La decisión
Las mil expresiones en el rostro del monarca manifestaron más que un simple malestar. El espíritu ofuscado se revolcaba en su interior cuando la paz de su sonrisa comenzó a morir con la angustia. Sus manos temblaron, y el brazalete centelleó con colores pálidos y fríos. La luz de la ciudad amenazó con decolorarse... Los corazones de los habitantes reunidos en la villa deportiva, se tornaron mudos como sus pensamientos y sus bocas. La flameante carrera de cambratilos que estaba en desarrollo, quedó suspendida. El mediador de la carrera miró en dirección al rey. Su ejército lo miró. Su familia lo miró. Todos lo observaron inquietos y las miradas le llegaron como acosos fantasmales que no hablaban, pero insinuaban. Se sintió acorralado, con autoridad y sin ella. Su mirada temerosa recorrió la villa deportiva esquivando las miradas de los habitantes y visitantes, y se sumergió tímida en su repentino estado de inconsciencia arropándose con la vergüenza. Le llegaron desordenados recuerdos ancestrales de batallas, de sacrificios, de guerras prohibidas, de miedos aterradores, de perturbadores sufrimientos. Todos, desplazados ante un revelador suceso que dolía más por estar sujeto a través del hilo de la consanguinidad histórica.
El mar bramó con más fuerza que antes, como si la furia del monarca la sintiera agitada en sus entrañas. Esparció más de la cantidad suficiente de agua al interior del canal que bordeaba a la ciudad, con la vitalidad necesaria para crear un fuerte oleaje, que los cambratilos y sus jinetes lo sintieron golpear sin la pronta intención de detenerse. Todo indicaba que el mar al interior de la escafandra amenazaba con desbordarse... La coraza de hielo traslúcido que protegía la ciudad, quedó despoblada de espectadores; hasta las luciérnagas y peces abisales apagaron su luz biológica.
Lucefa lo observó con gesto temeroso y preocupado, difícilmente apacible. Su mano derecha aprisionando el pecho sentía los latidos dobles de su corazón y del corazón del rey, como si estuvieran conectados. No se atrevió a acercarse a su esposo, al sentir que sus pensamientos como su mirada, eran repelidos por la ira interna que aún no cesaba. Su entereza había sido lastimada con la muerte de Asicante, por la actitud insolente de su hijo primogénito. Sintió la aniquiladora peste del infierno fluir por las venas del alma y tentarlo a cometer el peor de los errores. Pero el equilibrio estaba allí, la voz interior del dios Wol tronó a la orilla del espíritu, y lo orientó para evitar el desborde de sus emociones. De nuevo estaba remediando sus males.
Todo lo vivido desde la salida tempestuosa de Fabrich, lo padeció el rey en un santiamén inexplicable. Se marchó con descortesía de la villa para evitar la intervención de algunos visitantes que querían acediarlo. Se dirigió veloz a su dormitorio, que la sutil y soberana capa sujeta de su cuello se extendió en posición de vuelo, sostenida por la fuerte brisa que emanaba de las aguas turbulentas. Hasta los pensamientos necios debieron desprenderse en su mollera. Ingresó a la habitación y pasó de largo hacia el fondo, hasta atravesar la puerta que conducía a la oficina; un inmenso salón que contenía libros, documentos, muebles y recuerdos donde pasaba la mayor parte del tiempo recreando estrategias de vida, que en otros tiempos fueran estrategias de guerra. La nueva situación, requirió dilucidar una estrategia especial que relacionara los incidentes acaecidos con una pronta solución, para lo cual, necesitó de la mejor estratega en este tipo de situaciones: su esposa.
