seis
Semanas después.
—¿Cómo... te gustaría llamarte, Omega?
Víctor miró el techo de la habitación, era igual de bonito y decorado como el del salón principal. El aroma a flores silvestres inundó sus pulmones cuando levantó apenas la mirada. El pequeño Omega admiraba el generoso ramo de flores y aromas hermosos, la mirada brillante que traía hizo que el alfa se quedara hipnotizado.
—Omega —volvió a llamar, aquél levantó la mirada y el sol golpeó su rostro dotado de belleza. Las pupilas del alfa se dilataron, eran apenas las primeras horas de la mañana, y el amanecer aparecía lentamente—. ¿Cómo te gustaría llamarte?
El Omega bajó la mirada y sus manos siguieron acariciando el ramo, Víctor pegó su mirada a sus hombros delgados, al ligero y poco notorio vientre donde crecía el cachorro de su padre. El vestido blanco que traía se ceñía a su cuerpo y sus piernas lucían regordetas y suaves. El alfa relamió sus labios y desvió un poco la mirada, centrando su atención a la bonita tela de sus pantalones.
—Alfa me llama Demonio —lo escuchó y frunció el ceño un poco. Víctor se levantó, una pequeña mueca se reflejó en su rostro, pero rápidamente desapareció cuando toqueteo las vendas sobre sus costillas. Se acercó al Omega y la diferencia de altura se hizo notoria—. Demonio.
—Pero eso no es un nombre —habló, y la mirada pura de aquél ser se levantó, su rostro pálido, su cabello suave y sedoso, casi como si no tuviera color. Víctor suavizó la mirada—. ¿Qué tal Demian?
El Omega negó.
—No —murmuró el Omega, sus ojos se pegaron en el ramo nuevamente. Parecía un poco perdido—. Silvestre.
—¿Silvestre?
—Quiero llamarme... Silvestre—su voz suave resonó en los oídos de Víctor, y aunque aquel nombre no le pareciera del todo normal sonrió sin pensarlo. El pequeño chico volvió a tocar el ramo y hundió su nariz entre los pétalos y aromas.
—Silvestre —murmuró, su alfa se removió en su interior, la necesidad de querer tocarlo lo llevó a alzar una mano. Sus dedos rozaron la mejilla del chico y este lo miró con grandes ojos, su piel tersa se calentó cuando un ligero sonrojo decoró su rostro. Silvestre se quedó quieto cuando Víctor se acercó, cegado. Las manos del Omega se pusieron en su pecho—. Silvestre es perfecto.
—Sí —habló bajito y cerró los ojos cuando el alfa se acercó a su mejilla. Sus labios dejaron un suave beso y el Omega aflojó la mirada, sintiendo el aroma del alfa, la presencia. Silvestre se sintió cómodo cuando no notó dominación en sus movimientos, sino más bien Víctor se había vuelto tan suave como el aroma de una flor. El Omega pegó su mirada al alfa—. ¿Cuánto tarda en nacer el cachorro?
El alfa sonrió con pereza, el aroma del Omega se volvió suave, como la tela de los ropajes delicados que cubrían su cuerpo. Asomó una mano a su vientre, un poco más notorio debido al tiempo.
—Poco —murmuró y se arrodilló frente al chico, la mirada atenta de Silvestre viajó por todo el rostro de Víctor. El más grande pegó su frente contra el estómago del Omega—. Poco tiempo, algunos meses, nada más.
—¿Meses? ¿Cuántos?
—No lo sé, tal vez unos seis, o siete.
—Mnh —el Omega acarició su estómago—. ¿Tú... Tienes cachorros, Víctor?
—No.
—¿Y por qué sabes tanto sobre bebés?
—Tengo muchos hermanos —Víctor se levantó, caminó hasta la cama y se sentó con pesadez, el día estaba volviéndose un poco caluroso—. El tiempo pasa rápido, ¿Sí, Silvestre? Tienes que cuidar bien lo que comes, los movimientos, todo. No debes hacer nada que te dañe a ti o al cachorro. Cualquier mal estar que sientas me lo dices.
—Sí.
El alfa se levantó y acomodó su ropa con naturalidad. Se estiró un poco, para dejar de lado la fatiga y las ganas de quedarse en esa cómoda habitación llena de paz y tranquilidad. El Omega frente suyo lo miraba cansado.
—¿Estás bien?
—Tengo sueño —susurró Silvestre.
—Bien —murmuró, frotando su brazo delgado—. Escucha, no puedo venir hoy en la noche. Tengo cena con mi familia tras el regreso del Rey. ¿Estarás bien con eso?
Silvestre se quedó callado algunos segundos hasta que asintió apenas.
—No haré nada que dañe... Al cachorro.
—Vale.
Víctor se hizo a un lado y salió de la habitación. El pasillo estaba como siempre vacío, sin alma alguna que supiera la existencia de aquél Omega y su bonito aroma. O tal vez, un lugar que no sería transcurrido por nadie que quiera perder la cabeza. Esa misma noche su padre volvería de los tratados para el futuro del reino, mucho tiempo, poca alegría.
Porque Víctor no sabía qué reacción tendría su padre al enterarse que Silvestre estaba esperando un cachorro suyo.
Siquiera sabía si iba a darse cuenta, hoy era una fecha de celebración, nuestro rey había vuelto y la cerveza no iba a faltar en manos de ninguno. Si su padre se ponía lo suficientemente borracho para las altas horas su madre iba a persuadirlo para que pasara la noche con ella. Los siguientes días estaría ocupado resolviendo los pocos problemas de los plebeyos y volvería a irse en unas semanas.
—Estará bien —murmuró para sí.
