El averno acuático
En el propio corazón de Aldana, la luz del mal brillaba a su manera, y se dispersaba en los alrededores donde comenzaba a menguar el bien. Como la dicha muere donde nace la desdicha, allá, detrás de la espalda de la ciudad, donde la distancia se alargaba en confusiones de tiempo, espacio y oscuridad, el entorno cambiaba su mansa apariencia por una verdad antagónica y escalofriante. La mancha oscura de la maldad soportaba con reciedumbre a la distancia, a la espera de que retornara el día en que el bien esparcido en los demás valles, no le provocarra más agonías. Vestigios de dolor impresos con la marca de la venganza, reverdecían en el bien apodado valle de Kamandra.
Se hizo así mismo por los aconteceres del mal, como si ya estuviera predestinado. Un territorio dimensional que no parecía tener límites, que nacía donde la planicie se encrespaba y el fondo perdía su forma, insinuando que, en algunos sitios, no había fondo...
Extendido entre cordilleras submarinas que subían y bajaban como las montañas rusas de un parque de diversiones mecánico, sobrepasaba las fosas oceánicas más profundas, algunas tanto, que parecían huirle a la verdad alejándose de los arrecifes y los bancos aluviales. En algunos espacios superaba las plataformas y taludes continentales, planicies abisales y cañones submarinos con altas paredes esmaltadas de lama, desde donde el agua se desprendía en caída libre perdiendo la libertad y casi hasta el alma. Se había convertido en un terreno abonado de pestes, donde los espectros de la historia, allí condenados, aprendieron a idolatrar a quien no debían. El valle pestañeaba, sumergido entre nubes borrascosas sin colorido, que parecían ancladas sobre el agua pesada bajo la hipnosis de la soberana del averno oceánico, con la intención de permanecer oculta, casi olvidada, pero siempre viva.
Sin embargo, en épocas en que el agua era demasiado concentrada en el valle, tanto, que hasta un inocente pensamiento podía coagularse en ella, el olor a sedimento alcanzaba a colarse por alguna rendija invisible del portal hacia el otro mundo y en cuestión de segundos, el pesado olor se esparcía náufrago en el agua hasta quedar mezclado sobre la arena de una llamativa playa contaminando el suave aroma a calma y naturaleza. Y entre las risas dispersas, alguna nota discordante y tenebrosa parecía insinuar que el eco de una risotada de Kamandra, se filtró por la misma grieta.
La sombra de la hechicera, aparecía diluida en el agua y guardada en su memoria para atormentar con la lúdica del mal que hace cosquillas, donde la felicidad del bien, no ríe. La fragancia de la perversidad apestaba con su fétido olor en forma de neblina, diseminada como un mantel de humo sobre el final del precipicio insondable que se desprendía hacia la eterna profundidad, simbolizando un cementerio de luces apagadas, de antorchas encendidas de oscuridad; de sonidos trágicos y acumulación de especies monstruosas, inverosímiles e inconcebibles que jamás hayan existido, rondando vigilantes sobre los aposentos de la hechicera en la enormidad del valle.
Sólo unos cuantos de entre las comunidades de animales marinos racionales e irracionales, que tuvieron la osadía de batallar en esta zona oceánica de tinieblas y miedo, se atreverían a regresar si existiera un glorioso pretexto, nada banal, una necesidad emocional que justificara el sacrificio; entre ellos, el rey Bridas y su leal ejército de Traivons que, en ese entonces, fueron comandados por el general Rhudo.
Pero las épocas cambian. Así como el mal, que cada día oculta sus errores con más pecados, el bien patalea por mantenerse enérgico. Simplemente, el mal se controla... pero no se extermina. Tan solo habita donde el bien existe para mantener el equilibrio de la existencia. El mal y el bien: dos extremos de lo mismo.
El dios Wol siempre lo supo, y antes de que nuevas comunidades poblaran los rincones húmedos del planeta, las dimensiones paralelas fueron creadas como un espejo de la verdad y la mentira conviviendo en la misma boca. El reflejo de la inconsciencia habitando en el mismo recinto de la conciencia.