Se acercó a la mesa donde reposaban botellas de licor, elaborado de las mejores especias marinas. Tomó una botella y se sirvió un sorbo largo hasta acabarlo. Lucefa no demoró en llegar repasando con la sutil pisada de sus pasos, la marca que los pasos del monarca atestaron en el suelo; observó su comportamiento parada entre la frontera del dormitorio y el salón, sintiendo la necesidad de intervenir. Cerró la puerta y se acercó decidida hasta recostar la cabeza en su espalda y las manos en sus hombros, las mismas que quedaron suspendidas en el aire tras la huida del soberano un par de pasos adelante. Luego de llenar la copa... la bebió y dejó junto con la botella sobre la mesa. La intención de la reina era hostigar con el amor para hacerse sentir, así que decidió repetir la sincera actuación encontrando una respuesta distinta. El rey tartamudeó una insinuación de disculpa, que luego, tras un breve silencio mágico, cambió por el rechinar de los dientes triturando a la altura de la boca, los pensamientos absurdos que aún nacían en su cerebro y parecían desgajarse hasta sus fauces. Las manos caídas con los dedos crujiendo en un tic nervioso momentáneo, también hicieron su aporte; hasta el sonido del espíritu estropeado, pareció escucharse. El plácido respirar de su esposa aireando su rostro le hizo experimentar un esfuerzo indómito para no revelar el trágico dolor que sentía, y a la vez, procuró domar el espíritu intranquilo en sus tres roles: como rey, como padre y como esposo. Un largo y profundo silencio antes de cualquier conversación fue necesario para desahogar los tormentos nacidos en la irreflexión.
Con el sosiego de su espíritu el rey Bridas recuperó la cordura. Y de forma extraña, la calma retornó a los alrededores de Aldana. La brisa infiltrada cerró sus alas reposando sobre la turbulencia que decaía desarticulando las olas. El agua circulante sobre el canal, pareció detenerse. Los Traivons y los visitantes de otras comunidades, susurraron por todas partes sin levantar la voz que pudiera ser escuchada por los oídos de Aldana. Los juegos se reanudaron en la villa deportiva. Y sobre la coraza de hielo, retornó la primavera de peces. Pero aún, las preocupaciones habitaban en los cerebros de los reyes.
—Esta es la actitud que debes de conservar siempre —sugirió Lucefa.
—Un rey no puede expresar debilidad —declaró Bridas.
—Tampoco ira contra los suyos y su raza —refutó Lucefa—. Además, no debes olvidar que tenemos visitantes. Los vi incómodos con tu proceder, más que con el proceder de Fabrich. En especial a los Grícantol y los Mhedunaz, a quienes jamás les he conocido un gesto cordial... Fuiste grosero cuando intentaron platicar al verte molesto. Sólo huiste. ¿Qué podrían pensar del rey de Aldana?, ¿cuál crees que sería su actuar el día de mañana si encuentran debilidad en tu imperio?, ¿crees que seguirían encubriendo una falsa imagen de la paz que supuestamente todos defienden?
La miró de reojo sin decir una palabra.
La comunidad de Aldana es inteligente y observadora —prosiguió recreando un argumento conciso que debatiera cualquier insinuación de su esposo—, y siempre querrán ver en su rey, la vitalidad, el liderazgo, el valor y la iniciativa; cosas simples que harán de un Traivon, un gobernante sabio como tú, Bridas, y harán de la nación, una comunidad convencida en los principios que siempre has profesado y de los que todos se ufanan. No los decepciones ahora.
—¿Qué piensas, Lucefa?
Cuestionó el rey, girando el cuerpo hasta enfrentar su rostro con el de su esposa. Los dedos ya no crujían, pero empuñaba y desempuñaba la mano derecha como si le hiciera falta sujetar algo. Unos segundos de silencio fueron suficientes para meterse en su mirada. Prosiguió con la pregunta.
—¿Acaso crees que gobernaré tranquilo sin el báculo?
—Ya lo hacías antes de tenerlo y de tener la ciudad que nos alberga —respondió con la fragilidad con que se doma una pregunta necia—. ¿Acaso no te veían como a un rey? ¿Cómo crees que llegó el título?
—No lo comprendes, Lucefa.
—Qué es lo que no comprendo, Bridas. Que Bércijuz es parte de Aldana, de su seguridad; que es un complemento del mensaje para lograr la paz. ¡Claro que lo comprendo! Pero Bércijuz no es la paz. Tu corazón no es el báculo. Tu espíritu no es el báculo. Tu vida no es el báculo. Hasta el mismo Bércijuz te necesita, así como te necesitaron los Dioses.
