parte de éste.
—Por más que tu padre sea el rey de tu ciudad —dijo en tono despreciativo—, no tiene poder sobre mi valle. Soy la única soberana de sus aguas y sobre mis dominios solo gobiernan mis reglas. Y tú, por más que seas su hijo, no tienes autorización para estar acá. El precio de quien incumpla las reglas en el valle de Kamandra... es la muerte. —Un rechinar de ladridos retumbó como si proveyera de fauces de vidrio que se resquebrajaron con el impacto de las palabras—; a menos... que dejes a cambio tu arma —Kamandra señaló el báculo luego de intimidar.
—No es un arma común, es Bércijuz; el emblema de seguridad de la ciudad.
Continuó ingenuo brindando información que no debiera. Desconocía a la extraña con la que conversaba. Y desconocía que la información brindada, podía ser un arma letal en sus manos.
—Si no es un arma, ¡¿por qué la portas y la realzas en gesto amenazante?! —Interrogó astutamente.
No hubo respuesta para la pregunta de la bruja por parte de Fabrich, que saboreó el amargo de su propia saliva resuelto a terminar la conversación, al sospechar un oscuro y contundente interés de su adversario. No era momento para lamentarse por lo que había hecho; pero era cuestión de enmendar el error sin que tuviera que aceptarlo. Sabía que debía afrontar la situación de la manera menos conveniente y menos experimentada: batallando. Intentó dar marcha atrás, pero se encontró cercado de alimañas; eran tantas y maléficas, que podían amollar su espada y devorarlo vivo. La orden de su ama sería determinante para un final efímero o persistente, cuando también contaban con la capacidad de alargar el efecto del sufrimiento.
—¡No tendrás a Bércijuz mientras viva! —alardeó con valentía al insinuar la apertura de una batalla.
—¡Muerto, no lo necesitarás! —sentenció la bruja en tono despectivo.
La respuesta anticipó lo que pasaría. Entre los desgarbados y deformes dedos de su mano derecha, el dedo índice se abrió paso extendiendo sus falanges, hasta quedar convertido en un chamizo de quince pulgadas que hacía las veces de varita mágica. Al instante, la orden muda de Kamandra rebotó en los arcaicos cerebros de las cocuimas que se abalanzaron como proyectiles sobre sus víctimas, lanzando destellos de luz a destiempo que, entre cientos de aves, se convirtieron en una ráfaga mortal al desplegar sus alas iluminando el objetivo, que palidecía acobardado entre candiles.
Fabrich no sabía manejar el miedo con sabiduría. La experiencia vivida con Rhudo, fue menos tormentosa. Pero tratar de escapar de tantos enemigos era un problema mayor cuando no sabía a donde huir. En ese preciso momento sintió la adrenalina esparcirse entre la sangre en forma de pólvora líquida a punto de explotar. Fue el reflejo por sobrevivir y la lealtad guerrera escrita en el ADN lo que lo incitó a combatir. El motivo llegó con el ataque de las cocuimas. Sosteniendo la espada en una mano y blandiendo el báculo como una espada en la otra, comenzó a batallar con el ímpetu del miedo como escudo.
Había llegado la hora de mostrar su grandeza así estuviese en desventaja. La hora de intentar recrear la excelsitud de su padre. La hora de la verdad para sentirse un guerrero digno de Aldana. El momento para hacer su aporte en la batalla por la paz, así no fuera una paz eterna; porque aquellos enemigos, aun muertos, seguían latiendo.
Aldana fue creada como el lugar habitable de los Traivons, y los Traivons fueron creados para domar la guerra y doblegar el mal de sus enemigos. Fabrich tenía un alma guerrera en su interior, pero hacía falta que la despertara de su hipnosis.
El experimentado preistbur, combatió protegiendo lealmente a su jinete. La fortaleza de su cola embistió triturando cocuimas que parecían multiplicarse, vertiendo de los conjuros de Kamandra que no cesaba de pronunciar desde sus carnosos y cuarteados labios, pareciendo que las palabras se rasgaban al tratar de salir de su boca infectada, rozando entre las grietas.
El tiburón de batalla operando como una poderosa máquina predadora, se atragantó de cuantas cocuimas cupieran en sus fauces para ser pulverizadas entre los dientes afilados que rechinaba generando pequeñas descargas eléctricas. La carne triturada de los peces plumíferos con el agua, quedaba convertida en alimento licuado de consistencia grumosa que luego vomitaba. La acción fue repetida cuantas veces pudo hartarse de aves para descuartizarlas. Las aletas laterales y la cola se volvieron rígidas como el metal para batear a sus rivales. Cantidades escandalosas de cocuimas que parecían vaciadas por raudales, volaron destrozadas a todas partes.
La suerte de Asicante se fue desvaneciendo hasta tornarse efímera, cuando bandadas de murpélagos y anguilas sediciosas, llegaron como refuerzos, acorralando y atacando con sus picos y garras punzantes, que se multiplicaron haciendo herida, mutilando partes de su cuerpo. Como animales pendencieros, atacarían hasta el festejo de su muerte. Fabrich por su parte, batallaba despedazando alimañas con la espada y golpeando con el báculo. La guerra desigual se convirtió en un mandamiento que la bruja estaba dispuesta a cumplir, así tuviera que valerse de todos sus ejércitos y de la bestia de los siete miedos que reposaba en su cueva. Salir vivos de aquel infierno, era una proeza imposible de lograr para dos guerreros.