Por épocas, las tormentosas aguas del valle oscuro de Kamandra parecían recrear el síntoma de la muerte, al fabricar remolinos que esparcían un respeto macabro, y que cobraba vida atemorizando a todas las especies existentes que habitaban en su inmensidad. Hasta los malos sentían temor. Explosiones repentinas se escuchaban como música ahogada entre el sedimento, siendo posible que creara disturbios en una dimensión adyacente.
Los murmullos de la existencia prisioneros en el valle, ni siquiera se atrevían a mencionar un Dios. No sabían qué era. Tan solo conocían a Kamandra, y le temían.
Alguna vez fue sólo un valle sin nombre lindando con el valle de Dortvlan hacia el occidente; el valle de Mursaj hacia el oriente; el valle de Cranos hacia el sur y el desierto oceánico de Yolart hacia el norte. Poblado por criaturas sombrías pero inofensivas y fascinantes; creadas para habitarlo, adaptándose al entorno insondable y silencioso que lo hacía lucir como un enigma, ocultando incógnitas de un mundo desconocido y algunas otras maravillas del océano que, a la simplicidad del cerebro, le era complejo comprender.
Pero Kamandra llegó con sus pecados, auspiciada por el Señor de los demonios, se enamoró del valle y lo cultivó de seres malignos asesinando el silencio, transformando aquel enigma paradisíaco en un lugar oscuro y atemorizante, fortificando la sinrazón y sembrando su propia música. Fue así, como el valle se convirtió en la nueva estación del mal. Un paraíso hecho a su vocación.
Las plagas bíblicas parecían tener vida en el averno oceánico. Hordas de ranas deformadas por el embrujo contaminante del entorno, destilaban rugidos de horror lanzados como flechas desde la profundidad de la ciénaga que allí se formaba. Numerosos insectos, réplicas de sanguijuelas y demás bichos volaban, nadaban y atormentaban con el silbido agudo de cientos de violines charrasqueando sus cuerdas reventadas. Centenares de gusarapos y larvas morían cada momento para liberar el fantasma de las maliandras. Aquellas especies de mariposas negras que nacían cada día y morían tres días después, convirtiéndose en cenizas que el agua diluía por cantidades, y las corrientes marinas las dispersaban a los lugares más recónditos de la profundidad marina. Se esparcían por kilómetros, moldeando una cubierta asemejada a la ceniza volcánica que acumulada por años, creó capas ocultando la verdad del fondo y la innegable identidad de sus habitantes, y que, al agitarlas, se convertían en nubarrones de polvo amenazadores que envenenaban la mínima cantidad de oxígeno viviente.
Alguna vez el agua habitable en la más inhóspita profundidad, fue traslúcida, y la muerte de las primeras maliandras comenzó a hacer su efecto como tinta esparcida en una cubeta de agua cristalina.
Con sólo tres días de disfrutar del paraíso infernal, el cuerpo de las maliandras se desintegraba, quedando vivos los ojos radiantes de un rojo intenso desprendidos sobre el sedimento, sobreviviendo por días como diminutos carbones encendidos que ni el agua los apagaba, demarcando caminos a lo largo de la zona abisal, hasta que su luz se extinguía anunciando su verdadera muerte. Quizá fue, en esta y otras dimensiones, la única criatura que después de su destrucción, vivía varios días más a través de sus ojos, purgando las penas de su corta existencia.
Así fue que se formó "el camino de las maliandras". Un sendero iluminado en la oscuridad, adoquinado de ceniza y millares de ojos todavía agonizando, que descendía entre curvas y se perdía a la distancia señalando el destino: un castillo alucinante con lémures habitando en los muros. La antítesis de Aldana. A su alrededor, gigantescas rocas coralinas apuntaladas entre ellas y pulimentadas por el agua, creaban la apariencia de un búnker para protegerlo en la zona más débil. Zanjas ocultas entre el fango simulaban la existencia de trincheras. Las paredes embutidas con brusquedad entre el suelo sedimentado, daba la sensación de que el alcázar se estuviera hundiendo, como si el palacio hubiera sido construido por fuera y precipitado en aquel sitio.