El rey recibió las sabias palabras de su esposa, pareciendo que conociera en detalle el diálogo que sostuvo con el dios Wol cuando le obsequiara el báculo. Confiaba plenamente en ella y la enteró en su momento sobre el poder de los tres imanes, pero no con la filigrana con que fue tejida cada palabra por su creador. Estupefacto, esperaba escuchar de ella un trozo de pensamiento, una idea relacionada con lo que el dios Wol le dijera: «...El báculo que te entrego es un símbolo de protección y de grandeza. Pero la protección y la grandeza serán más efectivas, si el rey, el báculo y el brazalete, se convierten en uno sólo como símbolo de alianza sagrada. Tres imanes, cada uno con su poder particular, que actuando independientes, los limita». O quizá, escuchar algún dato relacionado con las manifestaciones del bien y del mal, o con el séptimo aro que lo formaba la empuñadura de su mano y simbolizaba la sabiduría; información que él y solo él, guardaba en el recinto de su juicio.
El dios Wol tenía razón cuando le expresó que, Lucefa, era una excelente esposa, madre y guía para Aldana, un fuerte complemento en su vida y una influencia positiva en sus logros.
—Eres inteligente, Lucefa, pero no puedes pretender que obvie el comportamiento de Fabrich —manifestó el rey, prosiguiendo en revelar su desconsuelo ante el peripatético proceder de su hijo, cuidándose de mencionar la más mínima palabra sobre Asicante—. ¡Me falló! ¡Le falló a su comunidad y a su familia! ¡Me hizo ver como un inepto ante todos! —manifestó colérico.
—No pretendo que obvies su conducta —expresó sutilmente, Lucefa— pero tampoco considero que nos haya fallado. ¿No te has puesto a pensar que pudo ser al contrario?
—¿Y cómo quieres que interprete su rebeldía?, ¡¿sintiéndome culpable porque no fue capaz de manejar una relación sentimental?!
Lucefa lo había enterado de la supuesta causa antes de que abandonara el recinto deportivo, sucedió cuando entre dientes, evitando que los demás se enteraran, le susurró al oído: «es por Anarina».
—No pretendas cambiar las cosas ahora —prosiguió—. Sabes bien lo que hizo: ¡Es insolente! ¡Le falta humildad! ¡Desautorizó a su padre y a su rey! ...y, no ha madurado en su comportamiento.
El rey no pudo evitar sublevarse de nuevo conociendo el infantil motivo de la disputa. Las manos parecían batutas expresivas e incontrolables que graficaban cada palabra.
—Y tú, sin valorar que eres rey y padre, quieres actuar de forma premeditada y despiadada. ¿No crees que te estés comportando igual a tu hijo? —cuestionó la reina controvirtiendo la opinión del rey.
—No lo justifiques, Lucefa. Hoy demostró que no es digno de liderar a su raza. El rey Bridas ratificó su indignación refutando cada argumento de su esposa.
—¡¿Y quien es digno para el rey Bridas?! —Lucefa impugnó el último aporte de su esposo, subiendo de tono a la conversación que se iba acalorando en el intercambio—. ¡¿El general Rhudo o algún otro de tus comandantes?!
Por la expresión colorida del rostro afinando el verbo de la ira, el rey sintió que las palabras de su esposa atropellaban su orgullo ya desvalido.
—Tú mismo has manifestado que Leopoldi y Perkes no están listos. Ni el mismo Fabrich. ¿Cuándo crees que estén listos?, ¿cuándo su padre, actuando siempre como su rey, lo determine bajo las reglas de su mandato y no bajo las normas del hogar? Son jóvenes, requieren disciplina, pero también demandan amor y respeto, y bajo estos sagrados principios aprenderán más fácil. ¿No era lo que afirmabas cuando eran niños? No los puedes seguir viendo como soldados de Aldana porque también son tus hijos —concluyó.
El rey suspiró conteniendo la bestia interior, que transformada en ira, amenazaba con romper los barrotes emocionales del encierro. Perkes y Leopoldi, que no estaban participando en las competencias de aquel día, siguieron a sus padres hasta el dormitorio, con cautela y a hurtadillas detrás de la puerta del salón, direccionaron sus orejas para escuchar cualquier palabra que los sacara de la incertidumbre.
—Lo siento. No quise hablarte así —ofreció disculpas a su esposo luego de un manso respiro—. Sólo quiero que no lo subestimes, y que actúes mas como un padre que como un rey.