Pasó la tarde dentro de su habitación, arreglando los últimos preparativos de su ropaje. Cuando estuvo listo salió y acompañó a sus hermanos y hermana en la sala principal. El gran conjunto de feromonas de alfa lo mareó un poco, su madre estaba sentada en su trono y la enorme mesa llena de comida esperaba la llegada del rey. A lo lejos se oía los gritos y aplausos de la gente, la celebración, tanto los nobles como toda la familia real esperaba paciente su llegada.
Y cuando se abrieron las puertas la mirada de Víctor se coló en aquél alfa adulto lleno de joyas y sonrisas. Todos aplaudieron, hicieron reverencia ante su presencia y lo abrazaron con fuerza.
Víctor fue el último en saludarlo, a decir verdad, volver a verlo después de tanto tiempo era extraño. Más por lo que sabía, más porque cada vez que observaba aquellos ojos la mirada de Silvestre y su miedo caía como peso muerto en su mente.
Ahí estaba, el alfa que había preñado a un Omega de quince años. El alfa que había tenido relaciones con un ser concebido de actos impuros y muerte. En ese momento, Silvestre podría estar esperándolo en su habitación para su próxima clase de lectura, podría estar esperando otro ramo de flores, otras historias, más noticias sobre los cachorros.
Silvestre podría estar esperando todo eso, menos la llegada del alfa que lo había ultrajado y escondido del mundo entero.
—Víctor —escuchó y el joven chico levantó la mirada, su padre abrió los brazos y ambos se dieron un fuerte abrazo duradero. El más chico estaba consciente del amor y el afecto que el rey tenía sobre él. Era su favorito, su mejor hijo, sin embargo, cuando el alfa sintió la esencia extraña que su hijo traía en el cuerpo su ceño se frunció ligeramente—. Te extrañé mucho.
—Yo también, padre —susurró el joven.
—Hueles raro, Víctor —sonrió el rey.
—Estuve un rato en el jardín, tal vez se me pegó el aroma de las flores.
—Vamos a sentarnos, anda.
Pasaron la tarde y la noche bebiendo y comiendo. Los relatos de su padre siempre fueron valiosos para Víctor, contaba cientos de historias de la mejor forma y mantenía la atención de todos como si se tratara de una obra de arte. Víctor rio, bebió a más no poder y disfrutó nuevamente de la momentánea felicidad que inundaba su cuerpo. Las personas estaban risueñas, y ya la palabrería no tenía sentido alguno.
El rey, en cambio, observó con atención la mesa llena de platos y copas repletas del vino más viejo. El cansancio se sumó a sus huesos, el calor, sus mejillas estaban tibias y lentamente intentó ponerse de pie. Su esposa no se percató de su huida ni tampoco sus hijos y alfas nobles. Los guardias se quedaron como estatuas, como si no prestaran atención al camino que tomaba su rey.
Y de repente, entre el sueño y la confusión recordó el vacío pasillo que se inundaba del aroma más suave y hermoso que pudiera haber sentido. El rey frotó su pecho, sintiéndose excitado, se tambaleó por las paredes y se lamió sus labios una vez se enfrentó a la única puerta que protegía a su tesoro más preciado.
El alfa empujó y el aroma exquisito inundó todo su ser, su pecho, su mirada se dilató como nunca y sintió incomodidad en su ropa. La noche se alzaba con furia y la iluminación de las velas en aquella habitación no hicieron más que resaltar la belleza de aquel demonio exótico y bello.
Silvestre estaba recostado entre los almohadones de seda, quietecito, tan bonito que el rey intentó no despertarlo. Se abalanzó contra el Omega con fuerza, un poco fuera de sí. El pequeño abrió los ojos sorprendido cuando notó entre la poca luz a una persona a sus pies, el toqueteo suave sobre sus muslos, la lengua caliente que recorría el interior de sus piernas hizo que un quejido suave saliera de sus labios.
—¿Vict...? —se calló al instante cuando la luz que entraba por la ventana gracias a la luna llena reflejó el rostro viejo de aquél alfa. Silvestre tragó saliva al ver sus ojos, el alfa jadeaba, sus movimientos, sus manos treparon hasta quedar ambos cara a cara.
—Estás tan bello, tan hermoso —murmuró enterrando la nariz en el cuello delgado. Silvestre sintió la mano del alfa sobre su ropa interior, su tacto frío, la tela desgarrada. Su respiración se volvió errática, el bulto que sintió sobre su vientre lo llenó de los peores sentimientos. El Omega negó con miedo, un poco ido, mientras sentía que el ambiente se volvía pesado para él. El aire, los movimientos, parecía extraño.
Silvestre sintió su propia desnudez como el punto final de los sueños y esperanzas que había acumulado para ese entonces. En aquellos besos, las mordidas, en la humedad de aquel miembro sobre sus muslos. El quejido y los gemidos de dolor se unieron a sus labios cuando la primera intromisión se volvió fuerte y desmedida, sus manos estaban quietas, tomadas a la fuerza, su cuerpo, sus sentidos, Silvestre no sintió las piernas una vez las embestidas volvieron a romper su cuerpo. Su voz se había vuelto débil, su lengua, sus movimientos, su cuerpo se había vuelto como el pétalo de una rosa marchita, la mirada cubierta de lágrimas del Omega se hizo a un lado, mientras los jadeos y el calor volvían el ambiente al peor de todos. Mientras la luz de la noche iluminaba lo único bonito de aquella habitación.
Porque el aroma corrosivo de aquél alfa estaba inundando todo su cuerpo, su interior y, sin embargo, ver las rosas y las flores silvestres que Víctor había traído esa mañana hicieron que el llanto se volviera insoportable y fuerte, porque al caer una lágrima diez más se sumaban a su melancolía y tristeza.
Porque entre la sangre y los dolores, Silvestre no había podido proteger al cachorro en su vientre.
HUNTER.
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