Le habían dado forma a un risco simulando un rascacielos maltrecho por las garras del tiempo, que caminaba a ciegas por el valle, adquiriendo la apariencia de una fortaleza tenebrosa o una cárcel sombría para aprisionar fantasmas con sus culpas. Con la intención de alejar a los intrusos, el funesto castillo, con vida propia, cambió su aspecto a la figura de un antro sepultado, con cinturones de plantas carnívoras sembradas en la fachada y parte de los alrededores, metidas entre las rocas pulidas o deslizándose sobre éstas, dejando apreciar las hojas en forma de plumas y tupidas de espinas, que al ser arrancadas o desprenderse de las plantas, eran reemplazadas con nuevas hojas en forma de plumas y tupidas de espinas, cumpliendo el ciclo de la vida en un respiro: nacer, crecer y reproducirse casi que al instante, para luego morir sin alcanzar a notarlo.
El camino de las maliandras se perdía entre las plantas carnívoras que se deleitaban con los ojos agonizantes, luego de haberse desprendido del cuerpo en su proceso de cremación mientras volaban, para insertarse entre las espinas. Variedad de plumas marinas enterradas en el sedimento, complementaban el jardín sombrío para satisfacer la parte femenina y vanidosa de la bruja. El esplendor no las nutría de colorido como las cultivadas en el oasis de Aldana, pero brillaban entre colores pálidos y fríos, logrando revelar el esqueleto y exhibiendo sus osados tentáculos. Entre todas las variedades, sobresalían aquellas que se asemejaban a delgados látigos pintados de luz, que brillaban sin pena ni gloria.
La risa macabra que habitaba en los alrededores como un silbido subliminal de su creador, diluía todo hálito de vida. Hendía con furia el silencio hasta perderse en el bosque de los espectros, al norte del alcázar, donde la hechicera Kamandra, cada noche los invocaba con su ritual de conjuros para despertarlos de su mal sueño.
El palacio era un sarcófago insinuando vida con apariencia sombría, donde pululaban los miedos y remordían las conciencias. La noche en su interior, mostraba sus partes íntimas humectadas de muerte. Cocuimas posadas sobre herrajes clavados en las paredes, hacían las veces de lámparas expandiendo las alas y cerrando el circuito para producir luz. No era necesario que emitieran alaridos para anunciar que había vida en sus cuerpos. El antro parecía sentirlo cada que ocurría. Hacían perfectamente su tarea de proveer la luz cuando la bruja lo requería, como si leyeran su pensamiento.
Pero, ¿quién era Kamandra? La tributaria del diablo, guerrera combatiente del mal, apoteósica del dolor ajeno, enemiga del rey Bridas, enemiga de Aldana. Figurativamente, simbolizaba un cántico a la muerte danzando sobre el bien para apabullar su espíritu, cuando la duda lo debilitaba. De belleza seductora para cautivar dentro y fuera de su reino con propósitos mezquinos, que se guardaba una verdad repugnante y desagradable.
De fisonomía humana y marina tenebrosa, correspondiendo al espécimen del océano desde la cintura hasta los miembros inferiores, donde se moldeaba la silueta de una sirena que, sin la bondad del embrujo, lucía estropeada por el tiempo con la vergüenza de las artes malignas aflorando en el cuerpo. Inevitablemente fea y vieja. El arquetipo de lo horripilante. De cara enjuta, con los siglos y los pecados alterando las facciones para recrear la expresividad de un ritual de exorcismo. Los párpados eran enormes y se extendían desde antes de las sienes hasta la macabra fachada del rostro, que, al recoger la piel, se escapaba la mirada de trampa psicológica vertiendo de sus ojos atemorizantes. Parecían dos trozos de vidrio alargados en forma de óvalo, orbitando entre tejido graso para verlo todo en un ángulo superior a los ciento ochenta grados, prolongados desde el frente de su rostro hacia los laterales, hasta rematar muy cerca a la frontera con sus repugnantes y afiladas orejas. Nariz delgada y puntiaguda, más sobresaliente de lo normal que filtraba y distinguía todo olor que le llegaba así fuera apócrifo. Experimentada y maliciosa, para oler con mesura y precisión el hechizo buscado en el grimorio personal que su cerebro no recordaba, y en extremo, sensitiva, para percibir el aroma del Señor de los demonios. Mentón hundido y alargado. Dedos larguiruchos y uñas no muy largas, encorvadas y afiladas. De pulmones y branquias para profesar su reinado sin limitación alguna. Igual que los Traivons.