Intentó recuperar la cordura repudiando la aspereza de su comportamiento con un cambio de actitud. Se acercó de nuevo y lo rodeó con sus manos a la altura de la cintura. El rey aceptó con gesto amable, colocó sus manos sobre las de su esposa y cerró sus párpados para mitigar el malestar.
—A veces, sin desearlo ni pensarlo —expresó el rey—, afloran vestigios de ofuscación haciendo daño, que de inmediato... y nuevamente sin pensarlo, se adopta la naturaleza del arrepentimiento. Jamás habíamos discutido, mi reina —culminó condolido.
—Tal vez —respondió—, porque jamás un hijo había sido lastimado en sus emociones, y era necesario que ocurriera para hacerse sentir y retarnos a entenderlo. Sólo espero que su actitud no atraiga graves consecuencias.
—Debo buscarlo —reaccionó el rey, tras escuchar las últimas palabras de su esposa y recordar el trágico incidente de Asicante. El dolor retornó a su corazón.
—Deja que tus soldados lo hagan. Aldana te necesita, pero nosotros, más —aclaró la reina—. Prométeme que lo harás.
—Lo pensaré —añadió el rey con la mirada todavía turbia por el suceso.
—No es suficiente para mí —insistió—. Promételo.
—Lo prometo... por ahora —concluyó el rey procurando complacerla.
En las afueras del salón, Leopoldi y Perkes, en un esfuerzo disimulado y complaciente, habían entreabierto la puerta que estaba sin seguro para mejorar la recepción audible de la pugna familiar. Serenia llegó, y con un gesto arrogante e infantil pero seguro, empujó la puerta que se hallaba a medio abrir para intervenir con su inocencia en el diálogo de sus padres. Justo a tiempo, la conversación había quedado suspendida. El rey se safó de su esposa y la tomó en sus brazos; dirigió la mirada hacia sus hijos luego de ser descubiertos; no se atrevían a entrar cuando la expresión de su rostro no era tan sutil como debiera. Su madre igualó la mirada del rey que no lograba ocultar la preocupación que aún lo invadía, e intuyó en esa extraña mirada, que había algo oculto que no le fue revelado.
Una noche de desvelo fue suficiente escarmiento para un rey, que había perdido someramente el horizonte de su mando. Se sintió acosado por el especular de un nuevo día con el espíritu a medio apaciguar, el cansancio entre lamentos y la mente en controversia. Fue el oceano que madrugó a bramar en las proximidades de Aldana quien lo despertó, para que el desasosiego acariciara las venas rebosantes de angustia. El provocante síntoma de la preocupación todavía tintineaba en sus adentros, y esta vez, con más ímpetu que el día anterior; inevitablemente, Fabrich se había convertido en uno de sus problemas. Lucefa no dejó de orbitar en su sistema nervioso como un satélite sin rumbo fijo.
El mensaje que percibió a través del oído del mar sobre Asicante y su hijo, sumado a las manifestaciones que el brazalete le reveló durante el insomnio en cada latido, y mortificado una vez más por la ausencia del báculo y los peligros que esto representaba, lo obligó a tomar la decisión de ir en su búsqueda. Sabía que la ciudad no podía quedar a solas. En ese momento añoraba el apoyo del general Rhudo, así fuera cuestionado por su esposa, y que, en el infortunio del destino, se imaginó apesadumbrado en el azar de la muerte implorando su regreso. Un pensamiento necio que sucumbió en lamentos apenado por la pérdida.
También extrañaba la presencia del dios Wol. Era de suponer que estaba enterado del incidente, pero su silencio le dio a entender que estaba molesto por lo ocurrido, y que lo enfrentaría cuando apaciguara su espíritu sagrado.
«El espíritu inquieto de un rey es nada —reflexionó Bridas mentalmente—, ante el espíritu inquieto de un Dios».
La reina Lucefa, que recién despertaba para el nuevo día, salió del estanque nupcial y se le acercó cautelosa hasta tocar su espalda, cortando toda acción meditabunda.
—Es hora de partir —le insinuó a su esposa luego de un profundo suspiro, con el que exhaló los residuos de la incertidumbre.
