Parte 7




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Avancé por la Calle de las Brujas como una sombra, sin ser realmente consciente de mi cuerpo o de si estaba allí. Todos lucían y actuaban extraño también; se desvanecían en el aire cual humo de tabaco.

Sin embargo, en ese momento, no me importó en absoluto. Cargaba el cuchillo salpicado de la esencia de mi hermano, y mis intenciones implicaban sangre. Quería justicia para mi vida y la de Miguel, pues aunque no éramos victimas de otra cosa que nuestras decisiones, habíamos sido engañados y usados por mucho tiempo.

Cuando ingresé dispuesta a todo, Iri se rio ligeramente a mi lado. No entendí su acción hasta que me vi envuelta por los cientos o quizá miles de Condenados que él había llamado anteriormente. Ellos me separaban del cuerpo decadente de la Kharisiri.

Todos los ojos ambarinos se posaron en mí. Eran cuerpos deformes y grotescos que habían dejado su humanidad olvidada hace mucho tiempo.

Y mi hermano estaba entre ellos. La sangre de su ropa lucía fresca, y de hecho, aún manaba de sus heridas, las que yo le había provocado mediante mis órdenes a Iri.

—¿Qué demonios está...?

Las palabras murieron en mi garganta, se atoraron como estacas y explotaron como burbujas. La sangre reemplazó a mi saliva, y pronto, tan sólo estaba flotando por encima de todas aquellas sombras mientras el mundo se teñía de gris, y luego de ámbar.

Aterricé justo delante del cuerpo de la Kharisiri, sus ojos eran más grises que negros, como dos cuevas oscuras donde toda la verdad sobre la vida y la existencia humana residía.

—Has renunciado a tu humanidad al matar a tu hermano. Lo que quedaba de pureza en tu alma se ha extinguido con tu última decisión. Estás muerta —sentenció con sus palabras en mi mente. Ya no tenía la necesidad de usar su voz porque era un acto banal e inútil, mis pensamientos y los de ella estaban conectados, al igual que cada criatura que estaba en ese lugar.

Era como si todos fuéramos uno, una parte de una presencia más grande e infinita.

—Nosotros no servimos a otra que no sea la gran Madre Tierra, nuestra labor es mantener el equilibrio y controlar la oscuridad —me dijo mientras mi hermano se paraba a mi lado—. Llevo más tiempo del que recuerdo trabajando para ella como su mano derecha; y ahora, el poder y la fuerza se me han acabado. Es tu turno, Margot. Tuya y de tu hermano.

—No puede... No puede hacerme esto. ¡No lo merezco! ¡Líbrenos ahora! ¡Ya hicimos todo lo que usted quiso!

Mis ruegos se perdieron entre un mar de murmullos que no necesitaban palabras. Ella se limitó a rodearme con un collar hecho de cada objeto que yo había ayudado a recolectar. Cada clavo y metal envuelto en cuero o lana ahora conformaban un todo, un collar que terminó alrededor de mi cuello.

Sentí el peso de mis pecados anclándome a aquel sitio.

Comenzaba mi maldición eterna.



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¡Gracias por leerme!  

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