Representaba el lado oscuro de la existencia. Adicta al mal. De risa macabra y atributos instintivos que la asemejaba a un animal oceánico. El embrujo bajo la influencia de un corazón noble y humilde, le ofrecía la cirugía estética con apenas pensarlo, retrocediendo el tiempo en sus facciones y cuerpo. De vestimenta negra y holgada que ocultaba la turbación de sus deformaciones físicas, cuando era el adefesio y no la doncella, la que hacía su aparición.
La mayor parte del tiempo se la pasaba enclaustrada en la lectura del grimorio, un extracto de la biblia del mal escrito con sangre y letra afinada, sobre hojas elaboradas de un árbol blanco que no las alteraba el agua, y el que sólo existía bajo el poder de un potente conjuro. Igual que la atrevida luz en medio de las tinieblas. Era un árbol blanco floreciendo atragantado por un bosque tenebroso y sombrío. El único que habitaba en el valle. Las hojas del grimorio estaban protegidas con cubierta gruesa hecha de caparazón de tortuga gigante.
El libro era un legado bondadoso del Señor de los demonios donde estaban escritas sapiencias sobre el poder infernal y las fuerzas de la oscuridad. Secretos mágicos y cabalísticos para ayudarla a fortalecer y extender su dominio en el averno oceánico. Un poder fortificado por años desde la cruenta guerra en la que sobrevivió a la tragedia, contando con todo el tiempo a su favor para planear lo que con perversidad había ansiado durante su existencia que se renovaba cada nueve años; aprendiendo indicaciones de brujería, ejercitando rituales de sometimiento y fórmulas para que los espíritus malignos obedecieran sus mandatos; profundizando en encantamientos y hechizos, practicando invocaciones, conjuros de todo tipo y naturaleza, revelaciones; ensayando volar, experimentando transformaciones, convocando entidades sobrenaturales, memorizando el listado de los demonios para ser evocados, y todo aquello que siendo de esencia maligna, lo desconocían en detalle el rey Bridas y las demás comunidades.
Su cuerpo resplandecía por nueve años bajo el conjuro diabólico a un corazón noble y humilde que brillaba por su perfección, requiriendo el sacrificio de un gatupez, al que le robaba su encanto mientras ronroneaba en su agonía, una vez por cada vida que se le escapaba, transformando cada momento a la bruja hasta un total de nueve instantes, en una hermosa, jovial y atractiva mujer asemejada a una sirena, para que brillara por otros nueve largos años. El final del último ciclo estaba próximo.
La hechicera debía conseguir un nuevo corazón para un nuevo período de nueve años, utilizando la belleza como su primera arma para doblegar al bien; ese era su reto. Desde el mal mismo debilitado en su espíritu oscuro, no tendría oportunidad alguna. Se requería de otro corazón noble y humilde que brillara por su perfección, para extender su dominio en el averno. ¿Cuántas veces?, las suficientes para no morir. Los gatupeces, abundaban en su reino de maldad para muchos sacrificios; en tanto que los corazones nobles y humildes, habitaban en Aldana. Para no cometer un error que pudiera significar su exterminio, los más frescos y jugosos cargados de nobleza y humildad, más que perfectos, habitaban en la familia real.
El señor de los demonios le obsequió el primer corazón. ¿Cómo lo obtuvo? El denigrado demonio a través de los tiempos ha endulzado a los inocentes con su verbo. Ha hecho suspirar a los faltos de amor con su camándula de pecados. Ha enriquecido a los pobres con el tesoro de la falsedad y sometido a los débiles con la promesa del poder. Todo, bajo la majestuosidad de su encanto demoníaco que nubla la mirada, enceguece el cerebro y despierta las bajas pasiones. Así lo entendió siempre el rey Bridas y durante su reinado en el camino de la paz, dijo a los Traivons:
«No podemos perder la única luz que no se puede apagar, la fe, ni prescindir de los preceptos espirituales que serían el itinerario para llegar a nuestro Dios».