Con regocijo y desaliento a la vez, su mirada sin deleite alguno escarbaba desde la platea de la habitación hacia las afueras de Aldana. Guardaba la remota esperanza de que Fabrich apareciera cuando iba en sentido contrario a su deseo. La reina permaneció recostada sobre su lado derecho con la cabeza reposando en el hombro, la mano derecha entrelazada con la mano derecha de su esposo, en tanto que la izquierda, intentaba alcanzar el hombro izquierdo por el camino de la espalda, y la mirada, húmeda y taciturna, se desprendía hacia el vacío de la nada.
—No entiendo —comentó Lucefa.
—¿A que te refieres? —Consultó el rey Bridas inquieto por el comentario, dando un leve giro a su cabeza que retornó sin apreciar el semblante de su esposa. Bastó un bocado de silencio puro y discreto para interpretar la sagacidad de lo dicho, y otro bocado más, para dilucidar el desenlace.
—¿Por qué cambiaste de opinión? —le consultó pasiva sin la menor insinuación de un posible desacuerdo.
El rey volvió la mirada sobre su hombro derecho donde se hallaba su esposa, pero por el respeto que le tenía, se vio obligado a colocarse en frente suyo; la miró fijamente colocando la mano derecha sobre su hombro izquierdo, en tanto que, con la izquierda, sujetaba un vaso de agua medicinal para relajar la tensión que lo tenía al filo de la ansiedad. Bastó un santiamén para desnudar mil pensamientos, en el mismo tiempo que saboreó una sonrisa a medias. Quiso confesarle sus intuiciones sobre Asicante y Fabrich, pero, el verse reflejado en sus ojos de bondad infinita donde valía la pena perder la razón o hasta el sentido, le hizo cambiar de juicio. Era inevitable no hacerlo.
—¿Si? Dime algo, amor, por que la daga que hay en tu mirada, me está cercenando el espíritu —manifestó apesadumbrada por la intención de su esposo.
No era para más. Lucefa interpretó sabiamente el silencio, la postura, el sorbo de agua aromatizada y hasta la escasa y nerviosa sonrisa gimiendo entre dientes. Las palabras dicientes de su amada esposa lo volvieron en sí. De nuevo, quiso contarle la verdad sobre Asicante en un segundo suspiro, luego de que en el primero se le hubiera extraviado, pero fue un vano pensamiento sin propósito.
—No es nada, mi reina —respondió domando la angustia—. Es... es sólo el deseo inevitable de verte feliz. Esa es mi grande preocupación.
—Quédate entonces, conmigo, manda a tu ejército. Leopoldi se sentirá orgulloso y agradecido si lo tienes en cuenta.
—Ni lo menciones, Lucefa —refutó—. Eso no será posible.
—¿Por qué no? Ellos traerán a Fabrich, y... Bércijuz retornará a tus manos.
Como una esposa preocupada por el azar intentó persuadirlo de su empeño en formar parte de la brigada de rescate.
—No, mi reina. En esta ocasión, esa tarea es solamente mía —declaró con autoridad—. Se trata de nuestro hijo, y a la vez... sabes que Bércijuz es nuestra protección. Desconocemos lo que pueda ocurrir si otros se enteran de este incómodo evento, que es demasiado probable de ya haber ocurrido, o de no haber sucedido aún, pasará tan pronto culminen los juegos. Presagio los rumores como aves de mal agüero paseándose por los pasillos de Aldana. Y no dudo que ocurra lo mismo en las afueras recorriendo cada valle, cuando fueron muchos los que advirtieron a Fabrich apoderándose del báculo y huyendo de la ciudad. Un simple percance que puede convertirse en fatalidad. Ninguna otra comunidad cuenta con un arma prodigiosa como protección, y el desconocimiento de su enorme poder del que ya se ha fantaseado, puede despertar la envidia de tenerlo. Es mi deber ir en persona a recuperarlo. Es mi voluntad y la voluntad de los Dioses. Sé lo que puede pasar si cae en las manos equivocadas. Y también sé, que las únicas manos que pueden apreciarlo, son las mías. ¿Hasta cuando? Es potestad del rey... decidirlo.
—Entiendo entonces que los juegos deben continuar, y seré yo, quien asista a la ceremonia de clausura y premiación —afirmó Lucefa.