Un fuerte alarido pregonando el final de muchos tiempos, brotó del tiburón antediluviano, cuando las garras insistentes de una cocuima perforaron uno de sus ojos haciéndolo rabiar desorientado por el dolor; los movimientos de ataque no fueron bien sorteados por su jinete que perdió el mando de la montura. Centenas de lampreas primitivas de cuerpo gelatinoso y cilíndrico de un cuarto de yarda de longitud, como trozos de manguera con vida propia se abalanzaron habilidosas sobre la corpulencia del animal, ajustando con precisión su boca circular en forma de ventosa para absorber su sangre debilitando su corpulencia.
Fabrich aún permanecía aferrado al báculo con su mano derecha; la mano izquierda, intentaba soportar la espada. Las dos herramientas comenzaban a pesarle por el cansancio. Tras una larga y desventajosa batalla que se hacía interminable, el miedo fue un desafortunado amuleto de entrada para el cual no estaba preparado, y con el que tuvo que combatir en forma inconsciente. Fue entonces, que un dolor mortífero y desconsolador le atravesó el alma, cuando presenció la caída del stethacanthus en medio de chillidos devastadores que enmudecieron su propio grito, tras ser devorado en vida por los ataques compulsivos y consecuentes de las cocuimas; con sus picos y garras apuntalados sobre la piel, desmecharon su cuerpo rígido como si le estuvieran arrancando trozos de corteza a un árbol, luego, perforaron la superficie taladrando sobre el cuerpo del animal como si fueran pájaros picatroncos, para apreciar más de cerca a las entrañas que les servirían de alimento.
Por su honor prehistórico, como si lo hubiera razonado inconscientemente, Asicante se transformó en un abominable monstruo marino alentado por el instinto guerrero de su raza, rabiando en medio de la agonía y el dolor para arremeter con la furia contenida en su cuerpo herido. La hechicera debió tomar parte en la batalla o su ejército de cocuimas acabaría por quedar en el recuerdo, por más que sus pérfidos labios evocaran el conjuro para crearlos.
En medio de la desigual batalla, la magia de Kamandra comenzó a debilitarse al sentir las entrañas curtidas por el síntoma de la vejez. Todavía no conseguía el corazón para renovar y fortalecer su vida por un nuevo período de nueve años. Levantó su lánguido brazo derecho, decorado de fango y escamas, y con el dedo índice convertido en varita mágica para injuriar la ferocidad del stethacanthus, aligeró la furia de un trueno marino que emergió desde abajo como si el demonio se lo hubiera mandado por correo en entrega inmediata, y lo descargó sobre el lomo del animal.
—¡¡¡Asicante!!!
Gritó eufórico Fabrich, cuando el espíritu batallador de su mascota, se le escapaba del cuerpo a través de las heridas que parecían miles de riachuelos desbordados, alejándose de las fronteras de la carne para quedar inmerso como un reflejo en el agua, atrapado en su apariencia acuosa y mezclado entre las sombras fantasmales del valle. Era la alegoría de una muerte injusta para un destino despiadado y el remordimiento del Traivon, que lloraba su pérdida en medio del enfrentamiento.
—¡Asicante! —dijo el rey Bridas.
Sintió en su propio cuerpo la muerte de su leal amigo, como un mortífero puñal con vida corriendo entre las venas para intentar llegar al corazón. Estaba conectado a su aura a través de la evolución y del agua. La noticia la recibió emanada desde el sufrimiento del animal hasta el instante mismo en que dejó de sufrir. Ya era un segundo evento trágico en demasiado poco tiempo. Aquella plácida mañana en la villa deportiva se había convertido en tragedia, que la creyó como una consecuencia generada por la rebeldía de su hijo.
Esa perfecta y necesaria conexión entre el Traivon y el stethacanthus para lograr vencer en las guerras desatadas, se había perdido con su muerte. El rey decidió herirse así mismo con la daga de la premonición, antes que contarle a su esposa para alarmarla. Su mirada atónita y su corazón inquieto no le permitieron disfrutar de ningún evento deportivo. Condujo la mirada extraviada a través del enorme ventanal hacia el mar, para disimular los temores que se desgajaban como culpas en su interior.
—Adiós, mi guerrero amigo —lo despidió entre lágrimas.
Se convirtió en la mascota de Fabrich, luego que se la obsequiara como un tributo a su juventud en desarrollo, para que despertara el sentido de la responsabilidad encaminado hacia un futuro cercano. El stethacanthus era un símbolo de grandeza para el rey. Más que un tiburón de guerra, era su protector, su amigo, la otra parte animal que se entendía con su instinto. ¿Quien mejor para compartir con él que su propio hijo? Fue la pregunta que se hizo poco antes de su obsequio. El fulgor de la guerra ya no estaba en sus planes, y la edad de Asicante, lo hacía merecedor de un descanso para terminar sus días de gloria con una muerte digna, la que no imaginó batallando en una guerra desigual, edificada sin el coraje de la razón y donde jamás debió de existir.
La conexión con su hijo permanecía latente pero no cesaba de mortificarse por lo que pudiera pasar. Bércijuz, más que una protección para la ciudad, era entendida por él, como el anteojo del tiempo, el espejo donde se reflejaban las cosas ocultas, la extensión de la vida, el punto de partida y el punto de llegada. Y quien sabe que más... Sabía que lo necesitaba como nunca. Su hijo aún no contaba con la habilidad y el dominio para manipularlo. Solamente la confianza desplegada hacia él desde su padre, le haría despertarla, pero, para un Traivon ganar méritos reconocidos por el soberano de Aldana, había que merecerlo.
El rey debió conformarse con el poder individual de su brazalete. En armonía con el báculo, ni el soberano poder destructivo de la maldad podía siquiera hacerle un rasguño a quien lo portara, ni perturbar lo que estuviera en su trayectoria de poder. Pero, la fuerza persuasiva que habitaba solo el brazalete, escasamente alcanzaba para proteger a su posesor y a quienes lo acompañaran, siempre que su enemigo no decidiera combatir por mucho tiempo.
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