Desde que supo de ella y para siempre, el Señor de los demonios amó a Kamandra, porque Kamandra amó más al mal que al bien desde su propio nacimiento. Cuando era una joven hermosa y desorientada la hizo suya, encarnado en un ser perfecto, y al momento del clímax, le mostró la verdad de su forma interior con la que alimentó su corazón. Una prueba para conocer su lealtad. Por largo tiempo la apareó con todos los demonios de sus culpas habitando en su espíritu corrompido. La hizo perfecta para el mal y le dio el poder para administrarlo en su valle y extenderlo en la inmensidad del océano. El mismo que derrocaron los Dioses y el rey Bridas, apoyados por las comunidades: Cláganmer, Cecaelias, Rhomban y Grícantol, confabuladas con el bien y batallando unidos, en la que hubieran deseado, fuera la última guerra de los mundos, pero el amor imperturbable del Señor de los demonios hacia Kamandra, su favorita, le concedió la oportunidad de reivindicar su reino.
Con la complacencia de este Dios del mal, Kamandra reía cada despertar, cada atardecer y cada anochecer. Su voz y su risa se mantenían vivas entre las ondas que se producían en el vientre del agua, multiplicándose infinidad de veces. Bastaba con el tortuoso sonar de una leve carcajada atrapada en el agua, para recolectar la cosecha de muchos miedos. El tiempo la fortaleció y favoreció más, al lograr el encantamiento del guerrero Traivons de quien supuestamente se enamoró, y a quien le arrebató la nobleza de su corazón y su conciencia, convirtiéndolo en su bestia personal. Era el general Rhudo.
Convivía con una camada de gatupeces de colores: negro, cobrizo y pardo. El negro era su favorito; suficientes para poblar el castillo habitando en todos los rincones. Eran sus ojos en la oscuridad, el contacto con los espíritus malignos y su razón de vida. Gozaban del privilegio de su ama, siendo a cada momento, su perfecta compañía. Poseían la fantástica capacidad de percibir la perfección de un corazón a través del olfato, que, para las pretensiones de la hechicera, se entendía como un alivio inminente poniéndola sobre aviso. Su maullido ensordecedor y penetrante, era una trifulca de demonios morando en su cuerpo que parecía rasgar sus entrañas intentando buscar la libertad. Las vidas de los gatupeces florecían como engendros de hechicería, prisioneras y tentadas por habitar en el cuerpo de la bruja, que cada nueve años, como regla sagrada, debían hacerla más poderosa extendiendo su dominio.
La varita mágica, responsable de profetizar su poder endemoniado, la tenía inmersa entre los larguiruchos dedos de la mano derecha, en la ubicación del dedo índice que lo perdiera en la última batalla, cuando una flecha lo arrancó de raíz desde el metacarpo en el contorno con la palma de la mano, agrandando el golfo entre los dedos pulgar y cordial, donde se requería ejercer mayor presión sobre la varita mágica.
Siendo el dedo más expresivo de la mano y con funcionalidad imperativa, el Señor de los demonios le obsequió un nuevo dedo índice con el privilegio de convertirse en varita mágica para ejercer un perfecto control de las fuerzas oscuras nacidas del cerebro y manipuladas por el corazón, hacia su mano derecha, vertiendo a través de la varita hecha de hueso y horneada con el color del mal. A voluntad de la bruja, el dedo recuperaba la flexibilidad, la forma y su tamaño cuando no era necesario usarlo como batuta para los hechizos. La varita gozaba del uso personal de la bruja, leyendo sus pensamientos y actuando coordinadamente con su cerebro, sintiéndose parte de la creación física. Le pertenecía a su cuerpo como cualquiera de sus miembros o de sus entrañas.
Las cocuimas, que actuaban como luminarias al interior del averno donde habitaba la bruja, proliferaban en los alrededores como pájaros inventados y desperdigados por padrenuestros falsos que inseminaban verdades con pecados, reproduciéndose a través de los labios mezquinos de Kamandra. Nacían de su boca. Eran peces rapaces cubiertos de plumas, semejantes a los cuervos con el doble de su tamaño; en vez de hocico, tenían un resistente pico arqueado arriba y abajo que, al abrirse, partía en dos la circunferencia, y al cerrarse, parecía una sola pieza circular, asemejada a una piedra natural con el matiz oscuro y lúcido del metal, y la fuerza suficiente para convertir en trizas a sus enemigos.