—Sí —confirmo el rey Bridas—. Sería desacertado suspenderlos, porque es igual que convertir a nuestros invitados deportistas, en mensajeros de una mala noticia que volará como ninguna, porque las buenas, mi reina, siempre viajan más lento. Además... se ha sabido que hay hechiceros poderosos en cada rincón del océano, y sería iluso no pensar en que ya están enterados.
—Pídele a Zadira que los acompañe —insistió Lucefa en protegerlo a cualquier costo.
Las portentosas palmas de sus manos se posaron sobre los delicados hombros de su esposa.
—Zadira es más importante para la ciudad y obedecerá a tu corazón que tiene la trasparencia de la paz; podrás invocarla cuando lo requieras. Pero si marcha a mi lado, Aldana será vulnerable. Ella se quedará acá, a tu lado. Tú y la ciudad la necesitan. Sin ella, no puedo estar más intranquilo de lo que ahora estoy.
El monarca fue claro y preciso en su apreciación, que su esposa lo discernió con gesto benevolente; no obstante, intuyó que algo faltaba.
—¿Hay algo más que quieras decime? —preguntó marcando vivamente la expresión del rostro, agrandando la mirada y lanzando una disimulada mordida de tiburón que parecía no doler, pero que hacía reclamo.
—Perdona, esposa mía —concluyó el rey Bridas—, pero hay secretos sobre Aldana y Bércijuz que solamente le han sido revelados al rey. Evadió mencionar a Asicante.
Lucefa, con gesto de recelo, procuró comprender las palabras de su esposo calzando sus zapatos, lo que asintió con el silencio. Pero su corazón continuó cavilando y supuso que aquello tenía sentido, siempre que ella no permaneciera al margen del mandato sobre el reino que más la conmovía, más le dolía y más la aquejaba en su rol de madre: la familia. Algo que ni el mismo rey de Aldana, ni el dios Wol, ni ningún otro Dios existente, bueno o perverso, podrían cambiar. Así se lo hizo saber a su esposo:
—Eres el rey de Aldana y eso lo respeto por más que presuma ser la reina, un accesorio que de no haberse dado el título que ostentas, no existiría. Pero en el hogar, los títulos son dos, la autoridad es de dos y no alberga secretos. Jamás permaneceré ajena en este mandato.
Lucefa aseveró con tal apetencia su rol de madre y la incidencia en el hogar, que pareció emitir más una condición, que un juicio. Era fácil deducirlo por la parquedad expresa en el rostro. El rey Bridas en un gesto de reverencia, honra lo manifestado por su esposa y toma un sorbo de agua medicinal antes de emitir un juicio:
—No es mi intención que lo hagas, Lucefa, no me lo perdonaría —respondió al comprender la perfecta reacción intuitiva en su género que jamás podría cuestionarse, y menos, cuando se trataba de los asuntos de la familia.
Leopoldi, en esta ocasión, con la ansiedad como la impaciencia relumbrando en su rostro, pero sin la ingenuidad de la vez pasada ni el acompañamiento improductivo de Perkes, ingresó a la habitación de sus padres. El comportamiento de Fabrich había hecho un rasguño en su carácter que no pudo ocultar. La ansiedad lo hizo tropezar sin caerse, que su padre interpretó a su manera comprimiendo entre los gestos del rostro una preocupación enorme. Su madre lo observó comprensiva con un gesto más apacible.
—¿Qué pasa, hijo? —intervino iniciando la conversación con el ánimo de apaciguar el momento mímico.
—Quiero apoyar en la búsqueda de mi hermano —soltó la espina que lo martirizaba sin titubeos.
—No irás, Leopoldi.
La respuesta certera de su padre relució como el filo de una espada.
—¿Por qué no puedo acompañarlos? Se trata de mi hermano —reclamó.
—¡Y yo soy su padre!, ¡tu padre!, ¡el rey!, ¡y quien tiene el poder! para tomar las decisiones en Aldana —respondió Bridas, molesto y con el filo asonante de cuatro espadas, una por cada aseveración.
—Tu padre está inquieto por la actitud imprudente de tu hermano desconociendo lo que pueda ocurrir, y teme que algo pueda pasarte —intervino su madre de forma prudente, revelando una actitud pacificadora para menguar la energía audible del rey.