Tenían garras en sus aletas laterales cubiertas con plumas brillantes. Eran rígidas, de aspecto vidrioso y color petróleo, con reflejos verdosos y dispuestas como escamas, que al expandirlas, cerraban el circuito interior emitiendo diminutos y delgados rayos de luz biológica que lastimaban la vista, brotando a través de los bordes de las plumas y principalmente de los ojos, de donde fluía propagada, convirtiéndolos en potentes linternas de luz con destellos cuarteados que al compás de un alarido áspero y fuerte, brotado de su garganta, el miedo generado se prolongaba como un eco lastimero y agudo que retumbaba venciendo la dinámica del agua, para anunciar que había vida en sus cuerpos iluminando el reino oscuro de Kamandra. Y al cerrar las aletas, lo ocultaban haciéndolo invisible, como una sombra que parecía moverse en las profundidades. Al emitir el chillido en oscuridad absoluta, sin desplegar sus alas, una corriente de pánico armonizaba las notas musicales abismándose el sonido a las fosas oceánicas más profundas... hasta perderse en su inmensidad. Sobrevivían con una mínima cantidad de oxígeno en el valle contaminado como si fueran peces plumíferos muertos en vida.
Los murpélagos, eran otros extraños habitantes del valle que poseían su propia luz biológica. Habitaban y custodiaban los alrededores del alcázar, y en ocasiones recorrían el valle de los pies a la cabeza sin salir de sus límites, a menos que la bruja lo solicitara. La luz originada en sus ojos funcionaba como una señal de localización. No les permitía ver, ni guiarse. Se desplazaban en cardúmenes emitiendo sonidos guturales escabrosos que hacían herida en cualquier inocente cerebro; su presencia insinuaba el principio del infierno. El eco atronador se convertía en la señal que los orientaba para abrirse camino en las profundidades, guiados a través de los sonidos. De alas escamosas, conviviendo entre las cavernas que rodeaban el bosque de los espectros hasta llegar a los alrededores del alcázar; un lugar fantasmagórico donde convergían todos los males; de agonía perpetua, inundado de árboles secos, de donde colgaban de sus garras ocultas debajo de las aletas, cuando no estaban alimentándose en los plantíos de pluviones; aquellos árboles de escaso crecimiento que no florecían, pero daban frutos rojos en forma de peces diminutos que colgaban de su cola caudal, y se mecían constantemente como si estuvieran vivos. Era su alimento favorito que desgajaban con facilidad de los racimos con su encorvado y resistente pico.
El hábito y las costumbres diurnas o nocturnas de los murpélagos, eran indiferentes. El fantasma de la oscuridad había devorado toda intención mínima de luz, al asfixiar en un abrazo perpetuo, la inocencia de los días que pretendieran fastidiar en el averno evocadas desde otros lugares, para quedar petrificado en una eterna penumbra.
Un solo murpélago podía inspirar delicadeza, pero una tormenta de murpélagos, confundían a un ser solitario con una planta de pluviones. Sentirlos cerca, inspiraba una sensación de escalofrío, como fondo musical que repercutía con notas tristes en todos los tiempos verbales del modo indicativo, para luego amenizar con su canto trágico y agudo el indicio de una tragedia.
En tiempos de tormenta las nubes sin colorido descargaban su furia fermentada. Al interior del alcázar, todo estaba dispuesto. Las cocuimas lo iluminaban desde el primer piso hasta la torre. El sótano siempre permanecía a oscuras. Parte de la iluminación era absorbida por el soplo de la tormenta creando una velada perfecta a media luz, amenizada con un repertorio dramático de música orquestada, que fluía de todas partes: gritos, silbidos, susurros, gruñidos, lamentos, quejidos, burlas, latidos, rayos, maullidos, risas, pasiones y alaridos; todas las notas buscando a sus amos: cocuimas, murpélagos, maliandras, gatupeces, hienas, nubes, sirvientes, corazones asustados, el demonio de los siete miedos, el bosque de los espectros, el acantilado de los lamentos, el sendero de los laberintos, olas reventando, el mar bramando, truenos retumbando y aquellos emitidos por Kamandra, que cuando no se estaba deleitando con las prácticas del grimorio personal, estaba disfrutando de su melodrama pasional con el general Rhudo.
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