—Estoy preparado para la aventura, madre —aportó Leopoldi en su defensa. No fue la forma correcta de expresarlo para justificar el interés.
—No se trata de un paseo, lo que significa que aún no lo estás —puntualizó el rey Bridas contradiciendo el deseo de su hijo.
—No dije que se tratara de un simple viaje...
—Sé lo que quisiste decir —repuso el rey cortando la explicación.
—Ven, hijo.
Lucefa lo tomó de la mano y se apartaron unos metros... El rey se acercó a la mesa para servir otro trago de agua medicinal.
—Debes comprender a tu padre. Está inquieto por la intransigencia de Fabrich, y el riesgo que significa portar el báculo fuera de la ciudad. Sabes que la protección de Aldana es toda su responsabilidad, al igual que su familia. Es por lo mismo que liderará la búsqueda.
Lucefa entró en detalles para procurar disuadir la opinión sin palabras que su hijo articuló con gestos frente a su padre.
—Una responsabilidad que podría compartir liberando parte de su carga, madre —respondió hábilmente.
—Ya pasará —justificó—. El sabe cuando hacerlo.
—No, madre. No lo sabe —contradijo Leopoldi—. Mi padre es un gran hombre. Pero esta cegado.
—Es tu impresión, hijo. —Lucefa se esforzó por sacar en limpio su actitud autoritaria—. Debes entender, que por lo ocurrido con Fabrich en el momento menos oportuno, no es fácil tomar una decisión que puede ser desacertada para todos.
—Eso... madre, lo interpreto como inseguridad de rey y de padre. No sé... Pero debe ser algo más que con el tiempo sabremos —complementó—. Si le pidiera ahora, que me deje formar parte del ejército que quedará dispuesto en la ciudad, de seguro que igual lo rechazaría.
Leopoldi en su obstinación, quiso hacerle entender a su madre, lo que él había visualizado en la conducta de su padre desde tiempo atrás; estaba relacionada con la asignación de responsabilidades.
—¡Intentémoslo! —respondió con duda, Lucefa, cuando ya lo había insinuado antes de la presencia de Leopoldi; lbergaba la esperanza de que cambiara la decisión. Retornaron a la cercanía del rey que conservaba la mirada turbulenta desde la intervención de su hijo.
—Leopoldi comprende el objetivo de la misión y aunque siente desasosiego por la decisión que has tomado, está interesado en apoyar al ejército que custodiará la ciudad en tu ausencia —argumentó Lucefa.
—Zorquiel estará al frente —declaró secamente el rey—. Si quieres ayudar, Leopoldi —dirigió la mirada hacia su hijo—, puedes comenzar por observar cualquier situación de duda o desconfianza que ocurra en la ciudad y los alrededores, pero sin salir de este lugar, y de inmediato se lo comunicas al comandante —concluyó el argumento con autoridad en su empecinada decisión de mantener a su hijo al margen de cualquier situación que promoviera riesgo.
—Puedo ser más que un vigilante, padre.
Leopoldi refutó la oferta en tono despectivo. Se sintió lastimado con la directriz, que lo hizo sentir pequeño y sumiso, incapaz de asumir una seria responsabilidad. Lucefa sintió el desprestigio como propio. Observando al rey, creyó no conocerlo.
—Es algo en lo que puedes ayudar —declaró—, y es igual de importante para Aldana. Si no es suficiente para tus caprichos, búscate otra tarea. Hay demasiado qué hacer en una ciudad como ésta.
El rey fue contundente con la respuesta sosteniendo una mirada incisiva que intentó doblegar el ánimo insurrecto de Leopoldi. No era cuestión de convencerlo, sino, de hacerle entrar en razón que, ante la autoridad, la obediencia es un agasajo inmediato.
—¡No, padre! ¡No es suficiente para mí! —vociferó Leopoldi—. Te lo dije, madre. Para él y su grandeza, sus hijos no son más que inútiles... Casi que estorbos (¡).
Leopoldi recibió la decisión de su padre como un insulto. Dio vuelta y se retiró con el orgullo y el espíritu lastimados. Su madre lo miró alejarse compartiendo la aflicción. Retornó la mirada al rey enclavándola en la suya, antes que el parpadeo la hiciera resbalar; intentaba comprender en la mirada imprecisa del monarca, lo que su hijo le insinuó antes de la solicitud que ella misma liderara. Bridas le cortó la comunicación visual desviando la mirada hacia ninguna parte, ni siquiera a su interior. El silencio gorjeó con el suspiro de las bocas agitadas.
El rey Bridas estaba decidido a formar parte de la expedición de rescate; la misión valía el sacrificio, sabía que la ciudad no contaba con la llave de la protección, y Zadira, era sólo una parte de la seguridad, que difícilmente pudiera contrarrestar el mal en todos los puntos cardinales. Pero igual sabía que, de no hacerlo, la incertidumbre haría de las suyas en su corazón atormentado de muchos males, y con certeza, la ciudad perdería el encanto si los enemigos la imaginaban vulnerable, desprovista del báculo; y sus habitantes atemorizados, podrían perder el equilibrio emocional de su corazón, que la iría apagando lentamente. Era necesario correr el riesgo que imaginar el destino de los mundos en las fauces del mal.
Por solicitud de la reina, el viaje quedó postergado para el siguiente día, a la espera de que el rey pudiera dialogar con sus hijos antes de partir y brindar alguna explicación a los visitantes para contrarrestar los rumores. Sabía que un día más, era una gota de vida que se le escapaba a la ciudad, un palpitar menos para el espíritu y otra oportunidad para el mal. Pero el sinsabor de la desunión familiar, era un conflicto mayor que demandaba atención inmediata, porque de lo contrario, perdería el rumbo y haría tanto daño como el báculo en manos ajenas.
Además, quitarle los tacones a la prepotencia de la autoridad para obrar a la altura de las sandalias, sonaba interesante con la esperanza de sembrar algo de confianza y motivar los espíritus rebeldes de sus hijos. Fue Perkes quien acató el llamado de su padre. Su hijo Leopoldi se rehusó a escucharlo desconociendo la intencionalidad del mensaje. Como un enemigo cauteloso se ocultó en el canal que bordeaba la ciudad, deambuló por los estanques y entre los recodos; intentaba burlar a los soldados interesados en encontrarlo. Se ocultaría hasta que su padre se hubiera alejado de Aldana en la búsqueda de su hermano. El rey Bridas orientó a Perkes y le dio nuevas instrucciones a Zorquiel, respecto a la seguridad de la ciudad y de su familia. El nombre de Leopoldi estaba entre las indicaciones con la etiqueta de un caso especial y delicado.
La emperatriz de la ciudad, en un gesto benevolente y comprensible, con algo más de clemencia maternal, no tuvo más opción que apoyar la decisión del rey implorando la suerte de su hijo. Lo despidió con la lealtad que siempre le había tenido, engrandeciendo su ego.
—Aldana ante el mal, no es nada sin su rey y sin Bércijuz. Y yo, no soy nada sin mi hijo ni mi rey; si no tenemos a nuestro hijo que es nuestro propio báculo, no tendremos la fuerza para reinar en la ciudad; igual, seremos vulnerables. ¡Ve y trae a nuestro hijo! Sólo tú puedes hacerlo.
—Como siempre, mi reina, tu sabiduría es la que me alienta —culminó el rey Bridas abrazando a su esposa.
El despertar de Aldana llegó oportuno con un pequeño ejército de veinte Traivons dispuestos bajo las órdenes del rey Bridas y comandados por Safro. Montaron los stethacanthus que lucían alineados con el atalaje para enfrentar cualquier situación difícil. Jinetes experimentados en la guerra y la lucha cuerpo a cuerpo, ostentaban sus espadas de acero templado cortantes y punzantes, bronceadas por el agua y esmaltadas por el tiempo. La portaban orgullosos por ser el emblema de protección personal, el escudo de sus vidas. Aldana los vio partir con el deseo vehemente de ovacionar su regreso. Leopoldi sintió el alborozo de la despedida encerrado en su aposento, con el malestar y la humillación reflejada en su rostro. Marcharon hacia donde el rey lo indicó, y el rey, como un sabueso experimentado del mar, seguía los rastros interpretando con su olfato, las sensaciones que su fiel compañero Asicante y su hijo Fabrich depositaron en el agua. Hasta los miedos fueron descifrados.
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